Mañana en tierra de tinieblas (9 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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Al otro lado y cincuenta metros por delante estaba Fi. Incluso arrastrando el cansancio se movía con gracilidad, como para si para tomar impulso sus pies solo tuvieran que rozar el suelo. Caminaba mirando a su alrededor, como un cisne salvaje en busca de agua. No era la primera vez que deseaba tener, aunque solo fuera en una cuarta parte, su estilo. Cuando la mirabas, olvidabas que su ropa estaba tan mugrienta como la tuya, y su cuerpo tan apestoso como el tuyo. Fi tenía clase sin ser consciente de ello; ahí estaba el truco. Y yo, por haberlo descubierto, jamás lo tendría. Bueno, esa era solo una de las razones por las que jamás tendría clase.

A unos cien metros a mi izquierda estaba Homer, casi oculto entre una hilera de álamos menudos planudos allí para actuar de cortavientos. Grande y corpulento, caminando con los hombros alzados y la cara cortando el frío viento, se parecía más que nunca a un oso. Era difícil imaginar lo que estaña pensando. Se había visto metido en tantísimos líos que ya debía de estar acostumbrado. Aquella situación, sin embargo, era algo diferente. Yo seguía sin saber ti debía estar enfadada con él o no. Había roto uno de nuestros acuerdos. Pero el enojo quedaba eclipsado por la pena, el horror que me inspiraba lo que Homer había hecho. También me sentía confusa: a fin de cuentas, tal vez Homer hubiera actuado bien y los demás estuviésemos equivocados. No habíamos tenido tiempo de comprobar cómo se sentía, de aseguramos de que estaba bien. Habría que posponerlo hasta que nos encontrásemos de nuevo entre la paz y la seguridad del Infierno. Entretanto, pensar en él y en cómo se sentiría me ayudaba a evitar pensar en mi.

En el otro flanco, estaba Robyn. Al mirarla, me acordé de todos aquellos héroes de tiempos remotos. Todos aquellos reyes de antaño, por ejemplo, cuyos nombres iban acompañados de títulos: Eduardo el Confesor, Etelredo el Indeciso, Guillermo el Conquistador. En su caso sería Robyn la Intrépida. Cuando las cosas volvían a la calma, a la normalidad, solía mantenerse al margen. Pero cuando se ponían feas, Robyn empuñaba el hacha de guerra, la blandía sobre la cabeza y se lanzaba a la carga. Se crecía en las circunstancias más espantosas, en los momentos más aterradores. Nada parecía amilanarla. Tal vez se sintiese intocable. No lo sé. Incluso ahora estaba andando con bastante tranquilidad, con la cabeza alta. Tuve la impresión de que hasta estaba tarareando algo, por el modo en que golpeaba la mano izquierda contra el muslo.

El que también parecía bastante más animado era Lee. Estaba exultante la noche que destrozamos el puente, pese a que la herida en la pierna no le dejó participar mucho en la operación. Esta vez, habíamos infringido un daño considerable al enemigo —lo sabíamos—, y Lee había estado en el meollo. Lee siempre se movía como un caballo pura sangre cuando estábamos en campo abierto o recorriendo largas distancias, y ahora avanzaba con ímpetu, con la cabeza hacía el frente, mientras sus largas zancadas engullían un kilómetro tras otro. De vez en cuando, echaba un vistazo a su alrededor y me sonreía o me guiñaba un ojo. No sabía si alegrarme por verlo tan orgulloso de sí mismo o preocuparme porque parecía disfrutar matando a la gente y destruyendo las cosas. Al menos, eso le hacía la existencia menos complicada.

En cuanto a mí, tenía la mente tan abarrotada de pensamientos que me rebosaban por las orejas. No me habría sorprendido verlos caer por la nariz. No podía lidiar con todo aquello. Así que opté por quitármelo todo de la mente y empecé a repasar los verbos irregulares franceses. «
Je vis, tu vis, il vit, nous vivons, vous vivez, ils vivent
». «
Je meurs, tu meurs, il meurt, nous mourons, vous mourez, ils meurent
». Me pareció más saludable pasar así el tiempo, en vez de pensar en la emboscada, y también me permitía liberarme un rato más de la monstruosa sombra negra que me perseguía.

