Más allá del bien y del mal (15 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Más allá del bien y del mal
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Cuando un filósofo da a entender hoy que él no es un escéptico, —yo espero que se haya percibido eso en la descripción que acabo de hacer del espíritu objetivo —todo el mundo oye eso con disgusto; se lo examina con cierto recelo, se querría preguntarle y preguntarle muchas cosas..., incluso, entre los oyentes medrosos, que ahora existen en gran cantidad, se le califica, desde ese momento, de peligroso. Les parece como si, en el repudio del escepticismo por parte de aquél, ellos escuchasen desde lejos un ruido malvado y amenazador, como si en alguna parte se estuviera ensayando una nueva sustancia explosiva, una dinamita del espíritu, quizá una nihilina rusa recién descubierta, un pesimismo
bonae voluntatís
[de buena voluntad] que no se limita a decir no, a querer no, sino —¡cosa horrible de pensar! —a
hacer
no. Contra esa especie de «buena voluntad» —una voluntad de negación real y efectiva de la vida —no hay hoy, según es reconocido por todos, mejor somnífero y calmante que el escepticismo, que la suave, amable, tranquilizante adormi—dera del escepticismo; y el propio Hamlet es recetado hoy, por los médicos de la época, como un medica—mento contra el «espíritu» y sus rumores subterráneos. «¿Es que no tenemos ya enteramente llenos los oídos de rumores perversos? —dice el escéptico, presentándose como amigo de la tranquilidad y casi como una especie de policía de seguridad: —¡ese
no
subterráneo es horrible! ¡Callaos por fin, topos pesimistas!» En efecto, el escéptico, esa criatura delicada, se horroriza con demasiada facilidad; su conciencia está amaestrada para sobresaltarse y sentir algo así como una mordedura cuando oye cualquier no, e incluso cuando oye un sí duro y decidido. ¡Sí! y ¡no! —esto repugna a su moral; por el contrario, le gusta agasajar a su virtud con la noble abstención, diciendo acaso con Montaigne: «¿Qué sé yo?» O con Sócrates: «Yo sé que no sé nada». O: «Aquí no me fío de mí, aquí no está abierta ninguna puerta para mí». O: «Suponiendo que estuviera abierta, ¡para qué entrar enseguida!» O: «¿De qué sirven todas las hipótesis apresuradas? No hacer hipótesis podría fácilmente formar parte del buen gusto. ¿Es que tenéis que enderezar inmediatamente lo torcido?. ¿Que tapar todo agujero con una estopa cualquiera? ¿No tiene esto su tiempo? ¿No tiene tiempo el tiempo? Oh muchachos del diablo, ¿no podéis
aguardar
en modo alguno? También lo incierto tiene sus atractivos, también la Esfinge es una Circe, también la Circe fue una filósofa.» —Así se consuela a sí mismo un escéptico; y es cierto que tiene necesidad de algún consuelo. En efecto, el escepticismo es la expresión más espiritual de una cierta constitución psicológica compleja a la que, en el lenguaje vulgar, se le da el nombre de debilidad nerviosa y constitución enfermiza; el escepticismo surge siempre que razas o estamentos largo tiempo separados entre sí se entrecruzan de manera decidida y súbita. En la nueva estirpe, la cual, por así decirlo, acoge en su sangre por herencia medidas y valores diferentes, todo es inquietud, turbación, duda, ensayo; las fuerzas mejores producen un efecto inhibitorio, las virtudes mismas no se dejan unas a otras crecer ni fortalecerse, en el cuerpo y en el alma faltan el equilibrio, el centro de gravedad, la seguridad perpendicular. Pero lo que más hondamente enferma y degenera en esos mestizos es la
voluntad.
