211
Insisto en que se deje por fin de confundir a los trabajadores filosóficos y, en general, a los hombres científicos con los filósofos, —en que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no demasiado, y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del verdadero filósofo se necesite que él mismo haya estado alguna vez también en todos esos niveles en los que permanecen, en los que
tienen que
permanecer sus servidores, los trabajadores científicos de la filosofía; él mismo tiene que haber sido tal vez crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además, poeta y coleccionista y viajero y adivinador de enigmas y moralista y vidente y «espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de los valores y de los sentimientos valorativos del hombre y a fin de
poder
mirar con muchos ojos y conciencias, desde la altura hacia toda lejanía, desde la profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda amplitud. Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: la tarea misma quiere algo distinto, —exige que él
cree valores.
Aquellos trabajadores filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que establecer y que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de valoraciones —es decir, de anteriores
posiciones
de valor, creaciones de valor que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas «verdades» —bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo
político
(moral), bien en el de lo
artístico.
A estos investigadores les incumbe el volver aprehensible, manejable, dominable con la mirada, dominable con el pensamiento todo lo que hasta ahora ha ocurrido yha sido objeto de aprecio, el acortar todo lo largo, el acortar incluso «el tiempo» mismo, y el
sojuzgar
el pasado entero: inmensa y maravillosa tarea en servir a la cual pueden sentirse satisfechos con seguridad todo orgullo sutil, toda voluntad tenaz.
Pero los auténticos
filósofos
son hombres que dan órdenes y legislan:
dicen: «¡así
debe
ser!», son ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del trabajo previo de todos los trabajadores filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado, —ellos extienden su mano creadora hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en instrumento, en martillo. Su «conocer» es
crear, su
crear es legislar, su voluntad de verdad es —
voluntad de poder. —
¿Existen hoy tales filósofos? ¿Han existido ya tales filósofos? ¿No
tienen que
existir tales filósofos?...
212
Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es un hombre
necesario
del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado
y ha tenido que
encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy. Hasta ahora todos esos extraordinarios promotores del hombre a los que se da el nombre de filósofos y que raras veces se han sentido a sí mismos como amigos de la sabiduría, sino más bien como necios desagradables y como peligrosos signos de interrogación, —han encontrado su tarea, su dura, involuntaria, inevitable tarea, pero finalmente la grandeza de su tarea, en ser la conciencia malvada de su tiempo. Al poner su cuchillo, para viviseccionarlo, precisamente sobre el pecho de las
virtudes de su
tiempo
, delataban cuál era su secreto: conocer una
nueva
grandeza del hombre, un nuevo y no recorrido camino hacia su engrandecimiento. Siempre han puesto al descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad, dejarse ir y dejarse caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos más venerados de la moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba
anticuada;
siempre dijeron: «Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy
vosotros
menos os sentís como en vuestra casa». A la vista de un mundo de «ideas modernas», el cual confinaría a cada uno a un rincón y «especialidad», un filósofo, en el caso de que hoy pueda haber filósofos, se vería forzado a situar la grandeza del hombre, el concepto «grandeza», precisamente en su amplitud y multiplicidad, en su totalidad en muchos cosas: incluso determinaría el valor y el rango por el número y diversidad de cosas que uno solo pudiera soportar y tomar sobre sí, por
la amplitud
que uno solo pudiera dar a su responsabilidad. Hoy el gusto de la época y la virtud de la época debilitan y enflaquecen la voluntad, nada está tan en armonía con la época como la debilidad de la voluntad: por lo tanto, en el ideal del filósofo tienen que formar parte del concepto de «grandeza» justo la fortaleza de la voluntad, justo la dureza y capacidad para adoptar resoluciones largas; con el mismo derecho con que la doctrina opuesta y el ideal de una humanidad idiota, abnegada, humilde, desinteresada serían adecuados a una época opuesta, a una época que, como el siglo xvi, sufriese a causa de su acumulada energía de voluntad y a causa de las aguas y mareas totalmente salvajes del egoísmo. En la época de Sócrates, entre hombres de instinto fati—gado, entre viejos atenienses conservadores que se dejaban ir —«hacia la felicidad», según ellos decían, hacia el placer, según ellos obraban —y que, al hacerlo, continuaban empleando las antiguas y espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde hacía mucho tiempo, quizá fuese necesaria, para la grandeza del alma, la
ironía
, aquella maliciosa ironía socrática del viejo médico y plebeyo que saja—ba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del «aristócrata», con una mirada que decía bastante inteligiblemente: «¡No os disfracéis delante de mí! ¡Aquí —somos iguales!» Hoy, a la inversa, cuando en Europa es el animal de rebaño el único que recibe y que reparte honores, cuando la «igualdad de derechos» podría transformarse con demasiada facilidad en la igualdad en la injusticia: yo quiero decir, combatiendo conjuntamente todo lo raro, extraño, privilegiado del hombre superior, del deber superior, de la responsabilidad superior, de la plenitud de poder y el dominio superiores, —que hoy el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto, el estar solo y el tener que vivir por sí mismo forman parte del concepto de «grandeza»; y el filósofo delatará algo de su propio ideal cuando establezca: «El más grande será el que pueda ser el más solitario, el más oculto, el más divergente, el hombre más allá del bien y del mal, el señor de sus virtudes, el sobrado de voluntad;
grandeza
debe llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio como pleno». Y hagamos una vez más la pregunta: ¿es hoy —
posible
la grandeza?
