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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (8 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—No, no —dijo, apartándome de un empujón—. La sangre no es mía.

—¿Qué ha pasado? —le grité. Estaba totalmente confusa—. ¿Le has quitado las armas?

Él negó con la cabeza, y agitó los brazos ante sí. Parecía incapaz de contestar. Para mi sorpresa, Chris, que no había dejado de temblar, recobró la calma de repente y respondió en su lugar.

—Homer llevaba una escopeta en su mochila —explicó—. Una recortada.

Fi se quedó boquiabierta. Todos miramos a Homer, sin dar crédito. Ya habíamos hablado varias veces sobre nuestro exiguo arsenal y habíamos acordado que, con una capacidad de fuego tan limitada, era mejor ir desarmados. Sabíamos que si nos atrapaban en posesión de armas, estaríamos acabados, sin esperanza alguna.

Un maremoto de sensaciones se desató en nuestro interior: rabia, confusión, asombro. Pero, por el momento, tenía que contenerlas, y así lo hice. Aún seguía sujetando a Homer por el faldón de la camisa. Al fin lo solté y grité a Chris:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?

—El colmo de la mala suerte, simple y llanamente. Había tres soldados, dos hombres y una mujer. Los hombres decidieron echar una meada justo donde nos encontrábamos nosotros. Dejaron sus fusiles en el suelo y bajaron hasta los matorrales. Estaban a tres pasos de nosotros y seguían acercándose, mientras se desabrochaban los pantalones. ¡Habrían pasado justo por encima de nosotros! Homer tenía la mochila a su lado, con la mano metida dentro, sujetando la escopeta, supongo. Y sin más, la sacó, apuntó y disparó.

Chris hablaba muy deprisa, conforme iba reconstruyendo la escena en su mente. Intentaba acordarse de cada detalle y describirnos simultáneamente la película que se proyectaba en su cabeza.

—Uno de ellos cayó hacia atrás. El otro soltó un grito y después se abalanzó sobre Homer, que zarandeaba la escopeta de un lado a otro. Estaba tendido en el suelo cuando el tío aterrizó prácticamente encima de él y, de repente, oí otro disparo y vi manar toda esa sangre. Homer se quitó al tío de encina y subió hasta aquí. La mujer bajó corriendo la carretera. No podíamos hacer nada para detenerla: la escopeta es de doble cañón, y yo no sabía si teníamos más cartuchos. De todos modos, no le habría dado tiempo a cargarla. La tía corría a toda pastilla.

—Salgamos de la carretera —sugirió Robyn—. De hecho, deberíamos largarnos de aquí.

Mientras ella hablaba, advertí luces a lo lejos: los tenues focos de un convoy que iniciaba el largo ascenso hacia el puerto.

Los pensamientos desfilaban en mi mente a tal velocidad que empezó a producirse un choque en cadena. El convoy se aproximaba desde la dirección opuesta hacía la que había huido la soldado. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar ayuda? ¿Llegaría a comunicare con el convoy? Agarré a Chris.

—Tú mira en la carretera. ¿Dónde dejaron sus armas?

—Algo más abajo.

—Cógelas. Coge todo lo que encuentres. Los demás subid al puerto. Fi, ve con Homer. Colocad los clavos y estad preparados.

Yo me alejé corriendo con Chris. Recogimos dos armas, un viejo fusil del calibre y una más moderna, automática, que no supe identificar. Junto a ellas yacía una mochila pequeña. La abrí de un tirón y extraje de ella lo que esperaba: un diminuto transceptor. Lo más probable era que hubiera una sola radio por patrulla.

—¿Dónde están tus cosas? ¿Y las de Homer?

—Todavía están ahí. —Chris señaló la maleza que quedaba atrás. Cogí mi linterna y lo miré. Entonces, preguntó—: ¿Y si todavía están vivos?

