Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Y muy salido —añadió Homer en voz baja. Le propiné una fuerte palmada en la mano. Y a juzgar por la cara que puso, creo que Lee también lo fulminó con la mirada.
—Y tú, Robyn —continué—, siempre has sido fuerte, siempre has sido inteligente, así que supongo que no has cambiado tanto. Pase lo que pase, sigues aferrándote a tus creencias y eso me parece digno de admiración. Se te ve la más tranquila y la más segura de todo el grupo. Creo que en tu interior se encuentra esa sabiduría a la que se refiere la frase inscrita en el monumento.
—Yo no soy sabia —rio Robyn—. Solo intento averiguar qué quiere Dios que haga.
No supe qué añadir después de aquel comentario, así que pasé al último sujeto.
—Fi, me da la sensación de que, de alguna manera, ahora eres más libre. Es decir, piensa en la vida que llevabas antes: vivías en una mansión, acudías a clases de piano, te codeabas con ricachones y famosos. En cambio, ahora acampas en el monte durante meses, luchas en una guerra, vives al límite y vuelas cosas por los aires, e incluso te ocupas de las gallinas y cultivas el huerto… Casi podemos hablar de liberación con respecto a tu antiguo modo de vida.
—Ya no podría volver a vivir así —contestó Fi—. Aunque tampoco quiero seguir viviendo tal y como lo estoy haciendo ahora, claro está. Pero si la guerra terminase mañana, sería incapaz de preocuparme por los adornos florales para las recepciones de mamá, ni por si ese papel es el adecuado para contestar a una invitación. No sé lo que haría. Buscaría una ocupación útil, algo que evitara que una situación como esta volviera a repetirse.
—Ahora te toca a ti, Ellie —dijo Robyn.
—Vale, de acuerdo, ¿y quién se atreve conmigo? —pregunté. Acto seguido, al darme cuenta de lo que acababa de decir, dirigí a Homer una temible mirada que venía a decir «ni se te ocurra». Llegó justo a tiempo: ya estaba abriendo la boca para soltar algún disparate.
—Yo lo haré —se ofreció Robyn. Reflexionó durante un momento y entonces empezó—: Escuchas mejor de lo que lo hacías antes. Eres más sensible con los demás. Eres valiente. De hecho, creo que eres la más valiente de todos nosotros. Todavía eres un poco cabezona de vez en cuando, y no te gusta reconocer que estás equivocada, pero has sido un ejemplo de fortaleza para nosotros. Va en serio, Ellie.
No cabía en mí de alegría. No estoy acostumbrada a los cumplidos. Nunca me han hecho demasiados.
—Me siento más valiente desde aquella charla que nos dio Homer en el arroyo, hace tanto tiempo —expliqué—. Y sigo recordándola cada vez que siento miedo.
—¿A qué charla te refieres? —preguntó Fi.
—A cuando Homer dijo que todo era mental. Que frente al miedo hay dos opciones: o te deja llevar por el pánico y tu control mental se desmorona, o bien tomas las riendas de tu mente y piensas con valentía. Le encuentro mucho sentido.
—¿Ves? Eso es sabiduría —dijo Robyn.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuál será el siguiente paso? —preguntó Homer, enderezándose un poco—. Ya va siendo hora de que demos otro golpe. Hemos tenido unas largas vacaciones. No hicimos nada cuando estábamos con los Héroes de Harvey, y ahora nos toca mover ficha. Esos boletines radiofónicos fueron bastante alentadores. Hay un montón de sitios donde la gente ha opuesto resistencia, y los neozelandeses han puesto mucho de su parte. No podemos dejar que Wirrawee se convierta en el bastión de esos cerdos. Excepto nosotros, casi nadie puede impedir que eso ocurra. ¿Qué vamos a hacer?
—Tú dirás —sonreí. Sabía que Homer ya tenía algo en mente.
