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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Mañana en tierra de tinieblas (4 page)

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—Yo creía que los soldados eran tipos duros, profesionales bien adiestrados.

—¿No recuerdas lo que nos dijeron? Que hay profesionales, sí, pero también hay muchos reclutas. Aficionados. Y algunos sin mucho entusiasmo, por lo que hemos visto.

—Será mejor que nos larguemos de aquí.

Emprendimos la retirada. Nos encontramos con los demás veinte minutos más tarde, en casa de la profesora de música. A Homer se lo veía algo avergonzado, a la defensiva incluso. Tampoco iba a convertirse del todo en un hombre hecho y derecho de la noche a la mañana. Pero aún quedaba algo del Homer loco e irresponsable.

—Venga, ¿quién quiere ser el primero en cantarme las cuarenta? —dijo, antes de que pudiera decirle ni media frase—. En ese momento me pareció buena idea, eso es todo. Si el soldado hubiese ido a echar un vistazo, Lee y Ellie podrían haberse colado. Y ahora estaríais todos invitándome a cervezas y dándome besos en los morros.

—Yo sí que te daría en los morros, y no precisamente besos —masculló Lee.

—Ha sido una estupidez —añadió Chris—. Si ese soldado hubiese llevado un arma encima habría podido dispararte. Y, desarmado, no iba a meterse en los árboles para investigar. Así que ha sido una estupidez, lo mires por donde lo mires.

No parecía haber mucho más que añadir. Todos estábamos cansados, en pésima forma. Nombramos a Homer responsable del primer turno de vigilancia mientras los demás echábamos una cabezada en la planta taja. Era la casa más segura que conocíamos, ya que las ventanas de arriba ofrecían muchas vías de escape por las ramas de los árboles. Y también tenía buenas vistas de la carretera. Nada podría acercarse sin que el vigilante lo avistara.

Aprecié de veras poder estar de nuevo en una cama, en una habitación. Bonito, seguro y cómodo… Fue todo un lujo. Me tocó el turno de vigilancia entre las seis y las ocho; después dormí otra vez hasta la hora de almorzar.

Capítulo 3

Pasamos la tarde pensando en modos ingeniosos de entrar en el hospital. Me quedé tendida en el suelo la mayor parte del tiempo, envuelta en una manta escocesa. Recuerdo haberme reído de Chris cuando fingió estar viendo la televisión. Ante una pantalla invariablemente gris, actuaba como si se encontrara frente a programas de entretenimiento, telecomedias y películas de acción. Resultaba extraño pensar que la televisión había sido un elemento tan importante en nuestras vidas mientras que ahora, sin electricidad, se había convertido en uno de los objetos más inútiles de la casa.

Empezábamos a llevarnos bien otra vez, y eso me hacía sentir muy feliz. Se veía en los detalles más insignificantes, detalles que para mí eran como el elemento, el agua, el aire… Me insuflaban vida. Por más que los demás me consideraran una chica fuerte e independiente, lo cierto era que necesitaba a esas cinco personas más que cualquier otra cosa o persona en toda mi existencia.

Pese a todo ello, seguíamos sin dar con el modo de colarnos en el hospital. La noche empezó a caer lentamente hasta sumir la tierra en una completa oscuridad. Y aún no se nos había ocurrido nada. Sin embargo, me atribuyo buena parte del mérito por el momento de inspiración que llegaría más tarde. No dejaba de darle vueltas a la arriesgada táctica de distracción que había empleado Homer. Tenía la impresión de que ahí podría estar la clave. Solo que Homer no lo había hecho bien. Algo me estaba royendo el cerebro, como si tuviese un diminuto ratón encerrado ahí. Tenía que encontrar el modo de dejarlo salir de mi cabeza.

—Lee —dije cuando Fi lo relevó de su turno de vigilancia.

—¿Si, mi bella y sexy oruga?

—¿Oruga?

—Es lo que pareces, envuelta en tu mantita.

