Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Me acordé de una fantasía que me rondaba a menudo cuando era una cría. Era la fantasía de un mundo sin adultos. En ese mundo, y sin que supiera muy bien dónde se habían metido, no había adultos. Un mundo en el que nosotros, los niños, tendríamos libertad para ir y venir, para coger cuanto quisiéramos. Un Mercedes de un concesionario cuando necesitáramos transporte, y luego otro coche cuando al primero se le acabara la gasolina. Cambiaríamos de coche como de calcetines. Dormiríamos en mansiones distintas cada noche, nos mudaríamos a otra casa en lugar de cambiar las sábanas de la cama. Sería como la fiesta del Sombrerero Loco, en la que los comensales cambiaban de sitio en la mesa para no tener que fregar los platos. La vida sería una larga fiesta.
Sí, eso soñaba entonces.
Ahora, me volvería loca de alegría si pudiera devolver las riendas del mundo a los adultos. Solo quería regresar al instituto, estudiar para acceder a la universidad, hacer travesuras, ver la tele o preparar los biberones para los lechales (una tarea de la que siempre me quejaba, porque en ese momento no me apetecía hacerla o porque estaba hablando con Corrie por teléfono). No quería todas aquellas preocupaciones, toda aquella responsabilidad. Y sobre todo, no quería todo aquel miedo.
En mi fantasía, no nos perseguían por el campo, no pasábamos el tiempo cubriéndonos las espaldas, no teníamos que matar ni destruir.
Los soldados terminaron de inspeccionar las dependencias de los esquiladores y se dirigieron tranquilamente hacia sus vehículos, con aire más relajado. Supuse que no habían encontrado pistas comprometedoras. A no ser que fuera una trampa. Quizás ahora sabían que estábamos cerca y solo fingían normalidad para que bajásemos la guardia. No sé si a los demás se les pasó lo mismo por la cabeza. No lo hablamos. Nos limitamos a quedarnos allí sentados, toda la tarde, con la mirada fija en los árboles y los campos. Nadie habló. Nadie durmió tampoco. Todos estábamos cansados, y nos dolían tanto los huesos y nos escocían tanto los ojos que tuve la sensación de tener cien años.
Por fin la luz empezó a atenuarse. Ya asomaban conejos fuera de las madrigueras, lanzando miradas nerviosas a su alrededor, dando algunos brincos, llevándose sus primeros bocados de la noche. De nuevo me asombró que fueran tan numerosos. Aquello hizo que me preocupara por la tierra: nadie la estaba cuidando como debía. Esperaba que los colonos tuvieran alguna idea de cómo hacerlo. Mejor tenerlos a ellos cuidando el país que a nadie.
Nos pusimos a charlar mientras los conejos se dispersaban. Un cierto alivio empezaba a hacer acto de presencia, ya que por lo visto íbamos a sobrevivir a ese día, y seguramente aguantaríamos una noche más. Hablamos bajito, sin emoción. Creo que a esas alturas, ya se nos habían agotado las sensaciones. Hablamos de lo que debíamos hacer a continuación, de cómo mantenernos a salvo, de la mejor forma de actuar. Todos estábamos muy tranquilos. Acordamos que, antes de volver al Infierno, debíamos hacer acopio de más víveres. Y ya que podía tratarse de nuestra última oportunidad de hacerlo en una buena temporada, cuantos más, mejor. Podíamos intentar conseguir más de algunas de las cosas que habíamos perdido cuando los Héroes de Harvey fueron aniquilados, y también buscar más comida y más ropa. Mientras Tumer Street siguiera humeando, no podríamos salir del Infierno.
A unos cinco kilómetros de la casa de Homer había una propiedad que todavía no habíamos visitado. Se llamaba Tara y pertenecía a los Rowntree. A mis padres les caían regular. Según ellos, los Rowntree tenían más interés por las fiestas que por la agricultura. Hacía un año que se habían separado y estaban en mitad del divorcio. Era una propiedad enorme, tres veces más grande que la nuestra, pero dudaba que los colonos ya hubieran llegado hasta allí. Estaba demasiado lejos de la ciudad, perdida en medio de una zona accidentada que sería difícil defender.
