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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (15 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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—¿Qué es una fuente de vida, mamá?

Silencio en el asiento delantero.

—¿Mamá?

—Sadie —dice papá con un suspiro—, igual esta conversación puede esperar un poco, ¿no te parece?

—Sí, claro que sí —cede mamá de repente, al tiempo que se vuelve en el asiento y me tiende la mano para que pueda cogérsela de nuevo, pero su nerviosismo hace que se me tense el estómago, como si algo horrible estuviera a punto de ocurrir. Sigue sin decir: «¿Qué habéis estado haciendo, chicos?» Se limita a contemplar cómo pasa veloz el puente de Manhattan con todo el tráfico encima.

Luego, transcurrido un rato, vuelve a hablarle a papá sobre lo que ha averiguado de la hermana de Erra, Greta, y sobre todo de esa tal señorita Mulyk en Chicago. Al parecer, los padres alemanes de Erra no murieron cuando su pueblo fue bombardeado tal como siempre le había dicho Erra, de hecho, ni siquiera eran sus padres, en realidad era ucraniana, para empezar, pero primero la llevaron raptada a Alemania y la agencia la localizó gracias a su marca de nacimiento, así que fue adoptada en Canadá; los padres muertos eran sus auténticos padres ucranianos.

—No lo entiendo —dice papá—. Si sus auténticos padres estaban muertos, ¿cómo se enteraron de lo suyo en la agencia? ¿Cómo la encontraron? ¿Quién les dijo que tenía una marca de nacimiento?

—Aún no lo sé todo —responde mamá—. Mi investigación acaba de comenzar. ¡He ido a Alemania en busca de respuestas y no he hecho más que volver con otro montón de preguntas nuevas!

A mí me resulta demasiado complicado; bueno, cuántos padres puede tener una niña, así que me duermo en el coche y ni siquiera sé quién me acuesta en la cama.

Lo que tienen los adultos es que toman todas las decisiones y no hay nada que hacer al respecto.

A la mañana siguiente mientras desayunamos mamá dice: «¿Sabes qué, Randall?», y ni siquiera digo: «¿Qué?» porque no estoy de ánimo; sé que ese qué va a llegar tanto si lo quiero como si no.

Lo entiendo. Se me desploma sobre la cabeza igual que un techo.

El qué es que vamos a mudarnos, vamos a irnos de Nueva York. No me lo puedo creer. Tenemos que mudarnos para que mi madre siga con la investigación, nada menos. Miro a papá pero no la contradice, le sigue la corriente. Nadie pide mi opinión. Intento apartar de la mente la situación entera con una fabulosa y reluciente aura atómica como en el primer episodio de
Spiderman
pero no funciona; esto está sucediendo de verdad. Vamos a vivir en una ciudad llamada Haifa, en Israel. La señorita Mulyk, a quien ojalá no hubiera conocido mamá en Chicago, le habló de un profesor de la Universidad de Haifa que es el principal especialista mundial en fuentes de vida. En eso está interesada mamá de repente, aunque no sé lo que es, porque me parece que la abuela Erra pasó cierto tiempo en una de ellas de niña, entre la familia ucraniana y la alemana. ¿Igual es como una fuente de la juventud y es lo que siempre la ha mantenido con un aspecto tan juvenil? Sea como sea, mamá va a trabajar con el archivo de ese hombre en Haifa. Todo está yendo tan rápido que no entiendo cuáles son las vinculaciones, ni siquiera sé qué es un archivo. Para mí habrá un colegio en Haifa llamado Escuela Hebrea Reali, y tengo que dar clases de hebreo durante el resto del verano porque si no hablas hebreo no te dejan entrar en esa escuela.

