—Señora —le respondí—, os decía solamente que el interés no me determinaría a casarme; sin embargo, tenéis razón: no pienso hacerlo.
Me despedí de la duquesa. Fui a casa de Toledo, a quien no le confié mis secretos, y después entré en mi morada de la calle del Retiro. Las celosías de la casa de enfrente, y aun las ventanas, estaban abiertas. El viejo lacayo Andrés tocaba la guitarra; Leonor bailaba el bolero con una vivacidad y una gracia que no se hubiesen esperado de una pupila de las carmelitas, porque allí había sido educada y sólo entró en las ursulinas después de la muerte del duque. Leonor hizo mil locuras, pretendiendo que la dueña bailara con Andrés. Harto sorprendido estaba yo de que la severa duquesa de Ávila tuviese una hermana de tan buen humor. Por otro lado, el parecido era asombroso; yo estaba muy enamorado de la duquesa, y su viva imagen no podía menos de interesarme mucho; me dejé arrastrar por el placer de la contemplación hasta que la dueña cerró la celosía.
Al día siguiente fui a ver a la duquesa y le rendí cuentas de mi cometido. No le oculté el extremado placer que me habían causado los inocentes entretenimientos de su hermana. Hasta osé atribuir el exceso de mi arrobamiento a su gran aire de familia. Como estas palabras se parecían de lejos a una especie de declaración, la duquesa dio la impresión de enojarse: su severidad se acentuó.
—Señor Avadoro —me dijo—, sea cual fuere el parecido entre las dos hermanas, os ruego no confundirlas en los elogios que queráis hacerles; sin embargo, venid mañana; debo salir de viaje y deseo veros antes de partir.
—Señora —le dije—, deba vuestra cólera aniquilarme, vuestros rasgos están grabados en mi alma como la imagen de una divinidad: estáis muy por encima de mí para que me atreva a elevar hasta vos un pensamiento amoroso; pero hoy encuentro vuestros rasgos divinos en una joven alegre, franca, sencilla, natural, que me preservará de amaros en ella. Á medida que yo hablaba, el rostro de la duquesa acentuaba su severidad: yo esperaba que me echaría de su lado. No lo hizo. Me repitió simplemente que volviera al día siguiente.
Cené en casa de Toledo, y después volví a mi puesto. Las celosías de la casa de enfrente estaban abiertas, y yo veía hasta el fondo de las habitaciones. Leonor, entre grandes carcajadas, tendía ella misma en la mesa un mantel muy blanco y ponía dos cubiertos; estaba en justillo, y se había remangado la camisa hasta los hombros. Cerraron las celosías y las ventanas, pero lo que yo había visto me hizo una fuerte impresión. ¡Y qué joven puede observar con sangre fría la vida íntima de una muchacha!
No sé demasiado lo que balbuceé al día siguiente a la duquesa. Ella pareció temer que fuese una declaración de amor y, apresurándose en tomar la palabra, me dijo:
—Señor Avadoro, como os lo he dicho ayer, debo partir. Voy a pasar algún tiempo en mi ducado de Ávila: he permitido a mi hermana pasearse después que se ponga el sol, pero sin apartarse demasiado de su casa; si entonces queréis acercaros a ella, la dueña está prevenida y os dejará conversar cuanto deseéis. Tratad de conocer el espíritu y el carácter de esa muchacha: me informaréis a mi vuelta.
Acto seguido, inclinando la cabeza, me hizo señas para que me despidiera. Me costó irme. Estaba realmente enamorado de la duquesa. Su extremada altanería no me desanimaba; pensaba, por el contrario, que si resolvía tomar un amante, lo elegiría de una clase inferior a la de ella, cosa que no es rara en España; en fin, algo me decía que la duquesa podría amarme un día, pero no sé, en verdad, de dónde me venía ese presentimiento; en todo caso, su conducta conmigo no había podido motivarlo. Pensé en la duquesa durante todo aquel día; pero, hacia la tarde volví a pensar en su hermana: fui a la calle del Retiro. Había un hermoso claro de luna. Reconocí a Leonor y su dueña sentadas en un banco junto a la puerta. La dueña me reconoció también, se llegó a mí y me invitó a sentarme al lado de su pupila. Después se alejó.