Así pues, a las diez nos subimos a las bicicletas y pedaleamos con fuerza hasta mi casa. Allí cogimos el Land Rover. Todavía teníamos un Ford cuidadosamente camuflado esperándonos en la Costura del Sastre, que utilizábamos de cuando en cuando para que siguiera tirando. Pero yo prefería el Land Rover, porque ya llevaba unos años conduciéndolo. Era como un viejo amigo, para no perder la costumbre, volvió a la vida tosiendo. Siempre le costaba arrancar, pero nunca fallaba. Avanzamos despacio hasta Tara, ya que no conocía bien el camino. Primero llegamos a la casa del guardés, pero decidimos echarle un vistazo después si teníamos tiempo. La casa principal se situaba a un kilómetro de distancia, al final del camino. Se podía llegar antes si tomábamos un atajo por el prado, pero, al ser más oscuro y húmedo, preferí no pasar por allí. Subimos sigilosamente por la pendiente flanqueada por dos hileras de pinos viejos y enormes hasta llegar a la mitad del camino. Entonces, Lee y Robyn subieron andando hasta la casa para asegurarse de que no hubiera intrusos.
Cuando, ondeando las linternas, nos indicaron que podíamos seguir, recorrimos en coche el resto del camino y aparcamos frente a la entrada principal. Era una sensación divertida y a la vez extraña merodear por las casas ajenas. Me gustaba ver cómo vivían los demás, qué poseían, cómo habían acondicionado cada habitación. Por eso Fi y yo echamos un buen vistazo dentro. Era un sitio muy bonito. Había unos muebles preciosos, enormes y oscuras antigüedades que debían de valer una fortuna. Los soldados vendrían aquí tarde o temprano con su camión de mudanza, de eso no cabía ninguna duda.
Pero ya habían estado ahí, cómo no. Habían estado por todas partes, excepto en el Infierno. En las habitaciones, los cajones estaban abiertos y su contenido desparramado. En la sala de estar, las vitrinas habían sido vaciadas, y una de ellas estaba rota. Había cristales por todo el suelo. Alguien se había interesado por el mueble bar y lo había saqueado. Tampoco se había salvado el equipo de música: aunque los altavoces estaban en su sitio, el reproductor ausente había dejado un espacio vacío. En cambio, no se habían molestado en llevarse el viejo tocadiscos de mi casa, que no valdría más de veinte pavos. El equipo de los Rowntree debía de ser bastante especial.
La comida era nuestra prioridad, y nos entusiasmó encontrar media docena de grandes salamis en la despensa. Estábamos deseando tener la oportunidad de cambiar de dieta. Había dos cajas de Pepsi, montones de chocolate y bolsas de patatas fritas que ya empezaban a ponerse rancias. Los Rowntree parecían vivir muy bien. No había muchas latas, excepto algunas de sopa, más tres de salmón, que yo no como. Eso sí, había un montón de productos diversos, como fideos instantáneos y paquetes de ostras ahumadas, lo que en conjunto bastaba para llenar un par de bolsas de viaje.
Echarnos un rápido vistazo por las demás habitaciones; cogimos alguna que otra prenda y sacos de dormir, y Fi y yo nos llenamos los bolsillos de artículos de aseo muy caros. Mi vieja fantasía casi se había vuelto realidad durante un momento. Lee volvió del estudio con una pila de voluminosas novelas de fantasía. Había llegado el momento de marcharnos. Me metí de un salto en el asiento del conductor. Fi se sentó delante, a mi lado; Homer y Lee, detrás de nosotras; Robyn se había tendido al fondo, después de haber improvisado una cama con las mantas y la ropa que habíamos cogido en Tara. Tal como los veía, se quedarían todos dormidos antes de incorporamos a la carretera.
—Bienvenidos a bordo de este vuelo con destino al Infierno —dije—. Por favor, abróchense los cinturones. Volaremos a una altitud de un metro sobre la carretera, a una velocidad de cuarenta kilómetros por hora. Según las previsiones meteorológicas, hará un tiempo frío y lluvioso en el Infierno.