—Vale —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo que Fi y Ellie vieron anoche nos brinda nuestra primera oportunidad verdadera en mucho tiempo. Probablemente estén utilizando esas casas como cuartel general. Tiene bastante sentido: es el mejor sitio de todo el pueblo. Eso sí, tenemos que vigilarlos de cerca, averiguar qué está pasando allí. Propongo que los espiemos durante un par de días, o el tiempo que sea necesario. Fi, ¿crees que con todo lo que recuerdas podrías dibujar planos de esas casas? Después los completaríamos sobre la marcha.
Decidimos que entraríamos a hurtadillas en St. John, la iglesia que quedaba diametralmente opuesta a la casa de Fi, y utilizaríamos el campanario como puesto de observación. Aquella era la iglesia de Robyn: la conocía tan bien como mi madre su cocina. Ella estaba segura de que podría colarse dentro por una pequeña ventana que daba a la sacristía y que, según ella, solo se mantenía cerrada por un ladrillo colocado desde el interior; la parroquia no disponía del dinero necesario para arreglarla. En no pocos aspectos, la perspectiva de utilizar el campanario resultaba poco atractiva. Para empezar, tendríamos que entrar de noche y permanecer allí hasta la noche siguiente. Habría que llevar comida y bebida y, dada la ausencia de aseos, prever unos recipientes para las emergencias. No sé lo que le habría parecido a Dios todo aquello.
Homer y Robyn se ofrecieron a hacer el primer turno de vigilancia, y acordamos que Fi y yo nos encargaríamos del siguiente. Homer y Lee nos relevarían a nosotras. La primera noche, sin embargo, fuimos todos para ayudar a Robyn y Homer a instalarse. Esperamos hasta las cuatro. Para entonces, aquello no nos suponía ningún inconveniente. Estábamos tan acostumbrados a funcionar de noche que yo ya había dejado de sentirme cansada en las operaciones que llevábamos a cabo a las tres o a las cuatro de la madrugada.
Llegamos a St. John por el patio trasero, después de escalar la valla que daba a Barrabool Avenue. Era más seguro hacerlo de esta manera, evitando así que alguien nos viera desde Turner Street. Robyn consiguió desarmar la ventana sin ningún problema; en realidad, ya estaba caída, descansando contra el ladrillo. Pero colarse por aquel reducido hueco sí que supuso un inconveniente. Robyn no se había acordado de lo estrecho que era. Solo Fi tendría alguna posibilidad, de modo que Homer la levantó y la ayudó a entrar, empujando desde detrás. Una vez que Fi consiguió introducirse hasta la cadera, tuvo que girar, retorcerse y escurrirse. Se la oía reír y jadear. También se oyó un ruido sordo cuando aterrizó de cabeza contra el suelo.
—¡Ay, no! —chillé—. ¿Estás bien?
—Chis —intervino Homer.
—Sí, estoy bien. Y no gracias a Homer —susurró Fi a modo de respuesta.
Abrió la puerta, y nosotros entramos de puntillas. Por supuesto, estaba muy oscuro dentro, pero lo que más me llamó la atención fue que olía a cerrado, a húmedo y a frío. Robyn nos condujo fuera de la sacristía y dentro de la nave principal de la iglesia. Las vidrieras parecían grabados opacos, pero la poca luz que llegaba de las farolas de Turner Street suavizaba la penumbra. A lo largo de mi vida he pasado poco tiempo en las iglesias —mi excusa era que vivíamos demasiado lejos del pueblo—, pero me gusta el ambiente que reina en ellas. Son siempre apacibles. Eché un vistazo a mí alrededor, forzando la vista para distinguir los detalles. A lo lejos se vislumbraba el altar. Revestía un carácter sagrado que me puso nerviosa. También había un crucifijo colgado de una columna cercana. Filtrándose por una ventana, un cuadrado de luz atravesaba el crucifijo. Observé más detenidamente para ver la cara de la figura, pero miraba en dirección opuesta a mí, y además estaba ensombrecida. No sabía qué podía significar aquello.
