Manuscrito encontrado en Zaragoza (27 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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—Señor caballero —me dijo la madre—, estáis alojado en nuestra casa y nos habéis otorgado vuestra confianza sin saber siquiera quiénes somos. Me parece conveniente informaros de ello. Sabed pues, señor caballero, que me llamo Inés Santárez, viuda de don Juan Santárez, corregidor de La Habana. Casó conmigo sin que yo tuviera bienes, me dejó de igual manera, pero con las dos hijas que veis. Impedida por mi pobreza y mi viudez recibí inopinadamente una carta de mi padre. Me permitiréis callar su nombre. ¡Ay!, también él había luchado toda su vida contra el infortunio, pero al fin, como lo informaba su carta, desempeñaba un cargo brillante, habiendo logrado que lo nombrasen tesorero de guerra. Su carta contenía una letra por dos mil pistolas y la orden de venir a Madrid. Vine, en efecto, y fue para enterarme de que mi padre estaba acusado de concusión, hasta de alta traición, y detenido en el castillo de Segovia. Sin embargo, había alquilado esta casa para nosotras. Me alojé pues en ella y vivo en el mayor retiro, sin recibir a nadie, con excepción de un joven empleado en el ministerio de guerra: viene a contarme todo lo que logra saber acerca del proceso de mi padre. Él es el único que conoce nuestras relaciones con el infortunado detenido.

Al terminar estas palabras, la señora Santárez derramó algunas lágrimas.

—No lloréis, mamá —le dijo Celia—, hay un término para todo, y sin duda lo habrá para nuestras penas. Por de pronto, ahora vive con nosotras este joven caballero, que tiene una fisonomía dichosa, y su encuentro me parece de buen augurio.

—En verdad —dijo Zorita—, desde que vive aquí, nuestra soledad no tiene nada de triste.

La señora Santárez me lanzó una mirada en la cual discerní tristeza y ternura. Las hijas me miraron también, después bajaron los ojos, enrojecieron, se turbaron y quedaron pensativas. Gustaban de mí, pues, tres personas encantadoras. Esta situación me pareció deliciosa.

Entre tanto, un joven alto y gallardo se llegó a nosotros, cogió a la señora Santárez de la mano; ambos se apartaron algunos pasos y sostuvieron una larga conversación; después ella me llamó y me dijo:

—Señor caballero, éste es don Cristóbal Esparados, de quien os he hablado, y el único hombre a quien vemos en Madrid. Quisiera también procurarle vuestra relación, que no podrá sino favorecerlo; pero, aunque vivimos en la misma casa, ignoro vuestro nombre.

—Señora —le dije—, soy noble y asturiano. Me llamo Legáñez.

—Pensé que debía callar el nombre de Hervás, que podía conocerse. El joven Esparados me miró de arriba abajo y hasta pareció querer negarme el saludo. Entramos en la casa, y la señora Santárez hizo servir una colación de frutas y pasteles. Aún era yo el centro de atracción de las tres bellas; advertí, sin embargo, miradas y gestos que se dirigían al nuevo convidado. Como sufriera mi amor propio por ello, traté de llamar exclusivamente la atención, y estuve lo más amable y brillante posible. En medio de mi triunfo, don Cristóbal cruzó el pie derecho sobre la rodilla izquierda y, mirándose la suela del zapato, dijo:

—En verdad, desde la muerte del zapatero Marañón, no es posible encontrar en Madrid un zapato bien hecho.

Después me miró con expresión chocarrera y despreciativa.