Yo guardé silencio, me encogí de hombros y lideré el descenso por los matorrales. No tuvimos que ir muy lejos. A unos pocos metros, el foco de la linterna me permitió descubrir sangre en la hierba y la tierra removida. Aquellas pistas me condujeron hasta un cadáver. El soldado yacía boca arriba, con los ojos abiertos. Muerto. Parecía que dos gigantescas manos le hubieran desgarrado el tórax. Barrí el espacio con la linterna y localicé las dos mochilas y, junto a ellas, la ensangrentada escopeta de doble cañón. Chris recogió las mochilas mientras yo me encargaba del arma y reprimía los temblores que me entraron al empuñar la pegajosa culata. Me enderecé y, en ese preciso instante, oí el peor sonido del mundo: un sollozo seguido de un chillido. Busqué frenéticamente con la linterna. Avisté sus botas a unos diez metros de distancia, sobresaliendo de debajo de una pequeña acacia. Me encaminé hacía allí; Chris, en cambio, retrocedió. En aquel momento sentí desprecio por él, aunque hubiera deseado poder hacer lo mismo. Aparté las ramas de los arbustos y alumbré al hombre con el foco. Me pareció increíble que hubiese podido arrastrarse hasta allí, aunque no eran más que unos pocos metros. Yacía retorcido hacia un lado, con la mano derecha apoyada en el tronco de una nueva zarza, a la que se agarraba con pocas fuerzas. Tenía la otra mano aferrada al vientre. Gimoteaba de vez en cuando, pero dudo que estuviese consciente. Había sangre por todas partes a su alrededor. A la que había desparramada por el suelo se unía la sangre roja y fresca que manaba de debajo de su vientre. Se veía densa como la melaza. Por mucho que intentara retenerse las tripas con la mano, distinguí todo tipo de partes asquerosas, entrañas y cosas así. Fui hacia donde se encontraba Chris. Imaginaba el tipo de expresión que debió de ver en mi rostro: fría, adusta, de piedra.

—¿Cuál es la mochila de Homer? —le pregunté.

Él me la dio y yo busqué en su interior. Había al menos una decena de cartuchos sueltos en el fondo. Solo cogí uno, cargué la escopeta y regresé junto al soldado. Apunté a su sien y, acto seguido, que Dios me perdone, sin pensarlo dos veces y esforzándome por mantener la mente en blanco, apreté el gatillo.

Después de aquello, todo sucedió muy rápido. Calculé que disponíamos de unos dos minutos. Los oídos aún me pitaban por el disparo. Me olvidé de la sensación, y también de lo que acababa de hacer. Corrimos como alma que lleva al diablo hacia la carretera y el puerto. Los otros ya habían colocado los clavos. A punto estuve de pisar uno. Medían quince centímetros de largo y estaban clavados a unos trozos de madera que servían de base y los mantenían derechos. Fi nos estaba esperando. Estaba tan pálida que por un momento pensé que se había vuelto albana.

—¿Qué ha sido ese disparo? —preguntó, sin poder dejar de temblar.

—Nada, Fi. Sé valiente. —Le di una palmadita en el brazo y corrí hacia donde estaban los otros tres—. ¿Estamos listos?

—Sí, pero… ¿y la que ha escapado? ¿No habrá…?

—Lo dudo. He encontrado un transceptor. No creo que llevaran más de uno.

—Espero que estés en lo cierto —dijo Robyn.

—Lo está —afirmó Lee en tono sombrío.

En uno de esos extraños e inexplicables momentos de clarividencia, me di cuente de lo mucho que Lee deseaba llevar a cabo esa ofensiva; no creo que se hubiese achantado ni con una división de tanques dirigiéndose derecha hacia nosotros. Le movían el honor y la sed de venganza.

A Homer se lo veía más calmado, pero todavía no había articulado palabra. Tenía una botella en cada mano.