«¿Qué pasa con mis amigos?», tengo ganas de gritar, pero a mis padres les importa una mierda. Se supone que no hay que decir mierda pero me importa una mierda que se suponga que no hay que decir mierda. «Es sólo para un año», me dicen, pero para mí un año es una eternidad. En un año tendré siete. Es increíble. Cuando regresemos a Nueva York tendré siete años y me habrán dejado de lado, mis amigos ya no querrán jugar conmigo. No quiero irme de Nueva York y sé con seguridad que papá tampoco quiere. Intenta bromear al respecto, dice que vamos a pasar de Reagan a Begin, lo que al menos resulta poético. Dice que no tenemos mucho que opinar en el asunto, así que deberíamos tomárnoslo como una aventura. Dice que no le importa llevar a rastras su bloqueo de escritor hasta el otro lado del océano Atlántico, siempre y cuando mamá pague las tasas, porque pesa una tonelada.

Estoy furioso con mi madre. La mataría.

Empiezo a dibujar gente sin estómago otra vez a propósito.

Dibujo mujeres a las que les cortan los pechos.

Dibujo grandes dagas que se hunden en la espalda de mujeres pero tengo buen cuidado de que éstas no se parezcan a mi madre por si llega a encontrar mis dibujos.

Mamá me busca un profesor de hebreo y ya veo que las clases van a fastidiarme por completo el resto del verano. «No te preocupes, Randall», dice ella cuando me ve ahí sentado de morros, con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho, a la espera de que llegue el profesor. Me acaricia la cabeza para demostrarme que le preocupa cómo me siento. No respondo porque disfruto de mi pose enfadada y disfruto aún más haciendo que se sienta culpable. Se va a toda prisa a la universidad en busca de más Mal, así que cuando suena el timbre es papá quién abre la puerta al profesor. Se llama Daniel y es bastante delicado y esbelto, con barba castaño claro y voz suave, y manos increíblemente expresivas que se mueven sin parar igual que pájaros.

Nos sentamos a la mesa del salón y él sonríe, me tiende la mano derecha y me dice: «Shalom», que mamá siempre me ha dicho que quería decir «paz» pero ahora veo que significa «hola», así que respondo «Shalom» y le estrecho la mano larga y blanca, que tiene una piel muy suave. Ha traído maletín y pienso: oh, no, va a ser igual que la escuela, pero resulta que el maletín está lleno de juegos y fotos. Así que lo primero que hacemos es jugar una partida de damas, que se me dan bien, y lo tengo derrotado en cinco minutos, y eso le da oportunidad de enseñarme a decir vosotros (atem), yo (ani), aquí (kan), ahí (sham), sí (ken), no (lo), ayuda (ezra) y gracias (todá). Para el final de la partida parece tan atónito con mi talento que me estoy partiendo de risa, y me enseña la palabra que significa «risa», que es tsahaq. Después vienen las fotos y en vez de estupideces como flores y gatitos tiene fotos de coches y bicicletas, pantalones vaqueros y botas, soldados y canicas, todo lo cual me será de gran utilidad como vocabulario. Las manos de Daniel revolotean y se precipitan de aquí para allá y son tan expresivas que apenas puedo quitarles ojo de encima. Le pregunto cómo decir «murciélago» y me lo dice, así que ya sé el nombre secreto de mi marca de nacimiento en hebreo: ataléf.

El mundo no es precisamente igual cuando todo tiene dos nombres distintos; es una noción extraña en la que pensar.

Tras unos días empiezo a esperar con ilusión nuestras clases porque cuando recuerdo lo que me ha enseñado, Daniel es todo halagos y sonrisas, y estoy impaciente por pasar a la siguiente etapa. Para principios de agosto construyo frases enteras, digo cosas como «Hace un tiempo horrible» (Mezeg avir garoua) y «Tengo hambre» (Ani raev) y «¿Damos un paseíto?» (Netayel ktzat?). Me gusta la sensación que produce este lenguaje en la garganta, sobre todo los sonidos
ayin
y
jet
, que son guturales y rugosos.