Llegamos a mi casa con los últimos rayos de sol. Esta vez, ni siquiera entré. Había dejado de resultarme familiar, como si no fuera más que una vieja construcción en la que me había tocado vivir una vez, mucho tiempo atrás. Era evidente que nadie vivía en ella. El césped había crecido de forma descontrolada, descuidada, desordenada. El cristal de uno de los balcones salientes del salón se había resquebrajado, no sé cómo. Puede que algún pájaro se estrellase contra él. La mitad de la parra se había caído de la celosía y colgaba sobre el camino y el jardín. Era culpa mía. Papi me había pedido una decena de veces que la atara mejor.

El leal Land Rover aguardaba pacientemente entre la maleza, a salvo de miradas indiscretas. Lo llevé hasta el cobertizo y llené el depósito. Por suerte, guardábamos la gasolina en un depósito elevado, de modo que la gravedad hacía sola el trabajo. Pero llegaría el día en que nos quedaríamos sin gasolina. No sabía qué haríamos entonces. Deje escapar un suspiro, retorcí la manguera para detener el flujo y me encaramé hasta el depósito para cerrar la válvula. Quedarnos sin gasolina era un problema entre tantísimos otros.

Nos esperaba una noche de faena. Fuimos en el coche hasta una propiedad que se alzaba en lo alto de las colinas. Se trataba de una pequeña casa cuya existencia había olvidado, y que pertenecía a la familia King. Una vez me crucé con ellos en la oficina de Correos. El marido tenía un empleo a tiempo parcial como trabajador social en el hospital y la mujer enseñaba música en la escuela primaria dos días a la semana. El caso es que su principal objetivo consistía en volverse autosuficientes y habían construido aquella casita da adobe sobre un terreno que habían comprado al señor Rowntree. Eran unas tierras pobres por las que habían pagado un precio excesivo. Según mi padre, el señor Rowntree los había estafado. Sea como fuere, ellos vivían allí, al final de un camino de tierra, sin luz ni teléfono, con una variopinta mezcla de reses, cerdos, gallinas, gansos y ovejas de colores, y un par de niños tan mugrientos como retraídos.

El panorama que allí nos encontramos era tan desolador como siempre. Construcciones y vallas a punto de venirse abajo, demasiadas reses muertas, un cercado lleno de ovejas hambrientas que ya habían comido todo lo posible y vagaban por allí, flacuchas y debilitadas. Al menos, pudimos salvarlas al abrirles las puertas. Esperaba que las cuadrillas de prisioneros estuvieran autorizadas a alimentar y trasladar el ganado: muchísimos animales necesitarían que los alimentasen para sobrevivir al invierno. Ojalá hubiesen empezado ya, en alguna zona, a ocuparse del ganado y a mantenerlo en buenas condiciones.

Durante un instante pensé que tal vez los King siguiesen allí, escondidos en alguna parte, pero no había rastro de ellos. Creo que algunos de los estudiantes de violín de la señora King tocaban en la Feria, así que probablemente bajaron al pueblo ese día y fueron apresados. Pero tanto en la casa como en el flamante cobertizo de hierro galvanizado situado detrás nos aguardaba el premio gordo: sacos de patatas y harina, tarros de conservas, una caja llena de melocotón en almíbar que debía de haberles costado barato, dado que las latas estaban abolladas. Grano para las gallinas, té y café, una docena de botellas de cerveza casera que Chris llevó con entusiasmo al coche. Arroz, azúcar, copos de avena, aceite para freír, tarros de mermelada casera y de
chutney
. Pero nada de chocolate, ¡qué tragedia!