Ya podía oír los camiones; los que iban a la cabeza estaban reduciendo la marcha, así que debían de estar aproximándose al puerto. Cogí mis botellas y un mechero. Los tenues faros del primer camión empezaban a vislumbrarse a través de los árboles. Los convoyes siempre llevaban los faros cubiertos por algún tipo de material para atenuar la luz. Supuse que era por temor a un ataque aéreo. Pero dado que no habíamos visto muchos aviones de los nuestros durante los últimos días, imaginé que aquellos conductores se sentían a salvo.

Nuestro objetivo era darles motivos para sentir lo contrario.

Los motores, ahogados, se daban un respiro; hubo unos cuantos cambios de marcha algo apresurados y los camiones empezaron a ir más sueltos, ganando velocidad a lo largo del puerto. Habíamos tomado posición encima de un terraplén, de tal manera que, cuando salieran del puerto, quedásemos encima de la curva que había a continuación. Supusimos que irían a toda velocidad al llegar a la curva. Efectivamente, iban rápido. Parecían haber salido de la nada. De repente, teníamos encima el rugido de los motores, sin ningún árbol ni loma que lo amortiguara. Yo tenía una buena perspectiva de los tres primeros vehículos, todos ellos camiones de color verde oscuro, con caja de carga y lonas sostenidas por un armazón. Entonces, empezó la acción. Las ruedas delanteras del primer camión reventaron prácticamente al mismo tiempo. Pareció que estallaba una bomba, tan fuerte fue la explosión que se oyó. No había esperado tanto ruido y tanto humo. Trozos y tiras de goma se esparcieron por la carretera. El camión derrapó a toda velocidad hacia el borde, chirriando sobre las ruedas traseras, hasta estamparse contra un árbol. El segundo camión debió de evitar todos los clavos, porque mantuvo las ruedas intactas. Pero al intentar esquivar al otro vehículo, se bamboleó con violencia de un lado a otro de la calzada mientras el conductor luchaba por retomar el control del camión. Consiguió enderezarlo cincuenta metros más allá de donde nos encontrábamos y se alejó acelerando. Me pareció vergonzoso. No podía creer que el conductor abandonara de ese modo a sus compañeros. Pero me interesaba más lo que pasaría con el resto del convoy. En una fuerte explosión, estalló una rueda delantera del tercer vehículo, que desprendió una nueva humareda blanca. Ya no podía ver gran cosa, pero sí lo suficiente como para quedar satisfecha. El camión recorrió el mismo camino que el primero: patinó descontroladamente hacia el borde de la carretera y acabó estrellándose con fuerza contra la puerta trasera de su predecesor. Después estalló una de las ruedas traseras del cuarto camión, que dio un giro de 360 grados. Acabó en medio de la carretera, cincuenta metros más allá. El quinto dio un frenazo tan brusco que al detenerse se quedó vibrando durante un segundo, justo antes de que el siguiente vehículo lo embistiese por detrás. Oí otro par de colisiones más atrás, en el puerto, pero era imposible saber lo que estaba sucediendo. Había demasiado humo, y el ruido parecía anunciar el fin del mundo.

Vi volar por los aires una antorcha en llamas en dirección al quinto camión, y entendí que Lee había entrado en escena. Fue el detonante que me hizo volver a la realidad. Encendí mi primer cóctel molotov, esperé un instante y lo lancé en la misma dirección; en seguida preparé un segundo. Los demás se unieron al ataque. Durante un minuto, la noche se llenó de estrellas fugaces. A través del humo, distinguí muchas llamas: algo estaba ardiendo. No hubo ninguna explosión, pero sí disparos. Algún arma automática había empezado a acribillar los árboles que quedaban encima de nosotros y fue apuntando cada vez más bajo, hasta que las balas acabaron pasando justo encima de nuestras cabezas.

Nos dispersamos deprisa. Avanzábamos agachados, serpenteando entre la espinosa, salvaje y afilada maleza. Homer iba justo delante de mí; me percaté de que aún llevaba sus cócteles molotov. No los había lanzado todavía.