Al cabo de un momento de silencio, Leonor me dijo:
—¿Vos sois pues ese joven a quien me está permitido ver? ¿Llegaréis a ser amigo mío?
Le contesté que ya sentía gran amistad por ella.
—Y bien, hacedme el favor de decirme cómo me llamo.
—Os llamáis Leonor.
—No es eso lo que os pregunto. Debo tener otro nombre. Ya no soy tan simple como lo era en el convento de las carmelitas: creía entonces que el mundo no estaba poblado sino por religiosas y confesores; pero ahora sé que hay maridos y mujeres que no se dejan ni de día ni de noche, y que los niños llevan el nombre de su padre; es por eso que quiero saber mi nombre.
Como las carmelitas, sobre todo en algunos conventos, tienen una regla muy severa, no me sorprendió que Leonor se hubiera mantenido tan ignorante hasta los veinte años; le respondí que no la conocía sino por el nombre de Leonor. Le dije después que la había visto bailar en su cuarto, y que con toda seguridad no había aprendido a bailar en el convento de las carmelitas.
—No —me respondió— fue el duque de Ávila quien me hizo entrar al convento. Después de su muerte, pasé al de las ursulinas, donde una interna me enseñó a bailar, otra a cantar; en lo que respecta a la manera en que los maridos viven con sus mujeres, todas las internas me han hablado de ello, y no es un secreto entre las muchachas. Yo también quisiera tener un nombre, y para eso es menester casarse.
Después Leonor me habló de comedia, de paseos, de corridas de toros, y manifestó gran deseo de ver todas esas cosas. Tuve aún algunas entrevistas con ella, siempre de noche. Al cabo de ocho días, recibí la siguiente carta de la duquesa: Al pediros que os acercarais a Leonor, esperaba que ella os tomaría afecto. La dueña me asegura que mis deseos se han realizado. Si la devoción que sentís por mí es verdadera, os casaréis con Leonor Pensad que una negativa de vuestra parte me ofendería. Respondí en estos términos:
Mi devoción por vuestra señoría es el único sentimiento que puede ocupar mi alma: el que se debe a una esposa, quizá no encontrase lugar en ella. Leonor merece un esposo que sólo se ocupe de ella.
Recibí la siguiente respuesta:
Es inútil que os lo oculte más tiempo: sois peligroso para mí, y vuestra negativa a aceptar la mano de Leonor me ha dado el más vivo placer que he sentido en mi vida; pero estoy resuelta a vencer mi inclinación. Debéis elegir entre casaros con Leonor, o ser excluido para siempre de mi presencia, y quizá de las Españas. Usaré hasta ese extremo mi crédito en la corte. No me escribáis. La dueña está encargada de mis órdenes.
Por enamorado que estuviese de la duquesa, tanta altanería me disgustó. Por un momento estuve tentado de confesárselo todo a Toledo y de ponerme bajo su protección; pero Toledo, siempre enamorado de la duquesa de Sidonia, estaba muy apegado a la amiga de ésta y no me hubiera nunca protegido contra ella; tomé pues el partido de callarme y por la tarde me aposté en la ventana para ver a mi futura esposa. Como las celosías estaban abiertas, podía ver hasta el fondo del cuarto. Leonor estaba en medio de cuatro mujeres, ocupadas en adornarla. Llevaba un hábito de raso blanco, una corona de flores, un collar de diamantes. Por encima de todo ello le habían puesto un velo blanco que la cubría de la cabeza a los pies.