El zapatero Marañón era precisamente mi abuelo materno, que me había educado y con quien tenía tantas obligaciones, pero deslucía grandemente mi árbol genealógico, o a lo menos así me pareció. Y me pareció también que perdería mucho en el concepto de las tres damas si llegaban a saber que tenía un abuelo zapatero. Toda mi alegría desapareció: lancé a don Cristóbal miradas, ya coléricas, ya orgullosas y despreciativas. Decidí prohibirle que pusiera los pies en la casa. Se fue: lo seguí con la intención de hacérselo saber; lo alcancé cuando dobló la calle y le dije una frase descomedida que había preparado. Creí que iba a enojarse, pero simuló tomarla a broma y me cogió por debajo del mentón como para acariciarme; después me dio un puntapié, de esos que llaman zancadillas, y me hizo caer de narices en el arroyo. Aturdido por el golpe, me levanté cubierto de fango, y volví a mi casa lleno de rabia. Las damas se habían acostado. Yo también me acosté, pero no pude dormir: dos pasiones, el amor y el odio, me mantenían despierto; esta última estaba concentrada en don Cristóbal; no sucedía lo mismo con el amor, que colmaba mi corazón, y que sentía alternativamente por Celia, Zorita y su madre; sus halagadoras imágenes, confundiéndose en mis sueños, me obsesionaron durante el resto de la noche.

Me desperté muy tarde. Al abrir los ojos, vi a la señora Santárez sentada al pie de mi lecho. Parecía haber llorado.

—Mi joven caballero —me dijo—, he venido a refugiarme a vuestro aposento, porque arriba hay gente que me pide dinero, y no lo tengo. Le debo, ¡ay!, pero ¿no era menester que vistiera y alimentara a esas pobres niñas? Demasiadas privaciones sufren. Aquí la señora Santárez se echó a sollozar, y sus ojos, llenos de lágrimas, se volvían involuntariamente hacia mi bolsa que yo había colocado junto a mí, sobre la mesa de noche. Comprendí aquel lenguaje mudo. Volqué el oro sobre la mesa; hice aproximadamente dos montones iguales y ofrecí uno de ellos a la señora Santárez: no esperaba de mi parte tanta generosidad. Al principio pareció como inmovilizada por la sorpresa; después me cogió las manos, las besó efusivamente, las apretó contra su corazón, recogió el oro y se fue murmurando:

—¡Oh mis hijas, mis queridas hijas!

Las muchachas vinieron después y también me besaron las manos. Todos estos testimonios de gratitud acabaron de hacerme arder la sangre, ya demasiado encendida por mis sueños.

Me vestí de prisa y quise tomar el fresco en una terraza de la casa; al pasar frente al aposento de las muchachas las oí sollozar y abrazarse llorando. Presté oídos un instante y en seguida entré. Celia me dijo:

—Escuchadme, huésped demasiado querido y demasiado amable, nos encontráis en la más extremada agitación; desde que vinimos al mundo, ninguna nube había turbado el cariño que sentimos la una por la otra y, más aún que por la sangre, estábamos unidas por la ternura. No sucede lo mismo desde que estáis aquí: los celos se han insinuado en nuestras almas, y quizá habríamos llegado a odiarnos; el buen natural de Zorita ha evitado esa desgracia atroz. Se ha echado en mis brazos, nuestras lágrimas se han confundido y nuestros corazones se han acercado. Ahora, querido huésped, a vos os toca reconciliarnos del todo; prometednos no amar a una más que a la otra; y si tenéis algunas caricias que hacernos, repartidlas por igual.

¿Qué podía yo responder a una invitación tan apremiante? Estreché en mis brazos a una después de la otra; enjugué sus lágrimas, y la tristeza cedió su lugar a la más tierna pasión.

Pasamos juntos por la terraza, y la señora Santárez vino a reunirse con nosotros. La dicha de haber pagado sus deudas la embriagaba de alegría. Me pidió que comiera con ellas y les concediera el día entero. Comimos en la mayor confianza e intimidad. Se dio licencia a los criados, y las dos muchachas, alternativamente, sirvieron la mesa. La señora Santárez, agotada por las emociones de la mañana, bebió dos copas de vino de Alicante. Sus ojos, un poco turbados, brillaron más que de costumbre. Se animó mucho, y las dos muchachas habrían podido sentirse celosas, pero respetaban demasiado a su madre para ello. Ésta, sin embargo, aunque traicionada por una sangre que el vino exaltaba, estaba muy lejos de todo libertinaje.