Robyn nos llamó para que subiéramos al campanario. Yo atravesé la nave en compañía de Lee, preguntándome si algún día él y yo haríamos las cosas como Dios manda. No sabía cómo se lo tomarían mis padres; por otra parte, hacía mucho Lee me había contado que sus padres nunca aceptarían que se casara con una occidental.
—Odio estos sitios —dijo Lee, sorprendiéndome, mientras llegábamos al fondo de la iglesia.
—¿Las iglesias?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Huelen a muerte. Son como sitios muertos.
—Hum. A mí me gustan bastante.
A medio camino subiendo la escalera, Homer y Robyn se toparon con unos ventanucos que les servirían para espiar. Se pusieron tan cómodos como les fue posible. Yo era incapaz de expulsar de mi mente la desagradable ocurrencia que se había colado en ella como un gusano: pensé que tal vez el empeño de Homer a la hora de apuntarse a esa primera jornada de vigilancia tuviera algo que ver con el comentario que Robyn había hecho acerca de que yo era la más valiente del grupo. A Homer no le debía de haber sentado bien. Desde su punto de vista, los chicos siempre eran los héroes, siempre tenían que ser un poco mejor que las chicas.
Tal vez por eso yo siempre me empeñaba en plantarle cara.
Habíamos traído papel y bolígrafos para anotar todo lo que observáramos durante el día. Aquella iniciativa nos puso algo tensos. Igual que se había planteado en su día el asunto de las armas de fuego, sabíamos la diferencia que existía entre un grupo de adolescentes que se escondía en el monte y vivía de lo que encontraba en el campo y un grupo de guerrilleros armados que acopiaba información sobre los movimientos enemigos. Habíamos visto suficientes películas y leído bastantes libros bélicos para saber cómo funcionaba aquello. Pero habíamos encontrado una grieta en la mampostería del campanario por donde podríamos arrojar nuestras anotaciones si nos descubrían. Esperábamos que así se quedaran allí perdidas para siempre.
Pretendíamos hacernos una buena idea de la actividad en Turner Street, de las entradas y salidas de las casas. Aunque nadie había mencionado nada al respecto, todos teníamos muy claro que nos encontrábamos en la etapa preliminar de lo que sería nuestro próximo golpe. Iba a ser una misión ardua, la más difícil y peligrosa de todas, por lo que debíamos planificarla con la máxima precaución.
A las cinco de la madrugada, Fi, Lee y yo dejamos a los otros dos en su puesto. Les esperaba una jornada de frío, aburrimiento e incomodidad. De todas maneras, a nosotros también se nos hizo pesado pasar el día en casa de la profesora de música. Uno de nosotros tenía que mantener la vigilancia allí también. Plantearlo de otra forma habría equivalido a correr riesgos inconcebibles. Al final, pasamos la mayoría de los turnos haciéndonos compañía los unos a los otros, jugando al Trivial Pursuit y cosas así. Cuando le tocó a Fi, Lee y yo nos fuimos a la sala de estar y nos enrollamos un rato. Yo quería que fuésemos más allá, hasta el final, pero Lee parecía preocupado. Supongo que el hecho de que estuviéramos planeando un nuevo ataque contra el enemigo, corriendo de nuevo el riesgo de acabar heridos o peor, le ponía de los nervios. Normal. Yo también estaba histérica, no te jode. Pero, por lo visto, me costaba menos quitármelo de la cabeza. Qué curioso: antes, en los viejos tiempos, me ponía nerviosa por un partido de
netball
o cuando me tocaba hacer una presentación oral. En comparación, lo que estábamos a punto de hacer ahora me habría valido ganarme una camisa de fuerza.
