Mañana en tierra de tinieblas (29 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—Muy bien, ¿y qué estas dispuesta a hacer tú? —inquirió Homer.

—No te puedo contestar ahora. Pensemos un plan y haré todo lo que pueda para hacer que funcione. De momento tendrás que contentarte con eso.

—¿Y tú, Homer? ¿Qué dices tú? —pregunté.

Con la voz tan firme como la mirada, contestó:

—Lucharé. No me echaré atrás ante nada. Matar a sangre fría a mujeres soldado será lo más duro para mí. Sé que no es muy lógico, pero es así. De todas formas, si la situación lo requiere, creo que podría.

Todos habíamos dado nuestra opinión. Ahora sabíamos, más o menos, cuál era la posición de cada uno. La siguiente etapa consistía en planear alguna estrategia. Hablamos largo y tendido. Fi no había trazado los mapas, como le habíamos pedido; así que acabamos acribillándola a preguntas. ¿Dónde estaban situadas las puertas traseras de esas casas? ¿Dónde quedaban las escaleras? ¿Tenían porches traseros? ¿Cuántas habitaciones había? ¿Dónde estaban los cuadros de luces? ¿De qué sistema de calefacción estaban provistas? Fi contestó a todas las preguntas que pudo, pero al final se hizo un lío y ya no supo decir qué casa tenía una bodega y qué otra una cámara frigorífica.

Se acercaba la hora de que la siguiente pareja se apostara en el campanario de la iglesia para la jornada de vigilancia. Acordamos que debíamos mantener esos turnos, que necesitábamos recabar tanta información como nos fuera posible.

Seguimos con la misma rutina durante tres largos días. Y al final, en lugar de ir elaborando poco a poco y meticulosamente un plan magistral, fue el destino el que nos brindó la oportunidad que necesitábamos. Una mañana, Lee y yo, sentados en nuestro puesto, vimos aparecer un camión por Turner Street. Era un camión de Mudanzas Stratton. Wirrawee era un pueblo demasiado pequeño como para contar con su propia agencia de mudanzas. Subió la carretera de la colina y aparcó justo enfrente de la última casa de la calle. El soldado que conducía el camión lo dejó allí y se dirigió a otra casa. Durante unas cuantas horas, el vehículo permaneció allí aparcado. Pero a eso del mediodía, un oficial salió de la casa que utilizaban como cuartel general y llamó a unos centinelas. Estos acudieron, aunque sin mucho entusiasmo. Les dio una breve charla antes de mandarlos a hacer algo dentro de la casa del final de la calle. Al cabo de unos pocos minutos entendí que lo que estaba teniendo lugar era un saqueo en toda regla. Primero, se llevaron una hermosa y antigua mesa de comedor oscura que resplandecía bajo los rayos del tibio sol otoñal. Siguieron seis sillas de la misma madera oscura, con cojines de color borgoña. Después, sacaron toda una colección de cuadros de grandes dimensiones con marcos dorados, cada uno de los cuales requería dos soldados para su traslado. El oficial andaba de un lado para otro; supervisaba sin participar activamente en ningún momento. Las operaciones se alargaron bastante: el que las dirigía hacía mucho hincapié en que manipularan cada pieza con la mayor precaución. Cuando terminaron de cargar los cuadros, dejó que los soldados se fueran a comer. Nadie más se acercó al camión durante el resto del día.

Cuando Lee y yo terminamos nuestro turno de vigilancia, nos arrastramos, cansados, hasta la casa que habíamos ocupado. Y allí compartí con los otros cuatro el plan que había pensado a lo largo del día mientras observaba aquel camión aparcado en lo alto de la colina.