Aprecio a Daniel cada vez más y le pregunto palabras más difíciles, como «muerte» (mavet) y «soledad» (bdidout); sabe que son temas importantes y me hace preguntas al respecto. Se supone que debo evitar el inglés, así que cuando no sé las palabras en hebreo, las represento con gestos como si jugáramos a los acertijos, él asiente y me facilita las palabras que faltan. Le hablo del funeral del abuelo, de jugar al escondite y verme abandonado por mis primos, de la abuela Erra fumando puros y haciendo el pino, incluso de su segundo marido, Janek, que se voló la tapa de los sesos. Me corrige los errores con cuidado, asintiendo siempre como para decir: «Sí, eso es», para luego repetir mi frase con la corrección incluida de manera que pueda repetirla sin el error. Ahora las clases de hebreo son mi parte preferida del día y no quiero que acabe el verano porque eso supondrá no volver a ver a Daniel.

Un día le pregunto cómo se dice «fuente de vida» en hebreo, porque no hago más que oír hablar de ellas todo el rato y con un poco de suerte él podrá explicarme lo que son. Su sonrisa se evapora lentamente y sus delicadas manos de pájaro revolotean con delicadeza hasta posarse silenciosas sobre la mesa.

—¿Cómo? Ani lo mevin —dice, que significa «no entiendo». Así que pronuncio las palabras una y otra vez, y añado, en inglés:

—Mamá cree que la abuela Erra estuvo una vez en una fuente de vida en Alemania, pero no sé lo que es.

Daniel guarda silencio tanto rato que me asusta. No me mira a mí, sino sus manos sobre la mesa, tan inmóviles como si los pájaros estuvieran muertos. Al cabo, recoge todos los papeles y les propina unos golpecitos contra la mesa de la cocina para juntarlos en un pulcro fajo y luego guardarlos en el maletín. Después cierra el maletín, se va pasillo adelante y llama a la puerta del despacho de mi padre. Cuando papá abre la puerta, Daniel le dice en voz queda:

—Al venir aquí tenía la impresión de que iba a dar clases a un pequeño judío, no a un descendiente de las SS. —Luego gira sobre los talones y se marcha del apartamento. Sus pasos son tan suaves y muelles como siempre, pero salta a la vista que es por última vez porque no dice «Lehitrahot».

Me siento fatal porque he perdido a un amigo y ni siquiera sé por qué, pero debe de ser culpa mía, así que rompo a llorar. Papá me coge en brazos y se limita a abrazarme con mis piernas en torno a su cintura, y me deja sollozar sobre su hombro sin hacerme ninguna pregunta.

Salimos a dar una vuelta a la manzana y decidimos que será mejor no contarle a mamá lo de la renuncia de Daniel porque de todos modos las clases iban a terminar en unos días, ya que nos vamos el domingo siguiente. Mientras tanto, podemos fingir que sigue viniendo y seguir practicando con el hebreo que ya me ha enseñado, que es mucho.

Mamá vuelve a casa de un ánimo excelente porque ha sido muy eficaz y eso siempre la hace feliz. A la hora de cenar, sin darse cuenta siquiera de lo deliciosa que está la lasaña de papá, anuncia:

—Todo está preparado. Por lo visto, Haifa es una ciudad preciosa. He alquilado un apartamento para nosotros en la calle Hatzvi, desde donde se puede ir andando a la escuela de Randall. Podré coger el autobús hasta la universidad y papá tendrá toda la tranquilidad que necesita para su trabajo.

—Sí, desde luego —comenta él—. Israel es un sitio de lo más tranquilo hoy en día, porque han enviado a la mayoría de sus soldados al Líbano.

—Ah, y Randall, ¡adivina qué! —dice mamá—. ¡Hay un zoo no muy lejos! Iremos juntos al zoo, será divertido, ¿verdad?

No respondo. Hay un zoo aquí mismo en Central Park y no me ha llevado ni una sola vez. Por no mencionar que, según papá, en Israel no juegan mucho al béisbol y tampoco puedes lanzarte en trineo porque no nieva en invierno.

Abrazo a
Marvin
bien fuerte por la noche en la cama. Voy a llevármelo a Israel y espero que pueda protegerme con la idea de que antes era de la abuela Erra. Ojalá pudiera venir con nosotros la abuela, pero, claro, estará otra vez de gira y ni siquiera creo que sepa la auténtica razón de que vayamos a pasar un año en Israel, que es que mamá quiere investigar sus vínculos con la fuente de vida.