—Muchas gracias. Oye, ¿recuerdas la breve conversación que mantuvimos detrás del cobertizo, después de que Homer terminara con sus bramidos?

—¿Cuándo casi mata de un susto a un pobre e inocente soldado? Claro que la recuerdo.

—¿Qué dijimos exactamente? Me da que había algo importante en esa conversación. Aunque lo mismo es una capullada.

—Viniendo de una oruga como tú, seguro que es una capullada.

—Muy gracioso. Pero hablo en serio.

—Vale, a ver, ¿qué dijimos exactamente? Yo qué sé. Hablamos de que probablemente Homer estuviera detrás de aquellos alaridos.

—Si, ¿y después de eso?

—No me acuerdo. Nos quedamos mirando al tío, que huyó corriendo y dio un portazo tras él y cerró la puerta a cal y canto.

—Si. Algo sobre… sobre cómo la estaba cerrando.

—Dijiste algo…

—Sí.

Me quedé allí sentada en silencio, sintiéndome impotente.

—¿Tan importante es? —preguntó Lee al cabo de un rato.

—No estoy segura. Puede que no sea nada. Tengo la sensación de que hay algo ahí, pero tendré que hacer memoria hasta que salga. Es como asistir al parto de un novillo: puedo ver la cabeza del puñetero animal, pero no tengo ni idea de qué aspecto va a tener.

Me puse en pie y empecé a caminar en círculos. Estábamos en el salón de arriba, el espacio donde la señora Lim seguramente daba sus clases. Había un hermoso piano negro de media cola frente a la ventana. Homer había escrito «Heavy Metal» con el dedo en la superficie cubierta de polvo. Yo había visto a Lee recorriendo las teclas con las manos después de haber levantado la tapa. Le temblaban los dedos, y su mirada era aun más pasional e intensa que las que me dirigía a mí. Me quedé en la puerta mirándolo. Cuando se percató de mi presencia, bajó rápidamente la tapa en un gesto casi culpable y dijo:

—Debería tocar la
Obertura 1812
y pedir a los soldados que hicieran la parte de los cañones.

Yo no dije nada, pero me pregunté por qué intentaba cachondearse de algo que tanto significaba para él. A veces me cansaba de oír ciertas bromas.

Como decía, en aquel instante me encontraba paseándome por la habitación. Jugueteé con el cordón de la persiana veneciana, hice girar el taburete del piano, borré el grafiti de Homer, enderecé los libros, abrí y cerré la puerta del reloj de pie…

—Hagamos una repetición de la jugada —dijo Lee, observándome.

—Fue una jugada un poco penosa, pero vale —accedí, sentándome en el taburete frente a él.

—Vale. No creo que dijéramos mucho hasta que el tío llegó a la puerta y la cerró. Luego nos cagamos un poco en Homer, y eso fue todo.

—Sí, y después comentamos que ese tío se había asegurado de cerrar bien la puerta.

—Y que debían de tener en sus filas tanto a profesionales como a aficionado, tal y como pensábamos. Y que ese tío debía de ser…

—Espera. —Me quedé allí sentada con la cabeza entre las manos. De repente, lo vi claro. Me puse de pie—. Ya lo tengo. Vamos a buscar a los demás.

Aquella misma noche, mientras Lee y yo observábamos a Homer desde nuestro escondite, se me ocurrió de nuevo que ser el chico más rebelde del instituto tenía sus ventajas. Homer se las sabía todas. Mientras el resto de nosotros aprendía conceptos como «diferenciación de producto» y «discriminación de precio» en la clase de economía, Homer y sus compinches se dedicaban, en la última fila del aula, a perfeccionar sus técnicas de terrorismo urbano. No sé ni de dónde sacaron algunas de las cosas que aprendieron.