Una vez acabamos, cogimos todas las bolsas que fuimos encontrando y nos encaminamos hacia el vergel. Los árboles eran jóvenes, y pese a las zarigüeyas y los loros, estaban bien provistos. Jamás olvidaré el bocado, jugoso y crujiente, que di a la primera manzana roja que cogí. Nunca había visto una carne tan blanca y pura, ni conocido un sabor tan dulce. Habíamos comido manzanas en casa de Corrie unos días antes, pero aquellas me supieron distinto. Desde luego, las frutas no eran tan diferentes; lo era yo. Estaba buscando absolución y, por extraño que parezca, las manzanas me la dieron. Sabía que una vez que perdías la inocencia, no podías dar marcha atrás; pero la inmaculada blancura de la manzana me hizo sentir que no todo estaba corrompido o podrido en este mundo, que ciertas cosas seguían siendo puras. El dulce sabor se apoderó de mis papilas gustativas mientras unas cuantas gotas de zumo se deslizaban por mi barbilla.

Dejamos los árboles desnudos. Nuestra cosecha incluía manzanas johnny, granny y fuji, y también peras y membrillos. Me zampé cinco manzanas y me sentí algo hinchada otra vez. Pero en aquel frío atardecer, tras haber recogido la preciosa fruta, me sentí algo mejor, algo más viva.

Nuestra última correría fue el resultado de un impulso. Estábamos otra vez en e Land Rover, traqueteando carretera abajo, muy despacito y silenciosos. Llevaba puestas las luces de posición. No me pareció demasiado arriesgado, dado que avanzábamos bajo un toldo de árboles. Conducir de noche sin luces es una auténtica pesadilla. De todas las cosas por las que habíamos pasado desde la invasión, aquello era casi lo que más miedo me daba. Era como conducir en la nada, en el oscuro limbo. Era una tentación extraña y, por mucho que lo hiciera, nunca me acostumbraría.

El caso es que, gracias a esa tenue luz, vi dos pares de ojos que nos observaban con curiosidad. La mayoría del ganado con el que nos cruzábamos últimamente estaba asilvestrado y se alejaba en seguida. Pero aquellas bestezuelas no parecían dispuestas a hacerlo. Mala suerte para ellos. Eran dos corderitos, de unos seis meses de edad, lana negra. Probablemente gemelos. Imaginé que su madre habría muerto, pero no antes de que pudieran apañárselas solos. Se los veía en buen estado.

—¡Cordero asado! —exclamé antes de pisar el freno. Fue un impulso, pero entonces pensé: ¿y por qué no? Me dirigí a los demás para preguntar—: ¿Nos apetece cordero asado?

Parecían demasiado cansados como para pensar, mucho menos para contestar. Homer fue el único que reaccionó. Mostró más entusiasmo del que había visto en su cara en las últimas veinticuatro horas. Salió por un lado y yo por el otro. Los corderos aguardaron allí, como corderitos. Pues sí, se portaron como corderitos, no voy a utilizar otra palabra. Robyn y Lee empezaron a animarse también ante la idea de darse un buen banquete. Ninguno de nosotros era vegetariano. Serlo es un pecado mortal en esta parte del mundo. Cogimos a los corderos, les dimos la vuelta, les atamos las patas con algo de cuerda que encontramos y despejamos un poco la parte trasera del coche para hacerles sitio.

—No se comerán las patatas, ¿verdad? —preguntó una preocupada Fi, intentando apartar el pesado saco de patatas de la cabeza de uno de los corderos.

—No, Fi, ni tampoco el azúcar.

En un arranque de sangre fría, salí a recoger algo de menta cuando regresamos a mi casa. Aquel corto paseo casi fue mi perdición. Cuando me agaché a cortar la menta, sentí que la gran sombra negra regresaba y se cernía sobre mí como un águila, un depredador. No me atreví a alzar la mirada. Pese a lo oscura que era la noche, supe que esa sombra que me rastreaba era más oscura aún.

Ir sola hasta la mata de menta había sido un gran error. Era la primera vez que estaba sola desde que había disparado a aquel soldado en Buttercup Lane. Era como si aquella horrible cosa llenara el cielo en cuanto me alejaba de mis amigos.