Todo esto me sorprendió un poco. Muy pronto mi sorpresa aumentó. Llevaron una mesa desde el fondo del cuarto y la adornaron como un altar. Pusieron cirios sobre ella, apareció un sacerdote, acompañado de dos caballeros que parecían no estar allí sino como testigos; el marido faltaba todavía. Llamaron a mi puerta. Entró la dueña.
—Os esperan —me dijo—. ¿Pensaréis resistiros a la voluntad de la duquesa?
Seguí a la dueña. La novia no se quitó el velo; pusieron su mano en la mía: en suma, nos casaron.
Los testigos me felicitaron, así como a la recién casada cuyo rostro yo no había visto todavía, y se retiraron. La dueña nos condujo a un cuarto débilmente iluminado por los rayos de la luna, se fue y cerró la puerta tras de sí.
La manera en que viví con mi mujer estuvo de acuerdo con ese matrimonio extravagante.
Después de ponerse el sol, abría las celosías, y yo veía todo el interior del departamento; ya ella no salía por la noche, y yo no tenía ocasión de abordarla. Hacia medianoche, la dueña venía a buscarme y me conducía a mi casa antes de que despuntara el día.
Al cabo de ocho días, la duquesa volvió a Madrid, y la vi de nuevo con una suerte de confusión: yo había profanado su culto y me lo reprochaba. Ella, por el contrario, me trataba con extremada amistad. Su altivez desaparecía cuando estábamos a solas: yo era su hermano y su amigo.
Una tarde que volvía a mi casa, como estuviera a punto de cerrar la puerta, me tiraron del faldón de la casaca. Me volví y reconocí a Busqueros.
—¡Ah, ah, te he pescado! —me dijo—. Monseñor de Toledo me ha dicho que ya no te veía y que andabas en asuntos misteriosos de los cuales él no estaba informado. Sólo le he pedido veinticuatro horas para descubrirlos, y he vencido. Pues bien, muchacho, me debes respeto, porque me he casado con tu madrastra.
Estas pocas palabras me recordaron hasta qué punto Busqueros había contribuido a la muerte de mi padre. No pude menos de mostrarle mi mala voluntad y me libré de él cuanto antes.
Al día siguiente fui a ver a la duquesa y le hablé de este enojoso encuentro. Ella pareció muy afectada.
—Busqueros —me dijo— es un hurón al que nada se le escapa: hay que sustraer a Leonor de su curiosidad. Desde hoy la haré partir para Ávila. No me tengáis rencor, Avadoro, lo hago para asegurar vuestra felicidad.
—Señora —le dije—, la idea de felicidad supone la de realización de nuestros deseos, y nunca he deseado ser el marido de Leonor. Es verdad, sin embargo, que ahora me he apegado a ella, y que todos los días la amo más, si es que la expresión se me permite, porque nunca la veo de día.
Aquella misma noche fui a la calle del Retiro, pero no encontré a nadie. La puerta y las celosías estaban cerradas.
Algunos días después, Toledo me hizo llamar a su gabinete y me dijo:
—Avadoro, he hablado de vos al rey. Su majestad os da una comisión para Nápoles. Temple, ese amable inglés, me ha insinuado que quiere verme en Nápoles y, si yo no pudiera ir, quiere que vayáis vos. El rey no juzga adecuado que yo haga ese viaje y quiere enviaros. Pero —agregó Toledo— el proyecto no parece halagaros demasiado.
—Me halagan mucho las bondades de su majestad, pero tengo una protectora y no quisiera hacer nada sin su aprobación.
Toledo sonrió y me dijo:
—He hablado con la duquesa; id a verla esta mañana.
Fui. La duquesa me dijo:
—Mi querido Avadoro, conocéis la posición actual de la monarquía española. El rey está próximo a su fin, y con él termina la línea austríaca; en circunstancias tan críticas, todo buen español debe olvidarse a sí mismo y no desperdiciar las ocasiones de servir a su país. Vuestra mujer está segura. No os escribirá. Yo le serviré de secretaria. De creerle a la dueña, será el caso de anunciaros muy pronto alguna nueva que os apegará aún más a Leonor.