213
Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender, pues no se puede enseñar: hay que «saberlo», por experiencia, —o se debe tener el orgullo de
no
saberlo. Pero que hoy todo el mundo habla de cosas con respecto alas cuales no
puede
tener experi—encia alguna, eso es algo que se aplica ante todo y de la peor manera a los filósofos y a los estados de ánimo filosóficos: —poquísimos son los que los conocen, poquísimos son aquellos a los que les es lícito conocerlos, y todas las opiniones populares sobre ellos son falsas. Así, por ejemplo, la mayor parte de los pensadores y doctos no conocen por experiencia propia esa coexistencia genuinamente filosófica entre una espiritualidad audaz y traviesa, que corre presto, y un rigor y necesidad dialécticos que no dan ningún paso en falso, y por ello, en el caso de que alguien quisiera hablar de esto delante de ellos, no merecería crédito. Ellos se representan toda necesidad como una tortura, como un tortu—rante tener—que—seguir y ser—forzado; y el pensar mismo lo conciben como algo lento, vacilante, casi como una fatiga, y, con bastante frecuencia, como «digno del
sudor
de los nobles»— ¡pero no, en modo alguno, como algo ligero, divino, estrechamente afín al baile, a la petulancia! «Pensar» y «tomar en serio», «tomar con gravedad» una cosa —en ellos esto va junto: únicamente así lo han «vivido» ellos —. Acaso los artistas tengan en esto un olfato más sutil: ellos, que saben demasiado bien que justo cuando no hacen ya nada «voluntariamente», sino todo necesariamente, es cuando llega a su cumbre su sentimiento de libertad, de finura, de omnipotencia, de establecer, disponer, configurar creadoramente, —en suma, que entonces es cuando la necesidad y la «libertad de la voluntad» son en ellos una sola cosa. Hay, finalmente, una jerarquía de estados psíquicos a la cual corresponde la jerarquía de los problemas; y los problemas supremos rechazan sin piedad a todo aquel que se atreve a acercarse a ellos sin estar predestinado por la altura y poder de su espiritualidad a darles solución. ¡De qué sirve el que flexibles cabezas universales o mecánicos y empíricos desmañados y bravos se esfuercen, como hoy sucede de tantos modos, por acercarse a esos problemas con su ambición de plebeyos y por penetrar, si cabe la expresión, en esa «corte de las cortes»! Pero a los pies groseros nunca les es lícito pisar tales alfombras: de eso ha cuidado ya la ley primordial de las cosas; ¡las puertas permanecen cerradas para estos intrusos, aunque se den de cabeza contra ellas y se la rompan! Para entrar en un mundo elevado hay que haber nacido, o dicho con más claridad, hay que haber sido criado para él: derecho a la filosofia —tomando esta palabra en el sentido grande —sólo se tiene gracias a la ascendencia, también aquí son los antecesores, la «sangre», los que deciden. Muchas generaciones tienen que haber trabajado anticipadamente para que surja el filósofo; cada una de sus virtudes tiene que haber sido adquirida, cultivada, heredada, apropiada individualmente, y no sólo el paso y carrera audaces, ligeros, delicados de los pensamientos, sino sobre todo la prontitud para las grandes responsabilidades, la soberanía de las miradas dominadoras, de las miradas hacia abajo, el sentirse a sí mismo separado de la multitud y de sus deberes y virtudes, el afable proteger y defender aquello que es malentendido y calumniado, ya sea dios, ya sea el diablo, el placer y la ejercitación en la gran justicia, el arte de mandar, la amplitud de la voluntad, los ojos lentos, que raras veces admiran, raras veces miran hacia arriba, que raras veces aman...
