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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (49 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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«La tarea tenía que producirnos muchos quebraderos de cabeza», recuerda un responsable de Wellcome. En primer lugar, a causa de la ausencia de referencias. Ningún producto había sido probado todavía con éxito contra una enfermedad tan compleja y de la que sabíamos tan pocas cosas. Y después, en razón de las numerosas incógnitas que concernían al propio AZT. Su modo de acción no había podido ser totalmente elucidado, y sus efectos tóxicos sólo habían sido medidos durante breves semanas y en animales. ¿Qué efectos tendría en el hombre, en caso de utilización prolongada? «Navegábamos a ciegas», dice David Barry. Una de las cuestiones fundamentales se refería a la elección de los primeros cobayas humanos. ¿Con qué criterio se haría? ¿Habría que dar la prioridad, como quería la representante de la FDA, a unos enfermos cuyo estado hiciese presagiar una muerte próxima; o por el contrario, a unos enfermos todavía en una fase precoz de la dolencia? ¿Había que limitar la prueba clínica sólo a las víctimas de un sida declarado, y eliminar por tanto a los que sólo estaban en la fase del ARC, la forma preliminar y atenuada de la enfermedad que los especialistas llamaban «AIDS Related Complex» (síndrome asociado del sida)? ¿Había que aceptar indistintamente todos los casos, los que sufrían una neumocistosis y los afectados por el sarcoma de Kaposi, o sólo a los unos y no a los otros?

La concertación se prolongó durante varias horas. Sin embargo, no era más que el preludio de una larga serie de discusiones entre los responsables de Wellcome, el cancerólogo Sam Broder y la inspectora médico Ellen Cooper. Todos experimentaban la misma impaciencia. Todos se sentían tanto más febriles cuanto que la eficacia del AZT en los tubos de ensayo había sido confirmada por los doctores Dani Bolognesi, de la Duke University, y Robert Yarchoan, del Instituto Nacional del Cáncer. La diligente cooperación de la doctora Ellen Cooper llenaba de satisfacción a sus colegas, poco acostumbrados a que un funcionario mostrase tanta prisa. «Entregó la custodia de los trillizos a su marido y a su suegra para sumergirse en nuestros incesantes informes», relata David Barry. Ella misma da una explicación que resume muy bien la sensación de urgencia que todos experimentaban: «El medicamento que nos movilizaba no estaba destinado a destapar las narices de personas resfriadas —dice Ellen—. Debía salvar la vida a enfermos que morían todos los días ante los ojos de unos médicos impotentes».

Los estudios de Wellcome demostraban que habría que administrar el AZT durante largos períodos para darle tiempo a actuar. Y demostraban también que era mejor asimilado por vía venosa que por vía oral y que sólo permanecía activo durante dos horas. Estos tres parámetros planteaban serias dificultades: ¿se podía condenar a unos pacientes a una hospitalización de varias semanas, incluso de varios meses, con el único fin de recibir seis u ocho inyecciones diarias? La solución más sencilla hubiese sido poner a punto una terapia por vía oral que se pudiera seguir en casa, pero las experiencias sobre animales habían revelado que el metabolismo de algunas especies, en particular los conejos, sólo asimilaba de un veinte a un treinta por ciento del AZT ingerido de esa manera. ¿Qué ocurriría en el hombre? Sólo una prueba efectuada en los enfermos podía proporcionar la respuesta. Pero la ley americana era implacable; tal operación sólo podía llevarse a cabo después de depositar una solicitud oficial por el laboratorio en cuestión y tras la aprobación de la FDA. Pese a toda la benevolencia de la inspectora Cooper, la obtención de un permiso llevaría fatalmente mucho tiempo.

«Por consiguiente, decidimos correr el riesgo de un atajo un poquito ilegal», confiesa David Barry. La historia trágica del sida no deberá olvidarlo: los primeros miligramos de AZT administrados a seres humanos tuvieron como receptores a sus tres principales inventores, comenzando por el vicepresidente del laboratorio Wellcome en persona. El experimento se realizó fuera del alcance de las miradas indiscretas. «¡Ah, qué abominable brebaje!», dirá el audaz médico evocando el amargor del zumo de naranja que ingirió aquel día a modo de desayuno. Como aún no existían ni comprimidos ni cápsulas, se vio obligado a disolver en el zumo de naranja el polvo de esperma de arenque. La víspera, junto a sus dos cómplices, ya se había hecho inyectar una pequeña cantidad en las venas. Una extracción de sangre permitió después comprobar la perfecta y total asimilación del producto. Un control sanguíneo semejante realizado después de la toma por vía bucal no fue tan concluyente; sólo el setenta por ciento del AZT ingerido había pasado a la sangre. Este porcentaje fue confirmado en tres días consecutivos de experimentación.

David Barry estaba satislecho. Podía proponer un primer protocolo de tratamiento al inspector de la FDA. Tal como él esperaba, Ellen Cooper no dejó de asombrarse de la precisión de las dosis de AZT preconizadas.