—Escuchad —empecé—. Imaginad que uno de nosotros consigue colarse en ese camión, soltar los frenos, poner el punto muerto y salir del vehículo… Al estar cuesta abajo, el camión debería descender por Turner Street todo recto y acabar su carrera empotrándose contra esa casa que hay a los pies de la colina. Y, en este punto, todos los soldados, hasta el último mono, saldrían corriendo. Aprovecharíamos el efecto de distracción para infiltrarnos dentro de las casas e iniciar los incendios. Podríamos encargarnos cada uno de una casa. Deberíamos poder causar bastantes destrozos. Y con los incendios que se declarasen, crearíamos otro efecto de distracción, y aprovecharíamos la confusión general para largarnos.

La jugada era de alto riesgo, pero habíamos alcanzado tal estado de aburrimiento y frustración que decidimos intentarlo. La mayor ventaja era que, si en la fase inicial del plan la cosa se volvía demasiado arriesgada, podríamos esfumarnos aprovechando la oscuridad y ahí quedaría la cosa. Una vez que las casas empezaran a arder, ya no sería tan sencillo.

Nos pusimos manos a la obra. Reunimos todos los productos inflamables que pudimos encontrar y que nos cupieran en los bolsillos: aguarrás, parafina, alcohol de quemar, mecheros y, cómo no, cerillas. Guardamos todos nuestros enseres en las mochilas y las escondimos en el jardín; de esa forma nos sería más fácil recogerlas luego. Nuestro plan de escape consistía en cruzar todo el pueblo para reunirnos en casa de la señora Alexander, cerca del recinto ferial. La última vez que habíamos estado allí, había visto dos coches aparcados en su garaje con las llaves de contacto puestas. Era de suponer que todavía estarían allí, cosa que nos sería de gran ayuda si decidíamos huir en coche.

Sincronizamos nuestros relojes. La terea de quitar los frenos del camión de mudanzas recayó sobre Fi. En cuanto a los demás, a cada uno nos había tocado una casa, y para ello estudiamos los distintos accesos a los jardines traseros. Yo me decanté por la de los vecinos de Fi, donde, al parecer, residía el comandante Harvey. La casa de Fi se salvaría, porque solo éramos cuatro para lanzar el ataque, y su casa no estaba entre viviendas donde más actividad había. Nos dimos un buen margen de tiempo para no trabajar bajo demasiada presión: casi hora y media. La operación estaba prevista para las tres de la madrugada. Y entonces, tras un rápido intercambio de abrazos, nos pusimos en marcha.

No me entró miedo de verdad hasta que llegué a la valla de la parte trasera de la propiedad de los vecinos de Fi. Antes de eso, todo había sido caótico y desorganizado. Pero, en ese punto, en la fría oscuridad, sabiendo que, en alguna parte entre el edificio y donde yo me encontraba aguardaba un soldado armado, el frío del suelo parecía ascenderme por las piernas y extenderse por mi cuerpo. Sentía temblores. ¿O acaso eran escalofríos? Fuese lo que fuese, dediqué unos minutos a expulsarlos de mi organismo. Al no dar resultado, supe que lo único que podía hacer era seguir adelante. Sorteé la valla sin demasiada dificultad (era un viejo muro de ladrillo de metro y medio de altura aproximadamente) y aterricé sobre un montón de abono acumulado en un hoyo, al fondo de la parcela. El propietario era un jardinero muy concienzudo: tenía dispuesta en línea una serie de hoyos, cada uno lleno de un tipo de abono o de tierra distintos. Me había hundido en el montículo hasta las rodillas, de modo que me desatasqué, me limpié la sociedad de los pantalones y, cautelosa, me encaminé hacia la casa. Una tenue luz brillaba en alguna parte del interior; alguna lamparilla, pensé. Disponía de casi una hora para hacer un recorrido de cuarenta metros, y me pareció más que suficiente. Me obligué a dar un paso cada pocos minutos y esperar. Fue muy difícil, incluso con el miedo de que una bala me alcanzara. Era tentador mandarlo todo a la porra y dar seis pasos del tirón. Pero mantuve un estricto control sobre mí misma y seguí avanzando metro a metro. Fue tan aterrador como aburrido.