Homer se acercaba de nuevo hasta el ambulatorio, con sigilo, seguido por Robyn, que esta vez se mantenía cincuenta metros atrás vigilando. Llegó hasta la puerta que quedaba en un extremo del edificio, la misma que Robyn y él habían tanteado la primera vez. En esta ocasión, ni se molestó en probar suerte, sino que se dirigió hacia una puertecita de apenas un metro de altura que daba al sótano, más o menos a mitad del edificio. Para alcanzarla tuvo que atravesar a tientas los arbustos de lavanda. Desde nuestra posición teníamos una buena perspectiva; lo vi tirando de la puerta, que, tal y como habíamos imaginado, estaba cerrada. Entonces, utilizó un cincel para intentar abrirla haciendo palanca. De nada sirvió. Y eso que la puerta parecía bastante endeble: no consistía más que en cuatro tablillas blancas verticales elevadas a dos travesaños.

Sin embargo, Homer no se dio por vencido. Iba bien preparado. Hurgó en su bolsa de herramientas otra vez, sacó un destornillador y empezó a desarmar las bisagras. Al cabo de unos cinco o seis minutos, agarró con fuerza la puerta y la desencajó suavemente. Sin volver la vista atrás, coló su cuerpo (que es bastante voluminoso, por cierto) a través de la abertura.

Ya no podíamos verlo, aunque yo sabía exactamente lo que estaba haciendo. Tanto Lee como yo nos pusimos tensos: se acercaba nuestro momento de entrar en acción. Podía imaginar a Homer, ondulando como un enorme gusano a través de la fría oscuridad de aquel mundo subterráneo. En cuanto le comenté mi idea, Homer tramó todo un plan, convencido de que funcionaria. Al fin y al cabo, solo estaría repitiendo una de sus trastadas más sonadas en el instituto. Ya había tenido un ensayo general.

Tenía que encontrar un punto en el que pudiera perforar el suelo. El edificio en el que se encontraba, destartalado y vetado, era bastante idóneo para hacerlo y, por si acaso, llevaba conmigo un serrucho de punta, un berbiquí y una barrena. Planificamos la operación con todas las precauciones. No queríamos dejar rastro de nuestra visita, de ahí el agujero en el suelo. Habría resultado más fácil romper una ventana y arrojar dentro la bomba confeccionada por Homer. De modo que aguardamos y observamos, temblando; echamos un vistazo a los relojes, nos miramos los unos a los otros y volvimos la vista, inquietos, hacia el ambulatorio.

Cuando empezó la acción, lo hizo por todo lo alto. No habíamos desperdiciado la noche al colarnos en todas las casas de Barrabool Avenue en busca de pelotas de ping pong. Mientras las envolvía en papel de aluminio, Homer nos había prometido que el resultado valdría la pena. Y nosotros, observándolo fascinados, no albergamos duda alguna, sobre todo después de lo sucedido seis meses atrás, cuando tuvieron que evacuar a todo el instituto AC Heron. El resultado fue espectacular entonces. Y esta vez no iba a ser menos. De repente, unos escandalosos pitidos empezaron a llegar desde el extremo del edificio donde Homer se encontraba. Casi de inmediato, trasportados por la brisa de aquella clara noche, resonaron una serie de avisos, en inglés y a tal volumen que hasta nosotros podíamos oírlos. Parecían venir de todos los rincones del hospital: creo que se trataba de mensajes grabados y reproducidos de forma automática. El primero decía «Código dos, código dos, código dos», y se repetía cada quince o veinte segundos. Al cabo de un minuto más o menos se oyó el siguiente mensaje.: «Zona cuatro, zona cuatro, zona cuatro». Y después: «Nivel tres. Nivel tres». Para entonces, el hospital ya estaba cobrando vida. Las luces empezaron a iluminar todos los rincones y oímos gritos. Sonó una segunda serie de anuncios; creo que era idéntica a la anterior, pero para entonces yo ya había dejado de prestar atención. Había empezado a avanzar sigilosamente con Lee, preparados para cuando llegara nuestro momento. No había rastro del humo que tenía que estar saliendo del extremo del ambulatorio, pero las personas que emergían de las habitaciones se encaminaban todas en aquella dirección. Vimos a dos soldados corriendo, unos cuantos hombres y mujeres de paisano, una mujer con uniforme de enfermera y tres o cuatro personas en pijama. No llegaba a verles la cara, con lo cual me era imposible saber si eran de nuestro bando o no. Pero fue todo un fiestón tratándose de un hospital…