Por mi parte, no se me ocurría hacer proyectos de seducción. El sexo y la edad eran los seductores. Los dulces impulsos de la naturaleza esparcían sobre nuestra relación un encanto inexpresable; nos costaba separarnos. El sol poniente nos habría separado por fin, pero yo había encargado refrescos a una botillería vecina, y su aparición nos causó placer porque era un pretexto para continuar juntos. Todo iba bien hasta entonces. Pero apenas nos sentamos a la mesa, se presentó Cristóbal Esparados. Su aspecto me produjo una sensación enojosa; mi corazón se había posesionado en cierta manera de aquellas damas, y mis derechos comprometidos me causaban verdadero dolor.

Ni a ello, ni a mi persona, prestó atención don Cristóbal. Saludó a las damas, condujo a la señora Santárez hasta el extremo de la terraza, sostuvo con ella una larga conversación y después vino a sentarse a la mesa sin que nadie lo invitara. Comía, bebía, y no decía una palabra; pero como la conversación recayera sobre las peleas de toros, empujó su plato, dio un puñetazo sobre la mesa, y exclamó:

—¡Ah, por San Cristóbal, mi patrón! ¿Por qué estaré empleado en las oficinas de un ministerio? Preferiría ser el último torero de Madrid que presidente de todas las Cortes de España.

Al mismo tiempo, estirando el brazo como para atravesar un toro, nos hizo admirar el espesor de sus músculos. En seguida, para demostrar su fuerza, hizo sentar a las tres damas en un sillón, pasó la mano bajo el asiento y lo paseó por todo el cuarto. Esos juegos le procuraban tanto placer que los prolongó lo más que pudo. Por fin tomó su capa y su espada para irse. Pero entonces, dirigiéndome la palabra, dijo:

—Mi amigo el gentilhombre, ¿quién hace los mejores zapatos después de la muerte del zapatero Marañón?

Estas palabras no parecieron a las damas sino uno de los tantos absurdos que don Cristóbal profería a menudo. Pero yo quedé muy irritado. Fui a buscar mi espada y corrí detrás de don Cristóbal. Lo alcancé en el extremo de una calle transversal. Le salí al paso y, sacando mi espada, le dije:

—Insolente, ahora vas a pagarme tantas cobardes afrentas.

Don Cristóbal empuñó su espada, pero después, recogiendo un palo del suelo dio con él un golpe seco en la hoja de mi espada y me la hizo saltar de la mano, en seguida se acercó a mí, me cogió por la cerviz, me llevó hasta el arroyo y me echó en él como había hecho la víspera, pero esta vez con tanta fuerza que estuve largo rato aturdido. Alguien me dio la mano para levantarme; reconocí al caballero que había hecho retirar el cuerpo de mi padre y me había dado mil pistolas. Me eché a sus pies. Me alzó bondadosamente y me dijo que lo siguiera. Caminamos en silencio y llegamos al puente del Manzanares, donde encontramos dos caballos negros sobre los cuales galopamos media hora a lo largo de la orilla. Llegamos a una casa solitaria, cuyas puertas se abrieron solas; el aposento en que entramos estaba tapizado de sarga pardusca y adornado con antorchas de plata y un brasero del mismo metal. Después de sentarnos en unos sillones, el desconocido me dijo:

—Señor Hervás, así va el mundo, cuyo orden, tan admirado, no brilla por su justicia distributiva; algunos han recibido de la naturaleza una fuerza de ochocientas libras; otros de sesenta. Es verdad que se ha inventado la traición, que las nivela un poco. Al mismo tiempo, el desconocido abrió un cajón, sacó de él un puñal y me dijo:

—Ved este instrumento; su extremo, contorneado de olivo, termina en una punta más afilada que un pelo; llevadlo en la cintura. Adiós, joven caballero. Acordaos siempre de vuestro buen amigo, don Belial de Gehenna. Cuando tengáis necesidad de mí, venid, después de medianoche, al puente del Manzanares; golpead tres veces las manos y veréis llegar los caballos negros. A propósito, olvidaba lo esencial; aquí tenéis una segunda bolsa; no os abstengáis de usarla.

