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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (6 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—El campo debería estar despejado ahora —susurró Nell—. Pero llevad mucho cuidado.

En realidad, ese consejo sobraba: no iba a salir de allí gritando ni tampoco montar una carrera de camillas por los pasillos del hospital.

Nos deslizamos desde debajo de la cama, como culebras emergiendo de las zarzas.

—Buena suerte —dijo Nell.

—Vendremos a verte antes de irnos.

—Muy bien, bonita.

Abrí la puerta con suma cautela y eché un vistazo fuera. El pasillo estaba desierto y bastante oscuro. Hacía frío y aquello contrastaba con el denso y cálido olor humano que impregnaba la B8. Avancé tan sigilosamente como pude por el pasillo, sabiendo que Lee me seguía de cerca. Sin embargo, en cuanto estuve frente a la puerta de Corrie, no tuve el valor de abrirla. Desde la invasión, no han sido pocas las veces que me he visto obligada a hurgar dentro de mí en busca de valor. Y sorprendentemente, siempre he acabado dando con él, aunque a veces tuviese que rebuscar hasta el fondo, aunque a veces quedara poquito del que echar mano.

Y ahora, me encontraba con la cabeza apoyada contra la puerta, sin fuerzas. Actuar de ese modo no fue nada sensato. No era como ir por ahí gritando o hacer carreras en sillas de ruedas, pero casi. Lee me rodeó con el brazo, y yo me volví hacia él y hundí la cabeza en su pecho. No derramé ni una lágrima, pero agradecí su fuerte abrazo y su silenciosa comprensión. Lee parecía encerrar en su interior un lugar que no creía que yo poseyera. Tal vez de allí manara su música. Fuese lo que fuese, conecté con aquel lugar durante unos pocos segundos y recobré algo de fuerzas. Fue como una transfusión de sangre.

—¿Quieres entrar tú primero? —pregunté, apartando la cabeza de su cálido pecho.

Eso hizo: me soltó, giró el pomo de la puerta y la abrió. Entró y sujetó la puerta para que yo pudiese entrar, adentrarme en las tinieblas. Una asustada voz exclamó:

—¿Quién anda ahí?

Por un momento, pensé que era Corrie y se me cortó la respiración. Imaginé que se trataba de su fantasma o de un milagro, que Corrie había salido de repente de su letargo para hablarnos. Entonces me acordé de la señora Slater.

—Señora Slater, soy yo, Ellie. Y Lee también está aquí.

—¡Oh! ¡Ellie! ¡Lee! —Se levantó de un brinco, tirando algo al suelo sin querer.

Conocíamos muy bien a la señora Slater. Era una de esas personas capaz de convertir días de veinticuatro horas en días de treinta y dos. Su marido había muerto en un accidente de tractor años atrás, y desde entonces ella se había encargado de la granja, de educar a sus hijos, de escribir dos libros de jardinería, de aprender caligrafía y bordado, y de cursar la mitad de una carrera de Humanidades en la universidad a distancia. Incluso había encontrado tiempo para echar una mano en el comedor del colegio, donde su hijo menor, Jason, estaba en décimo curso.

Una vez me dijo: «Hay dos tipos de personas en el mundo, Ellie. Los que se sientan a ver la tele y los que se remangan y hacen las cosas».

Me obsequió con el más largo de los abrazos que había recibido nunca, y por fin me eché a llorar. Había pasado muchísimo tiempo desde la última lágrima. Pero era el primer adulto conocido que veía, el primero en abrazarme, en vincularme con mi añorado y feliz mundo. Y también con mis padres, dado que la señora Slater era muy amiga de mi madre.

—Ay, Ellie —dijo—. Pobre niña. Y qué mal hueles.

—¡Señora Slater! —Me había hecho reír, y le di un golpecito en el pecho en señal de protesta. Acto seguido, abrazó a Lee.

Supongo que llevábamos tanto tiempo juntos que no nos dábamos cuenta de lo mal que olíamos. En general nos lavábamos en el arroyo, pero la temperatura del agua había bajado con el paso de los días y últimamente nos bañábamos poco en él.