Homer y Robyn aguantaron el tipo hasta la medianoche, lo cual fue verdaderamente heroico, como comprendería unas pocas horas más tarde, cuando Fi y yo les tomamos el relevo. Además, no volvieron con las manos vacías. De hecho, sus notas eran tan comprometedoras que reafirmaron nuestra decisión de extremar las precauciones para que no nos pillaran con ellas encima. Las casas eran hervideros de actividad. Una flota de coches de alta gama, dos Jaguar y tres Mercedes, iba y venía a todas horas. Los usaban al menos seis VIP, todos ellos con uniformes de oficiales y tratados con gran deferencia por los centinelas. Por lo visto, una casa en particular servía de cuartel general y otras dos, de residencia reservada a los altos mandos y sus mujeres. Según parecía, los centinelas ocupaban las demás casas, entre ellas la de Fi.
Si bien montaban guardia frente a todas las casas de la calle, la que usaban a modo de cuartel general era la más vigilada. Hacían turnos de cuatro horas. Cuatro centinelas custodiaban la casa principal, y dos cada una de las demás. Entre los soldados había de todo, según dijeron Homer y Robyn: a algunos se los veía listos y espabilados, y a otros, negligentes y desinteresados.
—La mayoría de ellos no parecen soldados de primera línea —explicó Robyn—. Sucede lo mismo que con las patrullas: los más jóvenes tendrán alrededor de catorce años, mientras que los más veteranos pueden alcanzar los cincuenta.
Fi y yo tomamos posición en el campanario justo antes del amanecer. Hacía un frío que pelaba, y nos relevábamos cada media hora para dar paseos por la iglesia. Llevábamos tantas capas de ropa que parecíamos el muñeco de Michelin. Fi me fichó para una pequeña sesión de aeróbic de unos pocos minutos para entrar en calor, pero con tanta ropa resultaba demasiado difícil. No hubo el menor movimiento en la calle hasta las ocho de la mañana, cuando hicieron cambio de guardia. Fi lo apuntó: «8:00: centinelas».
—Mejor escribe 0800 —observé—. Así se hace en el Ejército.
La mitad de los centinelas se apostaron frente a las casas, mientras los demás desaparecían hacia las partes traseras. También empezamos a ver señales de actividad en el interior. En la planta superior de la casa vecina a la de Fi, un hombre se asomó a la ventana; iba en calzoncillos y se quedó ahí mirando durante un minuto. Fi no pudo contener la risa cuando el hombre levantó un brazo y luego el otro para ponerse desodorante en
spray
en las axilas. Una mujer vestida con un chándal verde y blanco salió de otra casa y bajó la calle corriendo.
Al parecer, los oficiales tenían horarios de oficina. Por eso se les llama «oficiales», supongo. De cualquier modo, a las nueve menos cinco empezó a salir gente de las casas. Algunos llevaban el mismo uniforme que los demás soldados. Pero otros seis parecían ser los mandamases. Uno de estos últimos era el mismo que Fi y yo habíamos visto salir del Jaguar. Todos convergieron en una enorme casa antigua, de ladrillo, situada hacia la mitad de Turner Street.
—La residencia del doctor Burgess —dijo Fi—. Bonita casa.
Conforme iba avanzando la mañana, nos costaba cada vez más acordarnos de que estábamos haciendo algo peligroso. Fue como estar frente a una oficina que funcionase a pleno rendimiento: un vaivén de coches, gente que entraba y salía con prisa de las casas y, a veces, cuando la calle estaba realmente tranquila, incluso oíamos sonar los teléfonos. La comida empezaba a las 12.30, hora a la que la gente regresaba a las distintas casas. Algunos se sentaban fuera, bajo los suaves rayos del sol, a comer de fiambreras de plástico. Deliciosos aromas nos llegaban de las cocinas. La boca se nos hacía agua y el estómago emitía pequeños gruñidos. Con tristeza, sacamos nuestro propio menú del día: galletas de cereales condimentadas con algo de mermelada, Vegemite o miel. No estaba mal, aunque echaba de menos pequeños lujos como la mantequilla o la margarina. Habría matado por una comida caliente, y por un plato que incluyera carne, como los que preparaban los soldados.