Entonces, no sé por qué, sentí la tentación de repetir la palabra paraíso para ver el efecto que haría sobre la princesa. Cediendo a esa fatal curiosidad, le dije:
—Efectivamente, señora, podría decirse que tenéis aquí el paraíso en la tierra. La princesa, sonriéndome de la manera más agradable del mundo, dijo:
—Para que os deis mejor cuenta de los encantos de esta morada, os presentaré a mis seis criadas.
Cogió una llave de oro que colgaba de su cintura y abrió con ella un gran cofre cubierto de terciopelo negro y con guarniciones de plata maciza. Cuando se abrió el cofre, vi salir de él un esqueleto que avanzó hacia mí en forma amenazadora. Saqué mi espada. El esqueleto, arrancándose a sí mismo el brazo izquierdo, lo blandió como un arma y me asaltó enfurecido. Me defendí bastante bien, pero otro esqueleto salió del cofre, arrancó una costilla al primer esqueleto y me dio con ella un golpe en la cabeza. Lo aferré por la garganta, pero él me rodeó con sus brazos descarnados y quiso hacerme caer. Me libré lo mejor que pude, pero un tercer esqueleto salió del cofre y se unió a los dos primeros. Tres otros aparecieron también. Comprendiendo que no podría luchar en combate tan desigual, me eché a los pies de la princesa y le pedí que me salvara. La princesa ordenó .a los esqueletos que volvieran al cofre. Después me dijo:
—Romati, acordaos toda vuestra vida de lo que habéis visto aquí. Al mismo tiempo, me apretó el brazo, y lo sentí quemarse hasta el hueso. Entonces me desvanecí.
No sé por cuánto tiempo permanecí en aquel estado. Por fin me desperté y oí que salmodiaban cerca de mí. Abrí los ojos y vi que estaba en medio de vastas ruinas. Quise salir y llegué hasta un patio interior, donde distinguí una capilla y monjes que cantaban maitines. Cuando hubo acabado el servicio, el superior me invitó a entrar en su celda. Lo seguí; después, tratando de juntar energías, le conté lo que me había sucedido. Cuando hube acabado mi relato, el superior me dijo:
—Hijo mío, ¿no lleváis ninguna marca en el brazo de donde la princesa os ha aferrado?
Me arremangué y vi, efectivamente, que tenía el brazo quemado y que la princesa había dejado en él la marca de sus cinco dedos.
Entonces el superior abrió un cofre que estaba junto a su lecho, y sacó de él un viejo pergamino.
—He aquí —me dijo— la bula de nuestra fundación. Ella podrá esclarecernos acerca de lo que habéis visto.
Desenrollé el pergamino y leí en él lo que sigue:
En el año del Señor 1503, noveno año de Federico, Rey de Nápoles y de Sicilia, Elfrida de Monte Salerno, llevando la impiedad hasta el exceso, se jactaba ante todos de poseer el verdadero paraíso y de renunciar voluntariamente al que aguardamos en la vida eterna. Pero, en la noche del jueves al viernes santo, un temblor de tierra arruinó su palacio, cuyas ruinas se han convertido en una morada de Satán, donde el enemigo del género humano ha establecido muchos y muchos demonios que por largo tiempo obsesionaron y obsesionan todavía, mediante mil fascinaciones, a quienes se atreven a aproximarse a Monte Salerno, y hasta a los buenos cristianos que habitan en los alrededores. Por eso Nosotros, Pío III, servidor de los servidores, etc., autorizamos la fundación de una capilla en el recinto mismo de las ruinas, etc.
No recuerdo el resto de la bula. Lo que recuerdo es que el superior me aseguró que las obsesiones se habían vuelto mucho menos frecuentes, pero que sin embargo se repetían algunas veces, y sobre todo en la noche del jueves al viernes santo. Al mismo tiempo me aconsejó hacer decir misas por el descanso de la princesa y asistir yo mismo a ellas. Seguí su consejo, y después partí para continuar mis viajes. Pero lo que he visto en esa noche fatal me ha dejado una impresión melancólica que nada puede borrar, y por añadidura sufro mucho de mi brazo.
