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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (18 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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Tiene un aspecto un tanto peculiar soltando ese discurso tan formal con rulos y sin maquillaje. Me pregunto si lo habrá ensayado delante del espejo tal como ensaya las conferencias. Por lo que a mí respecta, aún tengo otra tostada que comerme y estoy masticando tan aprisa como puedo, porque papá sigue escuchando la radio y mamá está enrojeciendo de tanto esfuerzo como hace por no perder la paciencia con él.

—Aron —continúa—. Es la víspera de Rosh Hashaná y quiero que pasemos página. Ahora escúchame, por favor. Rosh Hashaná no es más que una manera de decir: «Venga, vamos a parar un momento y hacer balance, vamos a desprendernos de nuestros pecados y tomar alguna nueva resolución».

Pero papá sigue sin hacerle caso, continúa inclinado sobre la radio escuchando con mucha atención, así que al final mamá deja de mostrarse paciente y cruza la cocina a zancadas en albornoz para apagarle la radio.

Papá vuelve a encenderla.

Ella vuelve a apagarla.

Él vuelve a encenderla.

No tengo ganas precisamente de permanecer presente durante el resto de la pelea, así que me escabullo a mi cuarto a fin de prepararme para ir al colegio. En el momento en que salgo de la cocina, oigo a mamá decir:

—De veras, Aron, ¿no crees que sería saludable para los dos tomar alguna nueva resolución?

Pero papá no responde, no hace ningún chiste, ni siquiera me desea que lo pase bien en la escuela, se va de casa con un portazo y sé que se ha ido a la calle HaNasi a comprar todos los periódicos en inglés que pueda encontrar.

No puedo explicarlo del todo, pero la atmósfera también se nota cargada en el colegio, como si estuviera a punto de estallar una tormenta aunque el cielo está tan azul como quepa esperar y el sol cae a plomo. Mi ataléf dice: «Cuidado, Randall. Cuidado, Randall», pero no tengo ni idea de con qué debo tener cuidado. A la hora de comer, Nouzha me susurra: «Sharon acaba de invadir Beirut oeste, ¿te das cuenta?», y asiento pero no sé quién es Sharon y lo que me gustaría es poder ir a jugar al béisbol en Central Park.

Cuando regreso a casa del colegio voy a mi habitación hace un calor de cuidado no soporto que haga tanto calor quiero explotar quiero que todo explote empiezo a dar vueltas por la habitación con los brazos extendidos igual que un avión que girase como loco diciendo: «rosh, rosh, rosh hashaná», y en esta actividad «Rosh» significa cabeza y «Hashaná» significa explota porque tengo la sensación de que la cabeza me va a explotar, no puedo entender las cosas y me está angustiando mucho.

Cenamos en silencio.

Vuelvo a mi cuarto y dibujo personas sin estómago luego sin cabeza luego sin brazos luego sin piernas; les pongo las piernas en el cuello y los brazos en el estómago, dibujo pechos sin cuerpo que vuelan por el aire y el ataléf de mi marca de nacimiento dice: «¡Guau! ¡Cuidado, Randall!», pero no me dice de qué debo tener cuidado y no sé a quién recurrir.

Sueño que papá se va y da portazos sin parar. La puerta golpea una y otra vez en mi sueño y entonces caigo en la cuenta de que nadie puede dar portazos tan rápido así que deben de ser disparos. Tanques. Bombas.

Me despierto por la mañana y voy a la cocina descalzo y veo algo que no había visto nunca, a mi padre llorando. Está hundido sobre el
Herald Tribune
encima de la mesa de la cocina y solloza ruidosamente. Ni siquiera me atrevo a preguntarle qué pasa pero cuando me acerco y me quedo a su lado me coge y se aferra a mí como si necesitara que lo protegiese cuando por lo general son los padres los que deben proteger a sus hijos, así que no sé qué hacer. Tiene la cara tan congestionada y los ojos tan enrojecidos que apenas lo reconozco: debe de llevar ya un buen rato sollozando. No puedo leer los titulares del periódico que lo disgustan tanto, pero también me echo a llorar y le digo con vocecilla aguda:

—¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa?

Él me coge con más fuerza incluso, lo que hace que empiece a faltarme el aire, así que cuando mamá entra en la cocina, lo cierto es que es un alivio.

—¡Feliz Rosh Hashaná! —dice ella, porque venía preparada de antemano para decirlo y no se da cuenta de que ocurre algo a tiempo para impedir que las palabras se le escapen.

—Sadie —anuncia papá—, nos vamos de este puto país.

Eso deja de una pieza a mi madre, que se detiene en medio de la cocina con la sonrisa de Rosh Hashaná aún revoloteando en los labios.

—Mira… mira… mira… —dice papá señalando el
Herald Tribune
, y el corazón empieza a palpitarme cuando mamá se sienta con cara de susto y se pone a leer los titulares y algo más en la primera plana.

Mientras tanto, papá se ha derrumbado sobre la mesa y ha empezado a llorar de nuevo, lo que es sencillamente insoportable, y en cuestión de medio minuto mamá empieza a decir:

—Ay Dios mío ay dios mío ay dios mío… —Y luego añade—: Esto es horrible.