ellos ya no conocen en absoluto la independencia en la resolución, el valiente sentimiento de placer en el querer, —incluso en sus sueños dudan de la «libertad de la voluntad». Nuestra Europa de hoy, escenario de un ensayo absurdo y repentino de mezclar radicalmente entre sí los estamentos y,
en consecuencía
, las razas, es por ello escéptica tanto arriba como abajo, exhibiendo unas veces ese móvil escepticismo que salta, impaciente y ávido, de una rama a otra, y presentándose otras torva cual una nube cargada de signos de interrogación, —¡y a menudo mortalmente harta de su voluntad! Parálisis de la voluntad: ¡en qué lugar no encontramos hoy sentado a ese tullido! ¡Y a menudo, incluso, muy ataviado! ¡Qué seductoramente engalanado! Para esta enfermedad existen los más hermosos vestidos de gala y de mentira; y que, por ejemplo, la mayor parte de lo que hoy se exhibe a sí mismo en los escaparates como «objetividad», «cientificismo»,
1'art pour 1'art
, «conocer puro, independiente de la voluntad», no es otra cosa que escepticismo y parálisis de la voluntad engalanados, —ése es un diagnóstico de la enfermedad europea del que yo quiero salir responsable. —La enfermedad de la voluntad se ha extendido sobre Europa de una manera no uniforme: donde más amplia y compleja se muestra es allí donde más tiempo hace que la cultura está aposentada, y desaparece en la medida en que «el bárbaro» hace valer todavía —o de nuevo— su derecho bajo la desaliñada vesti—menta de la cultura occidental. En la Francia actual es, por lo tanto, y esto es cosa tan fácil de deducir como de palpar con la mano, donde más enferma se encuentra la voluntad; y Francia, que siempre ha tenido una habilidad magistral para transformar en algo atractivo y seductor incluso los giros más fatales de su espíri—tu, muestra hoy propiamente su preponderancia cultural sobre Europa en su calidad de escuela y escaparate de todas las magias del escepticismo. La fuerza de querer, y, en concreto, de querer largamente, es ya un poco más fuerte en Alemania, y en el norte alemán es, a su vez, más fuerte que en el centro; considera—blemente más fuerte es en Inglaterra, en España y Córcega, ligada en el primer caso a la flema, y en el segundo a los cráneos duros, —para no hablar de Italia, la cual es demasiado joven como para saber lo que quiere y que tiene que demostrar primero si es capaz de querer —, pero donde más fuerte y más asombrosa se muestra es en aquel imperio intermedio en el que Europa, por así decirlo, refluye hacia Asia, en Rusia. Allí la fuerza de querer ha venido siendo reservada y acumulada desde hace mucho tiempo, allí la voluntad— quién sabe si como voluntad de afirmación o de negación —aguarda amenazadoramente el momento en que se la accione, para tomar prestado a los físicos de hoy su palabra preferida. Para que Europa quede libre de su máximo peligro acaso sean necesarias no sólo guerras en India y complicaciones en Asia, sino revoluciones internas, la desmembración del
Reich
en pequeños cuerpos y, sobre todo, la introducción de la imbecilidad parlamentaria, además de la obligación para todo el mundo de leer su periódico durante el des—ayuno. Yo no digo esto porque lo desee: antes bien, yo desearía lo contrario, —quiero decir, un aumento tal de la amenaza representada por Rusia que Europa tuviera que decidirse a volverse amenazadora en esa misma medida, esto es, a
adquirir una voluntad única
mediante el instrumento de una nueva casta que do—minase sobre Europa, a adquirir una voluntad propia prolongada, terrible, que pudiera proponerse metas para milenios: —para que por fin acabasen tanto la comedia, que ha durado demasiado, de su división en pequeños Estados como sus veleidades dinásticas y democráticas. El tiempo de la política pequeña ha pasado: ya el próximo siglo trae consigo la lucha por el dominio de la tierra, —la
coacción
a hacer una política grande.

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Hasta qué punto la nueva edad bélica en que nosotros los europeos hemos manifiestamente entrado va a favorecer quizá también el desarrollo de una especie distinta y más fuerte de escepticismo es cosa sobre la cual yo quisiera expresarme por el momento nada más que mediante una imagen que los amigos de la historia alemana comprenderán. Aquel irreflexivo entusiasta de los granaderos guapos y altos que, como rey de Prusia, dio vida a un genio militar y escéptico —y con ello, en el fondo, a ese nuevo tipo de alemán que justo ahora aparece victoriosamente en el horizonte —, el ambiguo y loco padre de Federico el Grande, tuvo también en un
único
punto la zarpa y la garra afortunada del genio: supo qué era lo que faltaba entonces en Alemania y cuál era la falta que resultaba cien veces más angustiosa y urgente que, por ejemplo, la falta de cultura y de forma social, —su aversión por el joven Federico provenía de la angustia de un instinto profundo.
Faltaban varones; y
él recelaba, para amarguísimo fastidio suyo, que su propio hijo no era suficientemente varón. En esto se engañó: mas ¿quién no se habría engañado en su lugar? Veía a su hijo víctima del ateísmo, del
esprit
[espíritu], de la deleitosa frivolidad propia de franceses llenos de ingenio: —veía en el trasfondo la gran chupadora de sangre, la araña del escepticismo, sospechaba la incurable miseria de un corazón que ya no es bastante fuerte ni para el bien ni para el mal, de una voluntad rota que ya no da órdenes, que ya no
puede
dar órdenes. Pero entretanto se desarrolló en su hijo aquella especie nueva, más peligrosa y más dura, de escepticismo, —¿quién sabe
hasta qué punto
favorecida precisamente por el odio del padre y por la gélida melancolía de una voluntad que se había hecho solitaria? —el escepticismo de la virilidad temeraria, que está estrechamente emparentado con el genio para la guerra y para la conquista y que hizo su primera entrada en Alemania bajo la figura del gran Federico. Este escepticismo desprecia y, sin embargo, atrae hacia sí; socava y se posesiona; no cree, pero no se pierde en eso; otorga al espíritu una libertad peligrosa, pero al corazón lo sujeta con rigor i°$; es la forma
alemana
del escepticismo, que, en forma de un fredericianismo prolongado y elevado hasta lo más espiritual, ha tenido sometida durante largo tiempo a Europa bajo el dominio del espíritu alemán y de su desconfianza crítica e histórica. Gracias al indomable, fuerte y tenaz carácter viril de los grandes filólogos y críticos de la historia alemanes (los cuales, si se los mira bien, fueron todos ellos también artistas de la destrucción y de la disgregación) se estableció poco a poco, pese a todo el romanticismo en música y en filosofía, un
nuevo
concepto del espíritu alemán, en el que destacaba decisivamente la tendencia al escepticismo viril: bien, por ejemplo, como intrepidez de la mirada, bien como valentía y dureza de la mano al descomponer cosas, bien como tenaz voluntad de emprender peligrosos viajes de descubrimiento, espiritualizadas expediciones al polo norte bajo cielos desolados y peligrosos. Sin duda está bien justificado el que hombres humanitarios, de sangre fría, superficiales, se santigüen precisamente ante ese espíritu:
cet esprit fataliste, ironique, méphistophélique 
[ese espíritu fatalista, irónico, mefistofélico] lo denomina, no sin estremecimientos, Michelet. Pero si alguien quiere percibir qué distinción tan grande representa ese miedo al «varón» existente en el espíritu alemán, que despertó a Europa de su «somnolencia dogmática», recuerde el antiguo concepto que fue necesario superar con él, —y cómo no hace tanto tiempo que a una mujer masculinizada"' le fue lícito, con una desbocada presunción, osar recomendar los alemanes a la simpatía de Europa, como cretinos suaves y poéticos, buenos de corazón y débiles de voluntad. Entiéndase por fin con suficiente profundidad el asombro de Napoleón cuando vio a Goethe: ese asombro delata lo que durante siglos se había entendido por «espíri—tu alemán».