Esa noche sueño que estamos en una cafetería y una mujer ha sido asesinada. Yace en el suelo en un charco de sangre con las extremidades desparramadas entre las patas de las mesas y las piernas de los clientes, pero nadie parece darse cuenta.

«¡Papá! —digo—. ¡Papá, mira! ¡Hay una mujer muerta en el suelo!»

Pero él está ocupado hablando con mamá y no me hacen caso, así que empiezo a estar muy disgustado. Justo entonces, un camarero de uniforme blanco se agacha y encima del charco escarlata empieza a extender trapos blancos que se empapan de sangre, y luego los retuerce para escurrirlos sobre una palangana.

«¡Ah —le digo—, así que lo sabías!» «Claro, jovencito —me responde—. Hacemos todo lo que está en nuestra mano para ofrecer un servicio irreprochable».

Estamos en el avión. Mamá y papá leen libros y yo estoy sentado entre uno y otro con
Marvin
entre los brazos y asustado. Al final, papá se da cuenta de que tengo miedo, así que saca su libreta y jugamos al ahorcado y al tres en raya. Casi no hay niños en el avión, aparte de un par de bebés que no dejan de berrear. Papá le pregunta a la azafata si podría ponerles un poco de heroína en el biberón para que dejen de lamentarse. Eso hace reír a la azafata, pero la palabra «lamentarse» le recuerda a mamá un lugar sobre el que ha estado leyendo en su guía turística que se llama Muro de las Lamentaciones, adonde pueden ir los judíos a llorar todas las catástrofes que les han acontecido a lo largo de los siglos.

—Ya vale de tanto llorar y lamentarse —dice papá—. ¡Dos mil años, ya está bien! Voy a escribir una obra de teatro titulada
El muro de las risas
, acerca de un lugar sagrado al que va la gente para contarse chistes, bromear y sentirse mejor. Una hora de risa obligatoria todos los días —continúa—. Un chiste antes de cada comida. La Iglesia del Regocijo y el Jolgorio.

—Yo tenía un perro llamado
Regocijo
—comenta mamá, pero luego traen la comida y entre pasarnos las servilletas y los cubiertos de plástico y echarme un ojo para asegurarse de que no voy a derramar nada y calcular cuántas calorías hay en lo que come, se le olvida contarme lo del perro.

Después de comer me hace ir al lavabo a lavarme los dientes con el dedo.

El aeropuerto de Tel Aviv es una neblina de calor y voces chillonas. Han venido dos mujeres de la Universidad de Haifa a recibirnos, y me hablan en hebreo.

—Baruj haba —me dicen—. Ma Shlomja? —Y se les ilumina la cara cuando les respondo vacilante:

—Tov meód.

Si me esfuerzo en escuchar alcanzo a entender retazos de lo que se dice a mi alrededor gracias a Daniel. Consiguió meterme un montón asombroso de palabras hebreas en la cabeza antes de aquel fatídico día.

Haifa es una ciudad blanca y luminosa con agua azul alrededor allá donde mires. Piensas que el mar está a un lado pero luego está al otro porque es un promontorio y está construida sobre una colina escarpada, así que se puede ver en todas las direcciones. El sol cae a plomo y la calle Hatzvi, adonde nos llevan las dos señoras hacia lo alto de la colina, está completamente bordeada de árboles. Una calle tranquila con pájaros trinando. No me esperaba esto, aunque no sé qué esperaba. El sol cae entre las ramas de los árboles de la misma manera que el significado penetra entre el lenguaje: moteado. Para mí, el hebreo es un idioma moteado igual que Hatzvi es una calle moteada. Lo cierto es que aquí todo es muy bonito. Las mujeres nos ayudan a subir el equipaje por la escalera hasta nuestra nueva casa, que está toda limpia y tranquila y tiene muy poco que ver con la neoyorquina calle 54 Este, eso seguro. Un inconveniente: no hay tele.

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