Al decir esto, Romati se arremangó y nos mostró su brazo, donde se distinguían la forma de los dedos de la princesa y como marcas de quemaduras.
Aquí yo interrumpí al jefe para decirle que había hojeado en casa del cabalista las relaciones de Hapelius, donde había encontrado una historia parecida.
—Quizá —replicó el jefe—, quizá Romati haya tomado su historia de ese libro. Quizá la haya inventado. De todos modos, su historia contribuyó mucho a darme afición a los viajes, y también me dio la vaga esperanza de encontrar aventuras maravillosas que nunca me salieron al paso. Pero tal es la fuerza de las impresiones que recibimos en la infancia, que esa esperanza extravagante perturbó durante mucho tiempo mi cabeza, y hasta el día de hoy no me he curado de ella.
—Señor Pandesona —dije entonces al jefe de los gitanos—, ¿acaso no me hicisteis comprender que desde que habitáis en estas montañas habéis visto cosas que podrían llamarse maravillosas?
—Es verdad —me respondió—, he visto cosas que me han recordado la historia de Romati.
En ese momento, un gitano vino a interrumpirnos. Después que habló en privado con su jefe, éste me dijo:
—No conviene quedarse aquí. Mañana muy temprano abandonaremos estos lugares. Nos separamos para volver a nuestras tiendas. Contrariamente a lo que me sucedió la noche anterior, nadie interrumpió mi sueño.
Montamos a caballo mucho antes que despuntara el día, y nos hundimos en los valles desiertos de Sierra Morena. Al levantarse el sol, nos encontramos en una cumbre muy elevada, desde la cual descubrí el curso del Guadalquivir y, un poco más lejos, la horca de Los Hermanos. Su vista me hizo estremecer, recordándome una noche deliciosa y los horrores que habían seguido a mi despertar. Descendimos de esa cumbre hasta un valle bastante sonriente pero muy solitario, donde debíamos detenernos. Acampamos, comimos aprisa, y después, no sé por qué, yo quise ver de cerca la horca, y saber si allí estaban los hermanos de Soto. Cogí mi fusil. La costumbre que tenía de orientarme me permitió encontrar fácilmente el camino, y en poco tiempo llegué a la morada patibularia. La puerta estaba abierta; se veían los dos cadáveres extendidos en la tierra: entre ellos, una muchacha en quien reconocí a Rebeca.
La desperté lo más suavemente que pude; sin embargo, no pude evitarle por completo una sorpresa que le deparó un momento cruel; padeció convulsiones, lloró y se desvaneció. La tomé en brazos y la conduje hasta un arroyo vecino. Le salpiqué con agua la cara y poco a poco logré que volviera en sí. No me hubiera atrevido a preguntarle cómo fue a parar bajo la horca, pero ella fue la primera en decírmelo.
—¡Bien lo había previsto! —exclamó—. Vuestra discreción me sería funesta. No habéis querido contarnos vuestra aventura, y yo, como vos, he sido víctima de esos malditos vampiros cuyos detestables ardides han aniquilado, en un abrir y cerrar de ojos, las largas precauciones que había tomado mi padre para asegurarme la inmortalidad. Me cuesta persuadirme de los horrores de anoche: trataré sin embargo de recordarlos; pero, para que me comprendáis mejor, tomaré desde un poco antes la historia de mi vida.
Mi hermano, al contaros su historia, os ha dicho una parte de la mía. Le destinaban por esposas a las dos hijas de la reina de Saba, y pretendían hacerme casar con los dos genios que presiden la constelación de Géminis. Halagado por tan noble alianza, mi hermano redobló su ardor por el estudio de las ciencias cabalísticas. A mí me sucedió lo contrario: casarme con dos genios me pareció algo aterrador; no pude decidirme a comprender dos líneas de cábala. Cada día, dejaba el trabajo de hoy para mañana, y casi terminé por olvidar ese arte tan difícil como peligroso.