La habitación frente a la que me encontraba debía de ser un lavadero. No sé por qué, pero los lavaderos se identifican a la primera. Quizá sea por un olor que se percibe inconscientemente. Me acurruqué allí. Intentando ver mi reloj en la oscuridad. Pasó una eternidad antes de que lograra leer la hora, y cuando lo hice me alegré de que marcara las 2.45. Tras asegurarme de que era la hora verdadera, dediqué cinco minutos más a examinar el objeto que se encontraba a la altura de mi espinilla izquierda. Decidí que se trataba de un contador y de la llave del gas. Diez minutos más todavía. Eché un vistazo a la vegetación que crecía cerca de mi pie derecho. Nomeolvides. Poco interesante.

A eso de las tres de la madrugada, empecé a tiritar convulsivamente. Para entonces, podía estar segura de que era de frío, y no de otra cosa. Deseaba con todas mis fuerzas que Fi soltara los frenos del camión cuanto antes. Trataba de jugarme la vida.

El minutero rebasó las tres a paso de tortuga.

—Date prisa, Fi —protesté.

Temía que empezara a sentir calambres. Las 3.05, y la carretera seguía tan tranquila como un pajar. Cinco minutos más; nada. No podía creerlo. Me preguntaba cuánto tiempo tenía que esperar antes de darme por vencida. No habíamos aclarado ese punto. Nuevos centinelas, descansados y bien alertas, tomarían el relevo a las cuatro, y para cuando aparecieran, quería estar bien lejos de allí. A las 3.15, me levanté despacio; oí el crujido de mis rodillas, sentí la tensión en mis piernas. Había decidido que a las 3.20 sería mi hora tope. A las 3.24 actué en consecuencia, iniciando una retirada que fue casi tan lenta como la llegada. Para cuando alcancé el muro del fondo, eran las 3.40. Me detuve durante unos segundos en el hoyo para el abono, preguntándome si había decidido bien, antes de trepar por encima del muro y empezar una carrera en dirección a la casa de la profesora de música.

Homer ya estaba allí, corroído por la inquietud.

—¿Qué coño ha podido pasar? —Preguntaba una y otra vez—. ¿Qué crees que habrá pasado?

—No lo sé —contestaba yo una y otra vez, lo cual no sé si servía de mucho.

—¿Crees que han ido directamente a la casa de la señora Alexander?

—No sin sus petates.

Justo pasadas las cuatro. Robyn apareció.

—Nada, no hay rastro de nadie —informó.

A las 4.30 llegó Lee y, por fin, a las 4.45, apareció Fi. Estaba alterada.

—¡El camión estaba cerrado! —espetó nada más vernos—. ¡Con llave!

Me eche a reír. ¿Qué íbamos a hacerle? Un detalle tan elemental, y se nos había pasado por alto. Yo no había visto a nadie cerrarlo con llave durante el día, aunque tampoco había estado tan pendiente de eso en particular.

—¡No podía pensar! —sollozó—. Tampoco podía romper el cristal, por el ruido. Esperé a que uno de vosotros apareciera, pero no acudió nadie.

Estábamos exhaustos, quizá tanto emocional como físicamente. Y cuando dije que debíamos seguir observando desde el campanario, no hubo quien apoyara la propuesta.

—¡Ay, no! —gruñó Fi—. Es demasiado.

—Ya hemos hecho suficiente por esta noche —coincidió Robyn.

—Hazlo tú —espetó Lee—. Yo me voy a la cama.

—Vale, pues eso haré. Estaba convencida de que era imposible hacerlo. Ellos me lanzaron miradas irascibles cuando me puse en marcha. Nadie dijo una palabra hasta que salí de la casa. Pero desde el otro lado de la ventana, pude oírlos discutir para decidir quién haría el primer turno de vigilancia en la casa. Levanté la ventana y asomé la cabeza adentro con la intención de tener la última palabra.