«Voilá un homme!» —
quería decir: «¡Eso es un
varón!
¡Y yo había esperado únicamente un alemán!»—

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Suponiendo, pues, que en la imagen de los filósofos del futuro haya algún rasgo que permita adivinar que acaso ellos tengan que ser escépticos en el sentido recién insinuado, con esto no habríamos designado más que algo en ellos —y
no
a ellos mismos. Idéntico derecho tienen a hacerse llamar críticos; y sin ninguna duda serán hombres de experimentos. Mediante el nombre con que he osado bautizarlos he subrayado ya de modo expreso el experimentar y el placer de experimentar: ¿lo he hecho porque a ellos, en cuanto críticos de los pies a la cabeza, les gusta servirse del experimento en un sentido nuevo, quizá más amplio, quizá más peligroso? En su pasión de conocimiento, ¿tienen ellos que llegar, con sus temerarios y dolorosos experimentos, más allá de lo que puede aprobar el reblandecido y debilitado gusto de un siglo democrático? —No hay duda: a esos venideros es a los que menos les será lícito abstenerse de aquellas propiedades serias y no exentas de peligro que diferencian al crítico del escéptico, quiero decir, la seguridad de los criterios valorativos, el manejo consciente de una unidad de método, el coraje alertado, el estar solos y el poder responder de sí mismos; incluso admiten la existencia en ellos de un
placer
en el decir no y en el desmembrar las cosas, y de una cierta crueldad juiciosa que sabe manejar el cuchillo con seguridad y finura, aun cuando el corazón sangre. Serán más
duros
(y quizá no sólo siempre consigo mismos) de lo que las personas humanitarias desearían, no establecerán relaciones con la «verdad» para que ésta les «agrade» o los «eleve» o los «entusiasme»: —antes bien, será parca su fe en que precisamente la
verdad
comporta tales placeres para el sentimiento. Sonreirán, estos espíritus rigurosos, cuando alguien diga ante ellos: «Ese pensamiento me levanta: ¿cómo no iba a ser él verdadero?» O: «Esa obra me encanta: ¿cómo no iba a ser ella hermosa?» O: «Ese artista me engrandece: ¿cómo no iba a ser él grande?» —acaso tengan preparada no sólo una sonrisa, sino una auténtica náusea frente a todo lo que de ese modo sea iluso, idealista, femenino, hermafrodita, y quien supiera seguirlos hasta las cámaras ocultas de su corazón difícilmente encontraría allí el propósito de conciliar los «sentimientos cristianos» con el «gusto antiguo» y no digamos con el «parlamentarismo moderno» (propósito conciliador que en nuestro muy inseguro y, por consiguiente, muy conciliador siglo se encontrará incluso entre los filósofos). Esos filósofos del futuro se exigirán a sí mismos no sólo una disciplina crítica y todos los hábitos que conducen a la limpieza y al rigor en los asuntos del espíritu: les será lícito exhibirse a sí mismos como su especie de ornamento, —a pesar de ello, no por esto quieren llamarse todavía críticos. Paréceles una afrenta no pequeña que se hace a la filosofía el que se decrete, como hoy se gusta de hacer: «la filosofía misma es crítica y ciencia crítica —¡y nada más! » Aunque esta valoración de la filosofía goce del aplauso de todos los positivistas de Francia y de Alemania (— y sería posible que hubiese halagado incluso al corazón y al gusto de
Kant:
recuérdese el título de sus obras capitales —): nuestros nuevos filósofos dirán a pesar de eso: ¡los críticos son instrumentos del filósofo, y precisamente por eso, porque son instrumentos, no son aún, ni de lejos, filósofos! También el gran chino de Kónigsberg era únicamente un gran crítico. –

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