—Excepto en la tienda de Lee, donde hará un calor húmedo —exclamó Homer.
—Eso quisiera Lee —replicó Fi.
Haciendo caso omiso de aquellos comentarios infantiles, metí la primera y nos pusimos en marcha.
Ya estábamos a punto de entrar en la carretera cuando Homer observó:
—Hay algo interesante ahí.
—¿Interesante en plan guay o interesante en plan chungo?
—Interesante en plan chungo.
Aminoré la marcha e intenté mirar en la dirección que señalaba a través del prado. Era demasiado difícil hacerlo y conducir al mismo tiempo, de modo que le pregunté:
—¿Quieres que paremos?
—No, no importa.
—Sí, para —dijo Robyn de repente, con un extraño tono de como si alguien le estuviera retorciendo la garganta.
Pisé el embrague y el freno, y el Land Rover se bamboleó hasta detenerse. Robyn había salido por la puerta de atrás y ya estaba corriendo.
—¿Dónde?
—Ahí —dijo Homer—. Cerca de la presa.
Yo veía el reflejo en el agua de la pequeña presa de tierra y su muro de contención, pero nada más. Aunque… quizá me pareció entrever una extraña forma oscura a la izquierda de la presa, un poco más abajo. Entonces oí un sonido extraño, inhumano, que me puso la piel de gallina en una instantánea oleada de miedo. El cuero cabelludo me ardía, como si unos diminutos insectos se me arrastraran entre el pelo.
—Madre mía —dijo Fi—. ¿Qué ha sido eso?
—Es Robyn —dijo Lee.
El sonido no era un grito ni un llanto, sino más bien un gemido. El tipo de lamento fúnebre que uno puede oír en documentales sobre otros países. Me bajé de un salto del Land Rover y rodeé corriendo el coche, hacia la presa. Cincuenta metros más allá, empecé a darme cuenta de que el ruido emitido por ella incluía palabras. «Demasiado», decía una y otra vez. «Esto es demasiado». Era casi como si lo estuviera cantando. Fue el sonido más aterrador que he oído jamás, creo.
Cuando llegué a donde estaba, quise agarrarla, abrazarla, tranquilizarla, consolarla. Oía a los demás acercarse a poca distancia, aunque yo fui la primera en llegar. Pero cuando la alcancé, cuando mis ojos vieron lo que los suyos habían visto, me olvidé de abrazarla y me quedé inmóvil, preguntándome si alguien me abrazaría a mí o si debería consolarme sola.
Antes de que la guerra empezara, había visto muchas veces la muerte. Cuando trabajas en una granja te acostumbras a ver carroña, pero nunca llega a resultar agradable. A veces sientes náuseas, a veces reaccionas con rabia, otras sientes un dolor que te dura días. Pero acabas acostumbrándote a ver ovejas asesinadas por zorros en pleno parto, a corderos con los ojos arrancados por los cuervos, a vacas muertas que se hinchan de gas hasta que parece que podrían flotar corno un globo. Ves conejos muertos de mixomatosis, canguros atrapados en los alambres de las vallas, tortugas a las que atropellas con el tractor cuando bajas al río a rellenar una cisterna. Ves muertes espantosas, muertes bruscas, muertes silenciosas, muertes llenas de dolor, de babas, de sangre, de intestinos descubiertos a los que las moscas van a poner sus huevos. Me acuerdo de uno de nuestros perros, que había comido un cebo envenenado. Su dolor lo llenó de tal frenesí que corrió a toda velocidad a estamparse de cabeza contra un camión aparcado y se partió el cuello. También me acuerdo de otro perro nuestro, ciego y sordo. Encontramos su cuerpo en la presa, en un día caluroso. Supusimos que se metió allí para refrescarse y que, después del chapuzón, ya no pudo salir.