Di las gracias al generoso don Belial; volví a subir a mi caballo negro; un negro montó el otro; llegamos al puente donde había que bajar, y fui caminando hasta mi casa. Allí me acosté y me dormí, pero tuve sueños penosos. Había colocado el puñal a mi cabecera; me pareció que salía de su lugar y me entraba en el corazón. Veía también a don Cristóbal que raptaba a las tres damas de la casa.

Por la mañana estaba de humor sombrío; la presencia de las muchachas no me calmó. Los esfuerzos que hicieron por distraerme produjeron un efecto diferente, y mis caricias fueron menos inocentes. Cuando estaba solo, empuñaba el puñal y amenazaba con él a don Cristóbal, a quien creía ver frente a mí.

Este personaje temible apareció aún por la tarde y no me prestó la menor atención, pero se mostró apremiante con las mujeres. Traveseó con una después de otra, las hizo enojar y después las hizo reír. Sus patochadas acabaron por gustar más que mi gentileza. Yo había hecho traer una cena más elegante que copiosa. Don Cristóbal se la comió casi solo; después cogió la capa para irse. Antes de partir, volviéndose bruscamente hacia mí me dijo:

—Caballero mío, ¿qué es ese puñal que veo en vuestra cintura? Haríais mejor en colgaros una lezna de zapatero.

Entonces lanzó una carcajada y nos dejó. Lo seguí, y alcanzándolo en la esquina de una calle, pasé a su izquierda y le asesté una puñalada con toda la fuerza de mi brazo. Pero me sentí rechazado con tanta fuerza como la que había puesto en golpear. Y don Cristóbal, volviéndose con mucha sangre fría, me dijo:

—Bribón, ¿no sabes que llevo coraza?

En seguida me cogió por la cerviz y me tiró al arroyo. Pero, por esta vez, quedé encantado de que me hubiese impedido cometer un crimen. Este sentimiento me acompañó hasta mi lecho, y pasé una noche más tranquila que la precedente. Durante el día las damas me encontraron más calmo que la víspera y me cumplimentaron por ello; pero no me atreví a pasar la tarde con ellas; temía al hombre que había querido asesinar y pensaba que no osaría mirarlo a la cara. Pasé la tarde paseándome por las calles y rabiando de todo corazón cuando pensaba en el lobo que se había introducido en mi rebaño.

A medianoche fui al puente; golpeé las manos; los caballos negros aparecieron. Monté el que me estaba destinado y seguí a mi guía hasta la casa de don Belial. Mi protector vino a mi encuentro y me condujo junto al brasero donde habíamos estado sentados la víspera.

—Y bien —me dijo en tono un poco burlón—, y bien, joven amigo, el asesinato no ha prosperado; no importa, se os tendrá en cuenta la intención. Por añadidura, hemos pensado libraros de un rival tan enojoso. Se han denunciado las indiscreciones de que se hacía culpable, y hoy está en la misma prisión que el padre de la señora Santárez. Sólo dependerá de vos sacar provecho de vuestra conquista, y con un poco más de maña de la que habéis usado hasta ahora. Aceptad el regalo de esta bombonera; contiene pastillas de una excelente composición; ofrecedlas a las damas y comed vos mismo. Acepté la bombonera, que esparcía un agradable perfume, y después dije a don Belial:

—No sé qué entendéis por sacar provecho de mi conquista. Sería un monstruo si abusara de la confianza de una madre y de la inocencia de sus hijas: no soy de ningún modo tan perverso como parecéis suponer.

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