Me quedé agachada durante un par de minutos. Se me había erizado el vello de la nuca y ya no podía oler la menta, pese a tenerla delante de las narices. Al cabo de un rato, oí a Homer llamándome y, después, sus pesados pasos y su cuerpo rozando los frondosos alhelíes. Le costó encontrarme, ya que me sentía incapaz de contestar a su llamada, y el tono de su voz denotó cada vez más preocupación. Cuando por fin dio con migo, fue sorprendentemente dulce. Me acarició la base de la nuca y murmuró palabras que no llegué a entender del todo.

Regresé con él al Land Rover. Sin dirigir una palabra a los demás, ni levantar la cabeza tampoco, giré la llave y encendí el motor. Por fin emprendíamos el lento ascenso hasta el lugar que ahora consideraba mi hogar: el Infierno. Escondimos el Land Rover donde siempre, atamos a los corderos, les pusimos un cubo de agua y, hecho esto, cogimos unas cuantas provisiones antes de ponernos en marcha. Aunque más que una marcha, debería llamarlo procesión. Estábamos agotados, física, mental y emocionalmente; me alegró no tener que reservar más energía. Dudo que a nadie le quedara mucha. Mis movimientos se hicieron maquinales, no podía hacer nada más que colocar un pie delante de otro. Me salió tan bien que pensé que podría avanzar así hasta el fin del mundo. Bueno, excepto en las pendientes demasiado inclinadas, en las que se me agarrotaban los cuádriceps. Cuando llegamos a campamento, Homer tuvo que darme en la espalda para detenerme, como si estuviese buscando mi botón de apagado. Entramos a trompicones en las tiendas y mascullamos buenas noches antes de dejarnos llevar hacia nuestras respectivas pesadillas.

Conseguí conciliar el sueño, aunque no esperaba lograrlo. Soñé toda la noche con alguien muy grande y muy enfadado que se cernía sobre mí, muy cerca, y que me hablaba tan fuerte que todo mi cuerpo vibraba. Me desperté temprano y me acurruqué junto a Fi. No sabía qué me estaba pasando: me obsesionaba la idea de esconderme, de no quedarme sola. Tuve la sensación de que la muerte desplegaba sobre mí toda su sombra. Y, como un ratón acechado por un búho, necesitaba encontrar algo debajo de lo que esconderme. La única diferencia en mi caso era que no buscaba cobijo bajo algo, sino bajo alguien.

Según parece, desde aquella noche, he hecho menos de todo: dormir, comer, hablar. Tras rematar a ese soldado moribundo me he sentido menos humana, menos viva.

Al final me levanté y fui a lavarme la cara.

El día se eternizó, hora a hora. Nadie hizo gran cosa y aún menos habló de nada importante.

La mayor parte de las provisiones se habían quedado en el Land Rover. Resultaba tentador dejarlas allí para siempre. No obstante, por la tarde, cuando me desperté de la siesta —de una de esas cabezadas que te dejan peor de lo que estabas antes—, me obligué a organizar una expedición. Me preocupaban los corderos; además, quería demostrarles a los demás que aún podía ser útil, que no era una mala persona, aunque matase a la gente.

Sin embargo, me costó mucho convencerlos de que me acompañasen. Chris se limitó a gimotear:

—¿Seguro que no puedes esperar hasta mañana?

Y sin tan siquiera mirarme a la cara, desapareció de nuevo dentro de su tienda. Homer estaba tan profundamente dormido que no quise despertarlo. A Lee no pareció entusiasmarle la idea, pero tenía demasiado orgullo para decir que no, así que cerró su libro y me acompañó sin mediar palabra. Robyn me dio otra veintena de razones para posponerlo al día siguiente y, era el último momento, justo cuando partíamos, cambió de opinión y se apuntó. La reacción de Fi fue la mejor. Salió arrastrándose de su saco de dormir y exclamó:

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