No queríamos lastimar a ninguno de los pacientes. La bomba fumígena de Homer no podía provocar ningún incendio, y confiábamos en que el personal no llegara a evacuar a los pacientes. Contábamos con que el centro estaría equipado con un sistema de detección de incendios aún operativo, y con que el humo lo activaría. En realidad era casi una apuesta segura. Y el personal reaccionó tal y como esperábamos, corriendo hacia el lugar del siniestro. Y fueron dejando las puertas abiertas a su paso.

No disponíamos de mucho tiempo. Por el rabillo del ojo distinguí a Fi y a Chris, que avanzaban rápido hacia la puerta que daba a las habitaciones comunes. Lee y yo, por nuestra parte, debíamos dirigirnos hacia el ala reservada a la gente mayor, que quedaba en la línea más larga del edificio en forma de «T». Una sola persona había salido de allí, un o una soldado, que cerró la puerta con tanta fuerza que esta rebotó y volvió a abrirse sola.

Me puse en marcha, con Lee un paso detrás de mí. Esperaba que pudiésemos colarnos en el aparcamiento sin que nadie nos viera, pero una vez entramos en aquel desierto desnudo y oscuro, me di cuenta de que nuestra única oportunidad dependía de la rapidez. Agaché la cabeza y aceleré, rezando para que los pasos que oía detrás de mí fueran los de Lee. Sentía la brisa de la noche fresca contra la cara; mucho más helado era el escalofrío que desde la nuca me recorría la espalda: el miedo a que me cosieran a balazos. Llegué a la puerta, resoplando y jadeando, y agradecida por seguir viva.

El tiempo apremiaba. Lo único que pude hacer fue asomar la cabeza por la cabeza por la puerta y mirar a izquierda y derecha. El deslustrado pasillo de madera estaba desierto, de modo que entré, confiando en que Lee me seguiría. No solo lo hizo, sino que estaba tan cerca que podía sentir su aliento en las orejas.

Aunque el pasillo estuviese vacío, uno podía intuir que el edificio estaba atestado de gente. Sigo sin saber bien por qué. Quizá por los ruiditos, crujidos y rumores que nos rodeaban. O tal vez por el rastro de olores corporales, de alientos. O por ese calor húmedo y denso, que ningún calefactor ni chimenea podría generar nunca. En definitiva, supe en el acto que había gente por todos lados, detrás de todas aquellas puertas cerradas que recorrían el pasillo. Tomé la decisión repentina de girar a la derecha, sin motivo aparente. Lo hice sin más. Avanzaba a paso rápido a lo largo de aquella sección, intentando decantarme por una puerta u otra. Cómo deseé poder tener una visión de rayos X. Pasamos junto a una puerta abierta que daba a una pequeña cocina; estaba vacía y sumida en las tinieblas. La habitación contigua lucía la señal «B7». No se advertía luz por debajo de la puerta. Me detuve, me volví hacia Lee y, enarcando ambas cejas, apunté a la puerta con la cabeza. Él se encogió de hombros y asintió. Yo aspiré una profunda bocanada de aire, hice acopio de valor, me aferré al pomo, lo giré y abrí la puerta.

El interior estaba a oscuras. Las cortinas estaban echadas, lo que contribuía a la falta de luz. Aun así, otra vez intuí que la habitación estaba llena de gente. Se me antojó muy pequeña, pero abarrotada. Podía distinguir no pocas respiraciones pesadas, unas lentas y profundas, otras temblorosas y prolongadas. Me quedé inmóvil, intentado acostumbrarme a la oscuridad, sin atreverme a hablar. Pero Lee me dio un golpecito en el hombro y lo seguí de vuelta hacia el pasillo.

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