—No te preocupes —dijo—. Todos huelen peor en el recinto ferial. Mucho peor. Pero los pacientes tenemos derecho a una ducha cada dos días, y nos acostumbramos rápido a la limpieza.

Ya no la estaba escuchando. Me había vuelto hacia la cama, donde Corrie yacía en silencio. La única luz de la habitación procedía del aparcamiento y se filtraba por las ventanas. Podían distinguirse las zonas de cristal que la condensación había empañado. La habitación en sí era lúgubre, como en una iglesia a última hora de la tarde, antes de que enciendan las luces. Los objetos que resaltan eran o bien muy oscuros o bien muy claros: una puerta de armario asomaba como una cicatriz negra en la pared, la mesita de noche, más reluciente, parecía una blanca y benévola figura inclinada hacia la cama de Corrie; la sábana que cubría a mi amiga resplandecía con una plácida luminosidad. Su cabeza sobre la almohada era como un pequeño parche negro, una piedra redonda, inmóvil. No podía distinguir sus rasgos. Intenté localizar los ojos, la nariz, la boca. Y al no discernirlos, ese parche negro empezó de repente a asustarme, como si no fuera humano, como si nada tuviera que ver con Corrie. La examiné una y otra vez, intentando reprimir el miedo en el estómago para que no se abriera camino por mi garganta y emergiera de mis labios. ¿Era eso su boca o solo una sombra? ¿Eran esos sus ojos o puntos negros, ilusiones ópticas? Ya no tenía constancia de la presencia de Lee ni de la señora Slater. No solo ya no se encontraban en la habitación, sino que habían dejado de existir. Allí no había nadie más que yo y aquella silueta de la cama. Di tres pasitos hacia ella, muy despacio. Y, de repente, desde aquel nuevo ángulo, con aquel nuevo contraste de la luz que caía sobre la cama, volví a encontrar a Corrie. Allí estaba: su piel suave, su cara rechoncha, sus ojos cerrados. Mi boca se entreabrió, de sorpresa. Lo que veía ni se parecía a mi amiga de toda la vida, ni a la Corrie nacida de mis peores fantasías. No se la veía demacrada, deteriorada ni amoratada, pero tampoco parecía feliz, animada ni locuaz. Era más bien una muñeca de cera, un completo duplicado de Corrie. Sus labios se movían ligeramente al compás de cada inspiración y espiración, pero no podía apreciarse otro movimiento. Estaba viva aunque, de algún modo, ya no estaba entre nosotros.

No tenía miedo de ella, sino de tocarla. A punto estuve de pedir permiso a la señora Slater, de preguntar si no pasaba nada, pero aquella idea no tardó en desvanecerse. Al cabo de un rato, tendí hacia ella un tembloroso dedo, cuya yema recorrió la parte inferior de su mejilla derecha. Aquella no era la Corrie que yo abrazaba, usaba de confesora y criticaba. Tampoco la que tantas veces se había sentado en rodillas cuando el autobús del instituto iba lleno. Esa Corrie se había alejado en silencio, dejando tras de sí esa apacible respiración, esa tez pálida. Me incliné un poco hacia ella, la besé en la frente y reposé la cabeza en la almohada, a su lado. No dije nada. En realidad, tampoco podía pensar en nada. Ella tenía la piel fría, aunque no lo pensé en ese instante, sino más tarde. A través de su mejilla pegada a la mía, pude notar su respiración. Permanecí en esa postura un rato, un buen rato. Finalmente me puse en pie y le susurré al oído: —Lleva mucho cuidado por aquí, Corrie. Cuídate mucho.

Después, salí al pasillo y esperé a Lee. Ni siquiera me despedí de la señora Slater, un gesto muy feo por mi parte.

Lee estaba tardando bastante, así que me escondí detrás de una cesta de ropa blanca hasta que por fin apareció. Me puse en pie de un salto y eché a andar delante de él para volver a la B8 y decir adiós a Nell.