Y lo que alcanzo a entender es que mis dibujos se han hecho realidad, que allá en el Líbano están haciendo pedazos los cuerpos de la gente con brazos y piernas y cabezas volando por los aires cientos de cadáveres miles de cadáveres niños muertos caballos muertos ancianos muertos familias amontonadas y hediondas.

—Aún está ocurriendo —señala mi padre—. ¡Está ocurriendo en este preciso instante! ¡Están matando a todos los refugiados en Sabra y Shatila! ¡Fíjate en lo que está haciendo este puto país!

—Pero Aron —dice mamá, que sigue leyendo el periódico y por suerte no habla ya de años nuevos y nuevas páginas—, no son los israelíes, ¿es que no sabes leer? Son los falangistas, los cristianos libaneses, todo forma parte de la guerra civil en el Líbano.

—¡No me vengas con que no son los israelíes! —grita papá, y creo que es la primera vez en la vida que le he oído levantar la voz—. Tienen allí a Arafat y la OLP. Han convencido a los ejércitos pacificadores de que se marcharan para tener las manos libres. Han contribuido a preparar todo esto; lo han propiciado. Lo han instigado y secundado. Lo han protegido; observado. Siguen observándolo tranquilamente, con prismáticos y telescopios, desde el tejado de la embajada kuwaití. Desde allá arriba hay una vista excelente de Shatila.

—¡Deja de culpar de todo a Israel! —grita entonces mamá, tan fuerte que probablemente se ha quedado afónica al instante.

La pelea y el griterío continúan durante todo el fin de semana, con períodos de silencio y más escuchar la radio y leer los periódicos y más discrepancias acerca de quién tiene la culpa de todos los cadáveres que se apilan en el Líbano, cada vez más abotargados y apestosos debido al terrible calor, enterrados a paladas por bulldozers. Me encuentro en un estado de miserable confusión, la situación nunca había sido tan mala en casa, y a pesar de lo mucho que adoro el hebreo y a Nouzha, casi desearía no haber venido a Haifa.

El domingo es un alivio ir de nuevo a clase. El calor ya es intenso a las siete y media de la mañana y cuando estoy cruzando la calle Ha'Yam veo al padre de Nouzha dejándola en lo alto de la escalera y el corazón me da un vuelco. Nouzha es mi única esperanza, podrá explicarme las cosas. Salgo corriendo tras ella y digo:

—Eh, Nouzha, ¿qué tal?

Y ella se vuelve y me mira con una flecha emponzoñada en los ojos y no consigo recordar la fórmula mágica para desviarla, sé que es Alá no sé cuántos, pero su expresión me deja tan pasmado que no puedo acordarme del resto.

Al final, cuando llegamos al tercer descansillo se detiene y dice, sin mirarme, con su precioso perfil petrificado:

—He venido a recoger mis cosas. Mi padre me está esperando. La Escuela Hebrea Reali se ha terminado. Los judíos se han terminado. Hasta tú, tú te has terminado. Sí, Randall. Tu madre se ha terminado, tu padre se ha terminado, todos sois culpables y seréis mis enemigos por siempre jamás. Tenía docenas de parientes en Shatila.

Luego se le contrae la cara y ésa es la última palabra que me dirige: «Shatila». Se apresura a bajar el resto de la escalera para no tener que seguir conmigo y yo me cojo a la barandilla porque me siento aturdido.

Las clases siguen adelante como si no hubiera ocurrido nada, lo que es bueno, pero durante el recreo y la comida empieza a resonarme en la cabeza todo lo que no entiendo, y no tengo ganas precisamente de volver a casa.

No hay nadie en casa a mi regreso, así que me voy a la habitación.

Qué calor hace.

—Qué calor hace,
Marvin
, ¿verdad?
—Marvin
asiente—. Debes de tener más calor aún que yo con ese abrigo de piel, ¿no? —Asiente—. ¿Te resulta desagradable el calor? —Asiente—. Venga, vamos a ver si puedo hacer que te sientas mejor.

Voy al cuarto de mis padres y cojo las tijeras del cajón de la mesa de mi madre, regreso y miro a
Marvin
un buen rato, con las tijeras en la mano. Su ojo ciego y lloroso le da un aspecto triste pero encantador, ladea la cabeza y le clavo las tijeras en el estómago, atravesándole el forro de piel.

—Bueno, vamos a intentar quitarte esto, ¿vale?

Y él asiente, así que sigo cortando. Las tijeras están bien afiladas y las entrañas de
Marvin
empiezan a derramarse. Están hechas de algo así como guata, toda apelotonada en bolitas de color blanco amarillento. Corto y rasgo. Le rebano el gaznate.

—¿Ya te sientes mejor,
Marvin
? —le pregunto, y él asiente. Le rasgo las puntadas de hilo a lo largo de los brazos y las piernas—. ¿Ya estás mejor,
Marvin
?