214
¿Nuestras virtudes? —Es probable que también nosotros sigamos teniendo nuestras virtudes, aunque, como es obvio, no serán aquellas candorosas y macizas virtudes en razón de las cuales honramos a nuestros abuelos, pero también los mantenemos un poco distanciados de nosotros. Nosotros los europeos de pasado mañana, nosotros primicias del siglo XX,— con toda nuestra peligrosa curiosidad, con nuestra complejidad y nuestro arte del disfraz, con nuestra reblandecida y, por así decirlo, endulzada crueldad de espíritu y de sentidos, —nosotros, si es que debiéramos tener virtudes, tendremos presumiblemente sólo aquellas que hayan aprendido a armonizarse de manera óptima con nuestras inclinaciones más secretas e íntimas, con nuestras necesidades más ardientes: ¡bien, busquémoslas de una vez en nuestros laberintos! —en los cuales, como es sabido, son muchas las cosas que se extravían, muchas las cosas que se pierden del todo. ;Y hay algo más hermoso que
buscar
nuestras virtudes? ¿No significa esto ya casi:
creer
en nuestra virtud? Pero este «creer en nuestra virtud» —¿no es en el fondo lo mismo que en otro tiempo se llamaba nuestra «buena conciencia», aquella venerable trenza conceptual de larga cola que nuestros abuelos se colgaban detrás de su cabeza y, con bastante frecuencia, también detrás de su entendimiento? Parece, pues, que, aunque nosotros nos consideremos muy poco pasados de moda y muy poco respetables a la manera de nuestros abuelos, hay
una
cosa en la que, sin embargo, somos los dignos nietos de tales abuelos, nosotros los últimos europeos con buena conciencia: también nosotros seguimos llevando la trenza de ellos. —¡Ay! ¡Si supieseis qué pronto, qué pronto ya —las cosas serán distintas!...
215
Así como en el reino de los astros son a veces dos los soles que determinan la órbita de un único planeta, así como en determinados casos soles de color distinto iluminan un único planeta, unas veces con luz roja, otras con luz verde, y luego lo iluminan de nuevo los dos a la vez y lo inundan de una luz multicolor: así nosotros los hombres modernos, gracias a la complicada mecánica de nuestro «cielo estrellado», estamos determinados —por morales
diferentes;
nuestros actos brillan alternativamente con colores distintos, raras veces son unívocos, —y hay bastantes casos en que realizamos actos
multicolores.
216
¿Amar a nuestros enemigos? Yo creo que eso se ha aprendido bien: hoy eso ocurre de mil maneras, en lo grande y en lo pequeño; incluso a veces ocurre ya algo más elevado y más sublime —nosotros aprendemos a
despreciar
cuando amamos, y precisamente cuando mejor amamos: —pero todo esto ocurre de manera inconsciente, sin ruido, sin pompa, con aquel pudor y aquel ocultamiento propios de la bondad que prohiben a la boca decir la palabra solemne y la fórmula de la virtud. La moral como afectación —repugna hoy a nuestro gusto. Esto es también un progreso: como el progreso de nuestros padres fue el que a su gusto acabase por repugnarle la religión como afectación, incluidas la hostilidad y la acritud volteriana contra la religión (y todo lo que en aquel tiempo formaba parte de la mímica de los librepensadores). Con la música que hay en nuestra conciencia, con el baile que hay en nuestro espíritu es con lo que no quieren armonizar ninguna letanía puritana, ningún sermón moral y ninguna probidad.
217
¡Ponerse en guardia contra quienes dan mucho valor a que se confíe en su tacto y sutileza morales en materia de distinciones morales! Jamás nos perdonan el haberse equivocado alguna vez
en presencia
nuestra (y, no digamos,
a propósito
de nosotros), —inevitablemente se convierten en nuestros calumniadores y detrac—tores instintivos, aun cuando continúen siendo «amigos» nuestros. —Bienaventurados los olvidadizos: pues «digerirán» incluso sus estupideces.
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Los psicólogos de Francia —en qué otro lugar existen hoy psicólogos? —no han acabado aún de saborear el amargo y multiforme placer que encuentran en la
bétise bourgeoise
[estupidez burguesa], como si, por así decirlo..., basta, con esto ellos delatan una cosa. Flaubert, por ejemplo, el honrado burgués de Ruán, no vio, ni oyó, ni saboreó en última instancia más que esto: constituía su especie propia de autotortura y de sutil crueldad. Ahora bien, yo recomiendo, para variar —pues la cosa se vuelve aburrida—, algo maravillosamente distinto: la astucia inconsciente con que todos los buenos, gordos y honrados espíritus de la mediocridad se comportan respecto de los espíritus superiores y las tareas de éstos, aquella astucia sutil, ganchuda, jesuíti—ca, que resulta mil veces más sutil que el entendimiento y el gusto de esa clase media en sus mejores instantes —más sutil incluso que el entendimiento de sus víctimas —: para que quede reiteradamente demostrado que el «instinto» es la más inteligente de todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora. En suma, estudiad, psicólogos, la filosofía de la «regla» en lucha con la «excepción»: ¡ahí tenéis un espectácu—lo que resulta bastante bueno para los dioses y para la malicia divina! O, dicho de modo más actual: ¡vivi—seccionad al «hombre bueno», al homo
bonae voluntatis
[hombre de buena voluntad]..., a
vosotros!