—¿Estás bien bonita? —me preguntó esta—. ¿Te has puesto triste?

Pero en lugar de contestarle, le hice una pregunta que había estado atormentándome.

—Antes has dicho que Kevin estaba bien «ahora». ¿Por qué? —pregunté.

—Ah, ¿he dicho eso?

—Pues sí. ¿A qué te referías con eso de «ahora»?

Ella intentó dar con algún tipo de manera piadosa, pero no pudo. Tras un instante de silencio, se dio por vencida y acabó confesando.

—Le dieron una paliza brutal, Ellie.

Salimos y avanzamos con sigilo por el pasillo, en dirección a la puerta principal. Gracias a Nell, sabíamos dónde se encontrarían los soldados: en la sala de enfermería, cerca de la salida. Mientras nos escondíamos en la pequeña cocina, a una distancia de unos veinte metros, agarré a Lee por la cabeza y lo atraje hacia mí para poder susurrarle al oído:

—Quiero coger un cuchillo.

—¿Para qué?

—Para matar a los soldados.

Sentí que su cuerpo daba una sacudida, como si acabara de recibir una pequeña descarga eléctrica. Durante un instante no articuló palabra, y se limitó a ponerse en pie mientras yo permanecía agachada junto a él, como el animal en el que me había convertido. Entonces, volvió a agacharse y acercó su boca a mi oreja.

—No puedes hacer eso, Ellie.

—¿Por qué no?

—Podrían tomar represalias contra los pacientes. Ya no volvimos a hablar. Nos quedamos allí esperando un momento en el que los soldados bajaran la guardia, una oportunidad de burlar su vigilancia. De vez en cuando, los oíamos hablando en su gutural lengua. Había una especie de lamento musical en sus voces que casi resultaba agradable. A veces, también podíamos oír la voz de una chica, baja y ronca. A veces se reía y a veces hacía algún comentario en algo que parecía inglés, pero en voz tan baja que no llegábamos a entenderlo. Después de lo que Nell había dicho, tuve la peor de las sospechas acerca de lo que podía estar haciendo aquella chica. Y allí en la oscuridad, la odié en silencio.

De camino al baño, un soldado pasó junto a nuestro pequeño escondite. Como no sabíamos donde se encontraba el otro, no nos atrevimos a mover un dedo. Eran las 3.45. Regresó pocos minutos después, y no hubo más movimiento hasta las 4.20, cuando el otro soldado recorrió el mismo camino hacia el baño. Segundos más tarde, una chica alta, de unos diecinueve años tal vez, apareció por la puerta de la cocina y susurró hacia la oscuridad, de cara a nosotros.

—Daos prisa, el otro está durmiendo. Pero no hagáis ningún ruido.

Nos quedamos boquiabiertos. Durante un momento nos preguntamos si realmente estaba dirigiéndose a nosotros. Entonces, comprendí que así era. Nos pusimos en pie y nos movimos sigilosamente por los carritos de comida hasta la puerta. La chica ya había desaparecido. ¿Quién era? ¿Cómo sabía que estábamos allí? Sigo sin saber la respuesta a esas preguntas. Pero tanto da quién fuese o lo que estuviese haciendo en ese instante. Lo importante es que le debíamos una muy grande.

Capítulo 4

A Homer le impresionó bastante oír lo conocidos y populares que nos habíamos vuelto.

—Demostrémosles que todavía no hemos abandonado la partida —dijo, mostrando su sonrisa más pausada y peligrosa.