Y él dice sí, lo estoy. Le corto las orejitas y la colita y luego le abro la nuca para ver qué aspecto tienen sus sesos y tienen exactamente el mismo que las entrañas. Es un vejestorio de oso. Más viejo que yo, más viejo que mamá y papá. Recojo todos los trozos, los meto en una bolsa de plástico y la llevo a la cocina. Luego saco unos cubitos de hielo del congelador y los meto en la bolsa con él y le digo:

—¿Ya estás más fresco,
Marvin
? —Y él dice que sí. Así que le hago un nudo a la bolsa y la meto en el fondo del cubo de basura, la cubro con el resto de los desperdicios y digo—: Que seas feliz en el cielo,
Marvin.
—Y luego me lavo las manos y me siento mejor.

Papá regresa a casa poco después y en cuanto le veo la cara salta a la vista que ha decidido comportarse como un padre otra vez, lo que es un inmenso alivio. Me abraza sin estrujarme y dice: «Eh, ¿qué te parece si nos vamos los dos al zoo?» Cuando vamos por la calle HaTishbi me pide que ponga a prueba su hebreo y me alegra que todo esté volviendo a la normalidad. «Hakol beseder», me digo, todo va bien.

No tardo en darme cuenta de que esta visita al zoo es, en esencia, para papá, con el fin de ayudarlo a decir algo difícil porque es más fácil decir cosas difíciles cuando estás mirando monos y tigres en vez de a la persona con que hablas.

—Escucha, Ran —me dice—. Quiero que sepas que tu madre y yo hemos arreglado nuestros asuntos esta mañana. Lo que está ocurriendo en el Líbano es tan horrendo que no queremos tener guerras en nuestra propia casa también, ¿vale?

—Vale.

—Así que hemos decidido evitar el tema de la política por completo y limitarnos a sacar el mayor partido posible de nuestra estancia en Haifa y considerarnos afortunados de que nuestra familia siga de una pieza. Tenemos una buena familia, ¿verdad?

—Verdad.

—Y no quiero que te preocupes, eso es lo más importante. Mamá y yo nos enfadamos por tal y cual cosa, pero vamos a salir adelante y a mantenernos unidos, y tú no debes preocuparte. Es una crisis, desde luego, pero las crisis forman parte de la vida. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —digo, pensando en
Marvin
rodeado de cubitos de hielo derretidos en el fondo del cubo de basura.

• • •

Así que nos sumimos en una especie de nueva atmósfera con mamá y papá haciendo esfuerzos conscientes por ser amables, mostrar interés en nuestras respectivas actividades y evitar absolutamente el tema de la guerra. Papá ha tomado la resolución de Año Nuevo de seguir un estricto régimen de escribir todos los días de las ocho a las doce y de la una a las cinco, aunque rara vez parece satisfecho con los resultados. Mamá se ha hartado del largo trayecto en autobús hasta la universidad, así que ha alquilado un coche. Cuando nos lo dice una noche a la hora de cenar casi provoca una pelea porque papá dice que le parece un gasto innecesario y ella responde: «Desde luego no es dinero tuyo el que estoy gastando, Aron, apenas recuerdo la última vez que trajiste un cheque a casa», lo que es una pulla de lo más cruel, eso de recordarle que aún no tiene mucho éxito como autor teatral, pero él se traga el orgullo y le pregunta en qué clase de coche está pensando y la conversación continúa a partir de ahí.

Resulta que el coche es una ventaja para todos porque los fines de semana podemos ir a la montaña, a la preciosa Reserva Natural del Monte Carmelo, y dar paseos entre los árboles y los pájaros y los arbustos en flor, y eso nos hace sentir como una familia unida y feliz de veras, igual que todas las demás. El único problema es que mamá no es una conductora precisamente estupenda y dice que los israelíes conducen como locos, así que siempre se pone nerviosa preguntándose si tiene tiempo suficiente para pasar, o se indigna cuando alguien no le ha cedido el paso debidamente. A veces, cuando se mete en el carril izquierdo y hay un enorme camión que viene directo hacia nosotros, papá se aferra instintivamente a la puerta, así que mamá ceja en su intento de adelantar y vuelve al carril derecho con un volantazo, furiosa con papá porque parece estar poniendo en duda sus aptitudes al volante a pesar de que él ni siquiera tiene carnet. Todo ello propicia una atmósfera un tanto fastidiosa en el coche, pero merece la pena por lo de la Reserva.

En la escuela me entrego al baloncesto y otras actividades deportivas para librarme de la congoja causada por la ausencia de Nouzha. Me acaricio el ataléf de la marca de nacimiento todas las mañanas para sentirme un poco en contacto con su zahry, la mota púrpura de su mano. Y quién sabe, tal vez volvamos a vernos algún día y seamos amigos de nuevo a pesar de todos los conflictos mundiales, porque la quiero de veras.

Septiembre toca a su fin y octubre pasa sigilosamente y luego llega la víspera de Halloween. Pienso en cómo han de estar cambiando de color las hojas en Central Park y también en cómo seré una persona distinta para cuando regresemos a Nueva York, y si aún seré amigo de mis amigos de antes, como Barry.

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