—Suelta las botellas, Homer —grité.

Él obedeció y, por un instante, creí haber precipitado una catástrofe: en el preciso momento en que las botellas tocaron el suelo, hubo una explosión tan inmensa que la tierra tembló bajo mis pies. Tardé un segundo en darme cuenta de que la explosión se había producido detrás de nosotros, y que nada tenía que ver con las botellas de Homer. Acto seguido, me alcanzó una onda expansiva que casi me derrumbó, acompañada por una oleada abrasiva, de un calor seco y sofocante. Tuve la sensación de que alguien acababa de abrir la puerta de un alto horno. Me tranquilicé, recuperé el equilibrio y eché a correr. Los demás —al menos aquellos a los que pude ver— hicieron lo propio. Oí cómo los árboles crujían, se rompían y caían detrás de mí. Estaba clarísimo que no íbamos a ganar ningún premio de conservación forestal. Seguí corriendo, aunque ya estaba menos asustada. Sabía que no podrían ni querrían seguirnos a través de la maleza. Aquel era nuestro entorno natural. Me sentía tan en casa allí como las zarigüeyas, los wombats o las cacatúas. Que ningún intruso, ningún invasor se atreviera a adentrarse allí. Aquel era nuestro territorio, y como tal lo defenderíamos.

Capítulo 5

Una sensación muy extraña me invadió en el camino de regresó a través de los prados. Imaginé que estaba encadenada a una gigantesca sombre de mí misma que planeaba en el cielo, siguiendo el paso de mi pequeño cuerpo en tierra firme. Me asustaba, me asustaba mucho, y no había manera de escarpar de ella. Sobre mi asomaba amenazante esa silenciosa criatura de las tinieblas que emergía de mis propios pies. Sabía que si tendía la mano para tocarla, no sentiría nada. Así son las sombras. Y, sin embargo, mientras se cernía sombre mí, el aire que me rodeaba se me antojaba más frío, más oscuro. Me pregunté si mi vida sería así en adelante, si cada vez que matará a alguien, aquella sombra se haría más grande, más negra, más monstruosa.

Miré a los demás. Intenté concentrarme en ellos y, al hacerlo, la sombra fue desvaneciéndose poco a poco. De pronto, como si la sangre me hubiera acudido de repente a los ojos, los vi con suma intensidad. Empecé a ser muy consciente de cada uno de ellos, de su aspecto. Tal vez se debiese a la luz o algo por el estilo. De repente, aparecían proyectados en una gran pantalla de cine, con un cielo nublado y crepuscular de fondo. No era como si los viera por primera vez en mi vida, sino como si los estuviese viendo con los ojos de otra persona. Los veía como lo haría gente que no los conociera, ajena a ellos.

Todos llevábamos ropa que nos proporcionaba un buen camuflaje. Una necesidad que durante los últimos días se había impuesto de forma natural. En ciertas ocasiones, me entraban unas ganas irreprimibles de vestir prendas brillantes y chillonas, algo impensable todavía. Aquel día, sin embargo, no me apetecía nada más que esos colores gris y caqui; deseaba que se convirtieran en mi segunda piel. Era mi traje de luto.

Estábamos dispersos entre dos parcelas, avanzando a campo abierto. Resultaba peligroso, aunque probablemente no demasiado. El único riesgo venia del aire, pero supusimos que, en caso de oír los motores de los aviones o helicópteros, tendríamos tiempo de sobra para ponernos a cubierto. No escaseaban los árboles nuestro alrededor.

Fue una caminata bastante larga. Dios, estaba hecha polvo. Todos lo estábamos. Chris avanzaba con la cabeza gacha e iba algo rezagado. Una imagen que me permitió apreciar lo pequeño y enclenque que parecía: un chico de pelo rubio y de aspecto algo más juvenil que el resto de nosotros.

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