Mi hermano no tardó en advertir mi negligencia; me hizo por ello amargos reproches, me amenazó con quejarse a mi padre; lo conjuré a que me perdonara. Prometió esperar hasta el sábado siguiente, pero ese día, como aún no había yo hecho nada, entró en mi aposento a medianoche, y me dijo que iba a evocar la sombra terrible de Mamún. Me eché a sus pies; fue inexorable. Lo escuché proferir la fórmula, antaño inventada por Baltuava de Endor. Inmediatamente apareció mi padre sentado en un trono de marfil; su mirada amenazadora me inspiró terror: temí no poder sobrevivir a la primera palabra que saliera de su boca. Lo oí, sin embargo: ¡hablaba del dios de Abraham! Lanzó imprecaciones espantosas. No os repetiré lo que me dijo.
Aquí la joven israelita se cubrió el rostro con ambas manos y pareció estremecerse ante el solo recuerdo de aquella escena cruel. Se tranquilizó, sin embargo, y continuó en los siguientes términos:
—No escuché el final del discurso de mi padre; estaba desvanecida antes de que él hubiese acabado. Vuelta en mí, pude ver a mi hermano que me presentaba el Sefiroth. Creí desvanecerme de nuevo; pero había que sobreponerse. Mi hermano, que sospechaba que conmigo sería necesario volver a los primeros elementos, tuvo la paciencia de traérmelos poco a poco a la memoria. Empecé por la composición de las sílabas; pasé a la de las palabras y las fórmulas. Al fin acabé por aficionarme a esa ciencia sublime. Pasaba las noches en el gabinete que había servido de observatorio a mi padre, y me acostaba cuando la aurora venía a turbar mis operaciones. Entonces caía de sueño. Mi mulata Zulica me desnudaba sin que yo casi lo advirtiera. Dormía algunas horas, y luego volvía a ocuparme en cosas para las cuales no estaba hecha, como veréis.
Conocéis a Zulica, y habréis podido reparar en sus encantos: son muchos; sus ojos tienen una expresión tierna; la sonrisa embellece su boca; tiene un cuerpo de formas perfectas. Volvía yo una mañana del observatorio. Llamé para que me desnudaran, y ella no me oyó. Fui a su aposento, que está al lado del mío. La vi en la ventana, inclinada hacia fuera, semidesnuda, y soplando sobre su mano besos que su alma toda parecía seguir. Yo no tenía ninguna idea del amor: la expresión de ese sentimiento encontró por vez primera mis miradas. Quedé hasta tal punto conmovida y sorprendida que permanecí inmóvil como una estatua. Zulica se volvió: un encarnado vivo se abría paso a través del color avellana de su seno, y se esparcía en toda su persona. Yo estaba a punto de desfallecer. Zulica me recibió en sus brazos, y su corazón, cuyas palpitaciones sentí, hizo pasar al mío el desorden que reinaba en sus sentidos.
Zulica me desnudó a toda prisa. Cuando yo estuve acostada, pareció retirarse con placer y cerrar la puerta tras de sí con más placer aún. Muy pronto oí los pasos de alguien que entraba a su aposento. Un impulso tan rápido como involuntario me llevó a correr a su puerta y mirar por el ojo de la cerradura. Vi al joven mulato Tanzai; traía una canasta llena de flores que había recogido en la campiña. Zulica corrió a su encuentro, cogió puñados de flores y las apretó contra su seno. Tanzai se aproximó para respirar el perfume que se mezclaba a los suspiros de su amante. Me pareció sentir con Zulica el estremecimiento que recorría su cuerpo todo. Cayó en brazos de Tanzai, y yo fui a esconder mi debilidad y mi vergüenza en el lecho.