Me estremecí ligeramente. Pese al impulso asesino que me había invadido en el hospital, seguía poco proclive a exponerme al peligro, a plantarle cara a la muerte, al contrario que Homer. ¿O lo suyo era solo una fachada? Recordé lo que había dicho sobre el valor, que era un estado mental, que la clave estaba en pensar con valentía. Así que lo intenté. Y sí, de algo me sirvió. Acabé participando en la conversación, como si estuviera comentando un partido de
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o un examen de química. Hablamos de objetivos, tácticas, riesgos e ideas. Nos llevó un día y medio. Lo más raro fue que en todo ese tiempo no tuvimos ni un solo roce. Nadie gritó, ni elevó el tono de voz siquiera. Por otro lado, tampoco hubo cabida para los chistes. Ese ambiente se debía en parte a la descripción que Lee y yo habíamos hecho del estado de Corrie, y a lo que habíamos oído acerca de Kevin. También se debía a las malas noticias sobre los prisioneros del recinto ferial, que estaban empezando a venirse abajo. Pero sobre todo se debía a una creencia que había nacido en momentos que, siendo de los pocos que aún seguíamos libres, deberíamos haber hecho más. Ahora sentíamos una mayor responsabilidad.

Para nosotros, se trataba de algo muy serio. Una cuestión de vida o muerte.

Llegamos a la conclusión de que Wirrawee no debía ser nuestro objetivo prioritario. Por más que estuviera en nuestro corazón, por más que fuese el centro de nuestras vidas, debíamos reconocer que el destino de nuestro país no iba a jugarse en nuestro pueblecito. Para asestar un golpe mortal al enemigo, teníamos que concentrarnos un aspecto vital de sus operaciones. Eso implicaba regresar a la autopista que llevaba a la bahía de Cobbler. La última vez que pasamos por allí, estaba atestada de convoyes. La bahía era claramente un punto estratégico de desembarque, el punto de partida de una flota de camiones que desde ahí afluían a los frentes abiertos. Les habíamos complicado las cosas al volar el puente, ya que ahora estaban obligados a efectuar un desvío considerable. Pero eso no iba a decidir esta guerra.

Así pues, nos dispusimos a hacer otra larga incursión por los alrededores. Nos marchamos de Wirrawee a las dos y media de la madrugada, en el momento en que más cansados estábamos, más frío teníamos y más nos costaba caminar. Observamos en cada ocasión el método desarrollado como medida de seguridad: avanzar en parejas, detenernos para comprobar cada intersección, guardar silencio al atravesar las calles del pueblo. Nuestro trayecto pasara por el puente, que no habíamos vuelto a ver desde la gran noche de los fuegos artificiales.

Esta vez caminaba junto a Fi, ya que me apetecía descansar un poco de Lee. Seguía bastante hundida después de haber visto el estado en que se encontraba Corrie, aunque me animé un poco al llegar al puente y comprobar el daño que habíamos causado. La vieja estructura de madera estaba reducida a cenizas. Debió de haber ardido con tal vigor tras la explosión que nadie habría podido acercarse siquiera. El único indicio de que antes había habido un puente allí eran unos cuantos pilares ennegrecidos que sobresalían del agua y del lodo. Sin embargo, en la orilla que daba al pueblo, habían instalado una larga hilera de bloques de hormigón. Al parecer, Wirrawee tendría por fin el nuevo puente con el que la gente había soñado tanto tiempo, y al parecer sería más sólido que el anterior.

Fi y yo no quedamos allí un rato, sonriendo de oreja a oreja, en parte de incredulidad, pero también de orgullo. Creo que nos abrumó un poquito ver lo que habíamos hecho, al menos ese fue mi caso. No puedo hablar por Fi. Con la de veces que habíamos cruzado en coche ese mismo puente. Jamás habría pensado que, un día, yo misma acabaría volándolo. Me resultaba extraño pensar que en Wirrawee pasaríamos a la posteridad como los autores de su demolición. Quería ser recordada por construir cosas, no por destruirlas. Pero en este caso lo habíamos hecho por una buena causa. Que los adolescentes pudiesen vagar a sus anchas por los alrededores, volar cualquier cosa que se les antojase y ser aplaudidos por ello era uno de los cambios más significativos de todos los que había traído esta guerra. No recordaba haber puesto «terrorista» ni «guerrilleros» en el formulario de perspectivas profesionales que nos hizo rellenar la señora Gob, la orientadora del instituto.

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