—Bajad la voz, chicos. De noche, las voces pueden recorrer grandes distancias.

Ya sabía que lo que me esperaba en el campanario de St. John era un día de soledad. Pero no me importaba. Nada más llegar allí, me permití una cabezadita de una hora aproximadamente. Me desperté con el cuerpo entumecido y dolorido pero, una vez despejada, me pasé el día entero observando y pensando. No hubo gran actividad en la calle. Cambiaron el camión de sitio para aparcarlo frente a la casa contigua; allí cargaron un piano de media cola. Luego lo aparcaron frente a la casa siguiente, de la que sacaron un par de alfombras y un tocador. El vehículo ya no estaba lo suficientemente alto en la colina para que el plan de hacerlo caer funcionase. Debíamos buscar una idea mejor.

Vi al comandante Harvey salir de su casa a las 9.30. El Range Rover ya estaba allí, esperándolo. Se montó en la parte trasera del coche. Era el único ocupante, además del chófer. El coche hizo un cambio de sentido y se alejó. Me pregunté si se dirigiría hacia el recinto ferial. Quizás hoy le tocara interrogar a mis padres.

Cuando regresó, poco después de las cuatro, Harvey salió del coche y entró en la casa. Esta vez, el chófer también se bajó antes de desaparecer dentro de otra casa, dejando el Range Rover aparcado en la calle. Todavía estaba allí sobre las diez, cuando me di por vencida y me deslicé por el camino de vuelta, sola, en la oscuridad. Para entonces, gracias a lo que ya conocía de los hábitos de los centinelas y también al olor a comida, que había hecho salivar durante las últimas horas de la tarde, ya tenía una idea en mente. Ese rato que había pasado agazapada detrás de la casa en la fría madrugada iba a serme útil.

Cuando llegué, los demás se agolparon a mí alrededor. Creo que se sentían culpables. Yo estaba tan cansada que no protesté. Y cuando les conté mi idea, la aceptaron casi de inmediato. Pasó lo mismo que la noche anterior: teníamos tantas ganas de llevar a cabo un plan viable que estábamos dispuestos a agarrarnos a un clavo ardiendo.

Lo que pretendía hacer era provocar tal explosión que rompiera los cristales en las casas en Los Ángeles; una explosión que dejara corta la falla de San Andrés. La idea surgió a partir del recuerdo del calentador de gas que, en mi casa, se encontraba en la sala de estar. En mi infancia, aprendí algo sobre el calentador: si abrías el gas pero no lo encendías en el acto, debías volver a cerrarlo muy deprisa. Si, en cambio, esperabas unos segundos antes de encender una cerilla, te arriesgabas a chamuscarte la cara. Era impresionante lo rápido que salía el gas.

Y si tan rápido se propagaba, ¿qué pasaría si se dejaban abiertos tres o cuatro calentadores, a tope, durante media hora? ¿Y si después de eso alguien rascaba una cerilla? Una explosión descomunal, eso pasaría.

Esa era la parte principal del plan. Pero Homer y yo hicimos que los demás pensaran con mucha atención hasta el último detalle. Si algo me había puesto muy nerviosa después de nuestra fallida incursión, era la sensación de no haber destinado el tiempo que solíamos dedicar a la planificación del ataque. Lo habíamos dejado demasiado en manos del azar.

De modo que, esta vez, ideamos con meticulosidad varios planes de acción para estar preparados tanto si teníamos éxito como si fracasábamos. También decidimos buscar cinco bicis y llevárnoslas, para poder llegar así más rápido al garaje de la señora Alexander, en el caso de que fuera necesario. Aquello nos dejaba con un último problema que solucionar. Supe desde el principio que sería el más difícil. Se trataba de la mecha. Sugerí dejar un rastro de líquido inflamable, igual que hicimos cuando volamos el puente con el camión cisterna. Sabía que se trataba del punto más débil del plan y, efectivamente, los demás descartaron la propuesta en el acto.

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