Pero con el cadáver de Chris fue distinto. Debería haber sido igual que los demás, igual que con aquellos animales. Como suele ocurrir con ellos, llevaba allí semanas antes de que lo encontrásemos. Como suele ocurrir, su cadáver había sido roído por depredadores: zorros, gatos monteses, cuervos, ¿quién sabía? Y, como suele ocurrir, el escenario de alrededor contaba la historia de la muerte: yacía a unos diez metros del coche volcado, y la lluvia no había conseguido borrar las huellas de sus manos al arañar el suelo. Podías ver dónde había caído y a qué distancia se había arrastrado después, y también que se había quedado allí tendido durante un día o más, esperando la muerte. Su cara todavía miraba al cielo; las cuencas vacías de sus ojos apuntaban hacia lo alto, como si buscara estrellas que ya no podía ver. Tenía la boca abierta, petrificada en un gruñido animal. El dolor lacerante le había encorvado la espalda. Me pregunté si intentó escribir algo en el suelo a su lado. Si era así, ya no era legible. Aquello habría sido algo muy propio de Chris: dejar mensajes que nadie entendía.
Resultaba difícil, sin embargo, pensar que de ese cuerpo, de esa cabeza habían nacido maravillosos mensajes. Aquel desagradable y apestoso cadáver había escrito alguna vez: «Las estrellas aman al cielo despejado. Brillan».
A mi lado, Robyn ya había dejado de gemir y ahora estaba de rodillas, sollozando silenciosamente. Los demás todavía estaban detrás de mí. No sé lo que estaban haciendo; supongo que estaban mirando en silencio, demasiado conmocionados como para moverse. Eché un vistazo al coche destrozado. Era fácil entender lo que había pasado. Era el Ford todoterreno que yo creía cuidadosamente escondido en la Costura del Sastre. Había volcado desde lo alto de la pendiente que bordeaba la presa y bajado la colina dando vueltas de campana. Media docena de cartones de botellas de cerveza se desparramaban por el suelo. Botellas rotas y cajas vacías esparcidas por todas partes. Algunas de las botellas todavía estaban intactas. No pude evitar pensar lo estúpido que era morir por algo así. Tampoco pude evitar pensar en lo que habría marcado el alcoholímetro si Chris hubiera soplado en el momento de tomar aquel atajo a través del prado.
Parecía que cada vez que regresábamos tras asestar un gran golpe al enemigo, perdíamos a uno de los nuestros. Pero esta vez el enemigo no había tenido nada que ver. Al menos, no directamente. Y Chris ya llevaría un tiempo muerto cuando decidimos atacar Turner Street. Muchas cosas habían matado a Chris. Dejarlo solo en el Infierno era una de ellas.
Nos quedamos un rato allí parados, sin decir nada. Sorprendentemente, aunque en realidad no nos sorprendió, fue Robyn quien acabó haciéndose cargo. Regresó al Land Rover y volvió con una manta. Todavía no había pronunciado una palabra. Extendió la manta al lado de Chris y empezó a envolverlo con ella. Entretanto, no dejó de hipar y sollozar. Un constante temblor, como provocado por el viento agitaba todo su cuerpo, haciéndole más difícil la tarea. Aun así, lo enrolló con bastante firmeza; ni suavemente ni nerviosamente como lo habría hecho yo. Pero aquel acto, tan decidido, hizo que empezáramos a movernos. Nos reunimos alrededor del cadáver y ayudamos a Robyn a acabar, envolviendo bien a Chris, metiendo la manta por debajo de la cabeza y de los pies. Después, mientras Fi sujetaba la linterna para guiar nuestros pasos, Robyn, Homer, Lee y yo cogimos un extremo cada uno y llevamos a Chris hasta el Land Rover. Hicimos sitio en la parte trasera y lo arrastramos dentro con torpeza, sin poder evitar darle golpes a pesar de poner el máximo cuidado. Estábamos demasiado cansados. Hecho esto, nos metimos dentro del coche, bajamos el cristal por el hedor y arrancamos. Nadie había dicho una palabra. Ni siquiera hablamos de lo que haríamos con el cuerpo de nuestro amigo.