Al decir estas palabras, la duquesa bajó los ojos, enrojeció, y después me hizo señas de retirarme. Fui a pedir instrucciones al ministro. Concernían a la política exterior y se extendían también a la administración del reino de Nápoles, que se quería, más que nunca, unir a España. Partí al día siguiente e hice el viaje con la mayor diligencia posible. Puse, en llevar a cabo mi comisión, el celo que se despliega en un primer trabajo. Pero, en los intervalos de mis ocupaciones, los recuerdos de Madrid adquirían de nuevo un gran imperio sobre mi alma. La duquesa me amaba a pesar suyo: así me lo había confesado. Convertida en mi cuñada, se había curado de lo que aquel sentimiento podía tener de apasionado; pero me conservaba un apego del cual me daba mil pruebas. Leonor, misteriosa diosa de mis noches, me había, por las manos del himeneo, ofrecido la copa de la voluptuosidad; su recuerdo reinaba tanto sobre mis sentidos como sobre mi corazón; la echaba de menos desesperadamente; con excepción de aquellas dos mujeres, el bello sexo me era indiferente.
Las cartas de la duquesa me llegaban con la correspondencia del ministro. No llevaban firma y la letra estaba desfigurada. Supe por ellas que el embarazo de Leonor avanzaba, pero que estaba enferma y sobre todo muy lánguida. Después supe que yo había sido padre y que Leonor había sufrido mucho. Las noticias que me dieron de su salud parecían concebidas para preparar otras más tristes.
Por último vi llegar a Toledo cuando menos lo esperaba. Se echó en mis brazos.
—Vengo —me dijo— por los intereses del rey. Pero son las duquesas quienes me envían.
Al mismo tiempo me entregó una carta; presentí su contenido. La abrí temblando. La duquesa me anunciaba en ella el fin de Leonor y me ofrecía todos los consuelos de una tierna amistad.
Toledo, que desde hacía mucho tiempo tenía sobre mí el más grande ascendiente, lo usó para calmar mi estado de ánimo. Yo no había, por así decirlo, conocido a Leonor; sin embargo, ella era mi esposa, y su idea se identificaba con el recuerdo de las delicias de nuestra corta unión. Mi dolor me dejó mucha melancolía y un gran abatimiento. Toledo se encargó de la marcha de los asuntos y, cuando éstos estuvieron acabados, volvimos a Madrid. Cerca de las puertas de la capital me hizo bajar y, tomando caminos desviados, me condujo al cementerio de las carmelitas: allí me hizo ver una urna de mármol negro; en su base podía leerse: Leonor Avadoro. Bañé el monumento con mis lágrimas y volví muchas veces antes de ver a la duquesa. No se enojó por ello: antes bien, la primera vez que fui a visitarla, me dio muestras de un afecto que se confundía con la ternura. Por último me condujo al interior de su casa y me hizo ver a un niño en una cuna: mi emoción llegó al colmo. Puse una rodilla en tierra; la duquesa me tendió la mano para que me incorporara. Se la besé: me hizo señas de retirarme.
Al día siguiente fui a casa del ministro y, en su compañía, a ver al rey. Toledo, al enviarme a Nápoles, había buscado un pretexto para que me acordaran ciertas gracias; me hicieron caballero de Calatrava. Esta condecoración, sin ponerme a igual nivel que las personas de primer rango, me acercaba no obstante a ellas. Estuve, respecto a Toledo y a las dos duquesas, en una posición que no era en modo alguno inferior; por lo demás, yo era su propia obra, y ellos parecían complacerse en hacerme subir en la escala social. Poco después, la duquesa me encargó que vigilara un asunto que tenía en el consejo de Castilla; puse en él el celo que puede imaginarse y una prudencia que aumentó la estima que inspiraba a mi protectora. La veía todos los días y se mostraba siempre más afectuosa. Aquí comienza lo maravilloso de mi historia.