Inundé el lecho con mis lágrimas. Los sollozos me ahogaban, y, en el exceso de mi dolor, exclamé:
—¡Oh mi centesimadoce abuela, cuyo nombre llevo, dulce y tierna esposa de Isaac, si desde el seno de vuestro suegro, desde el seno de Abraham, veis el estado en que estoy, apaciguad a la sombra de Mamún y decidle que su hija es indigna de los honores que le destina!
Mis gritos habían despertado a mi hermano. Entró en mi aposento y, creyéndome enferma, me hizo beber un calmante. Volvió a mediodía, me encontró el pulso agitado, y se ofreció a continuar por mí mis operaciones cabalísticas. Acepté, porque me hubiera sido imposible trabajar. Me dormí hacia la tarde, y tuve sueños muy diferentes de los que había tenido hasta entonces. Al día siguiente soñaba despierta, o a lo menos padecía distracciones que hubiesen podido hacer creer que soñaba. Las miradas de mi hermano me hacían ruborizar sin motivo.
Ocho días pasaron así.
Una noche, mi hermano entró en mi aposento. Tenía bajo el brazo el libro de Sefiroth, y en la mano una cinta constelada donde estaban escritos los setenta y dos nombres que Zoroastro ha dado a la constelación de Géminis.
—Rebeca —me dijo—, Rebeca, salid de un estado que os deshonra. Ya es tiempo que ensayéis vuestro poder sobre los pueblos elementales. Y esta cinta constelada os garantizará de su petulancia. Elegid entre los montes de los alrededores el lugar que creáis más apropiado para vuestra operación. Pensad que de ella depende vuestra suerte. Después de hablar de tal modo, mi hermano me arrastró fuera del castillo y cerró la puerta tras de mí.
Librada a mis propias fuerzas, traté de armarme de coraje. La noche era sombría. Yo estaba en camisa, con los pies desnudos y los cabellos sueltos, mi libro en una mano y mi cinta mágica en la otra. Dirigí mis pasos hacia la montaña más próxima. Un pastor quiso abusar de mí, pero lo empujé con el libro que tenía y cayó muerto a mis pies. No os sorprenderá cuando sepáis que la cubierta del libro estaba hecha con la madera del arca, que tiene la propiedad de matar a todo aquel que la toca.
Apareció el sol cuando llegué a la cumbre que había elegido para mis experimentos. No podía comenzarlos sino al día siguiente a medianoche. Me retiré a una caverna, donde encontré a una osa con sus cachorros. Me atacó, pero la cubierta de mi libro produjo su efecto, y el furioso animal cayó a mis pies. Sus telas hinchadas me recordaron que yo moría de inanición, y que aún no tenía ningún genio a mis órdenes, ni siquiera el menor duendecillo. Tomé el partido de echarme al lado de la osa, y de mamar su leche. Un resto de calor que el animal conservaba aún hacía menos repugnante aquella comida, pero los ositos vinieron a disputármela. Imaginad, Alfonso, a una muchacha de dieciséis años, que hasta entonces no había abandonado nunca su casa, en esa situación. Tenía en la mano armas terribles, que jamás había usado todavía, y la menor inatención podía volverlas contra mí.
Sin embargo, la hierba se secaba bajo mis pies, el aire se cargaba de un vapor inflamado, y los pájaros expiraban en medio de su vuelo. Juzgué que los demonios, estando sobre aviso, comenzaban a reunirse. Un árbol se incendió por sí mismo y de él salieron torbellinos de humo que, en vez de elevarse, rodearon mi caverna y me hundieron en las tinieblas. La osa caída a mis pies pareció reanimarse. Sus ojos lanzaron chispas que, por un instante, disiparon la oscuridad. Un espíritu maligno salió de su boca en forma de serpiente alada. Era Nemrael, demonio de la más baja especie, que destinaban a servirme. Pero poco después oí hablar la lengua de los Egregores, los más ilustres de los ángeles caídos. Comprendí que me ha rían el honor de asistir a mi recepción en el mundo de los seres intermedios. Esta lengua es la misma que nosotros tenemos en el libro de Henoch, obra que he estudiado muy especialmente.