—¿Cómo sabe usted que habrá que dar exactamente esta cantidad suplementaria si se trata de una toma por vía oral, y no de una inyección intravenosa? —preguntó.

—Nuestros ordenadores han efectuado el cálculo —respondió David Barry, imperturbable.

— My God!
—exclamó la joven—. ¡Tiene usted unos aparatos endemoniados!

Ellen Cooper no había terminado de sorprenderse.

—¿Y por qué recomienda usted mezclar el producto con un poco de líquido azucarado?

—Simplemente, porque ese maldito esperma de arenque es horriblemente amargo. Aún más que la quinina.

—¿Cómo lo sabe?

David Barry sintió que caía en la trampa, pero la inspectora tuvo la delicadeza de no insistir. Era demasiado avisada para no saber que, algunas veces, hay que dejar sus secretos a los alquimistas. Una semana después, Ellen Cooper confirmó el permiso oficial de la FDA. La tiránica organización nunca había concedido una autorización en un plazo tan corto. La prueba de toxicidad y de eficacia del AZT en el hombre podía comenzar.

La fecha del 3 de julio de 1985 quedará grabada para siempre en la memoria del cancerólogo Sam Broder. Aquel día, en su hospital de Bethesda, un joven vendedor de muebles de Boston llamado Joseph Rafuse se convirtió en una especie de piloto de pruebas de la ciencia al recibir la primera dosis del primer tratamiento del sida con AZT. Esta dosis, evidentemente, era mucho más fuerte que la que se habían administrado en secreto los tres colaboradores de Wellcome. «Sam y yo enchufamos nuestro frasco en el catéter de perfusión —relata el doctor Robert Yarchoan— y contuvimos la respiración mirando cómo las gotas caían una a una. La primera hora era crítica. Si el enfermo sufría un choque anafiláctico, la violenta reacción de intolerancia bioquímica podía causarle la muerte». Al comienzo de la noche, su temperatura ascendió bruscamente. Los dos médicos lograron hacerla bajar y detener la fiebre. Al amanecer, Sam Broder, agotado, se quitó su bata blanca y lanzó delante de sus ayudantes las tres palabras probablemente más cargadas de significación de su carrera:

—La experiencia continúa.

Serían diecinueve. Diecinueve hombres y mujeres a los que la rareza y gravedad de sus síntomas les habían valido el ser aceptados en el hospital de punta que dirigía el cancerólogo Sam Broder en el
campus
de Bethesda.
[25]
La experiencia para la cual iban a servir de cobayas no estaba principalmente destinada a curarlos, sino a comprobar que la droga que se les administraría no podía ni agravar su estado ni, sobre todo, matarlos. Los ayudantes de Sam Broder les habían hecho firmar ocho páginas mecanografiadas donde se atestiguaba que se declaraban voluntarios, que aceptaban los riesgos de la experiencia y que, en caso de accidente, descargaban al centro de toda responsabilidad.

El formulario de la prueba clínica preveía el aumento progresivo de las dosis de AZT, primero por vía intravenosa durante dos semanas, y después por vía oral durante las cuatro semanas siguientes. Se sabía que las ratas y los perros habían soportado hasta ochenta miligramos de AZT por día y por kilo de peso. Se comenzó más modestamente por tres, siete y medio, quince y luego treinta miligramos, y después el doble para las tomas orales. A medida que pasaban los días, la esperanza de Sam Broder aumentaba. Los efectos secundarios resultaban casi despreciables. Apenas un diez por ciento de disminución de glóbulos rojos en tres pacientes, dolores de cabeza en una docena de ellos y algunos temblores en uno solo. En cambio, algunos resultados positivos se manifestaron casi inmediatamente: una recuperación general de peso (alrededor de cinco libras por término medio); un aumento notable del número de linfocitos T4 defensores del sistema inmunitario, en quince de los diecinueve pacientes; la eliminación total de una seria infección de las uñas en otros dos enfermos; y, en seis más, la desaparición de la fiebre y de los sudores nocturnos. Ya no se encontró ningún rastro del retrovirus en los glóbulos blancos de varios pacientes. Dos de los enfermos disfrutaban incluso de una auténtica resurrección.

El primero era la esposa de un médico de Washington, una encantadora enfermera contaminada por una transfusión sanguínea. Se llamaba Barbara. Su sida fue diagnosticado durante su viaje de bodas por Francia. Para el microbiólogo Dannie King, director del proyecto AZT en Wellcome, «Barbara simbolizaba toda la tragedia de esta enfermedad. No era una persona con riesgo y, además, había elegido como profesión la de cuidar a los demás». Ni Sam Broder ni su colaborador Robert Yarchoan habían visto unas lesiones como aquéllas. La muchacha sufría una infección general de las mucosas de la boca. Su lengua, su paladar, sus encías, la pared interna de sus mejillas, su garganta y sus labios ya sólo eran una herida en carne viva, un tapiz inflamado por ulceraciones sanguinolentas. «Era como si un carnicero le hubiese arrancado todos los dientes de un solo golpe —dice David Barry—. La muchacha sufría un verdadero martirio. Incapaz de alimentarse desde hacía semanas, era un esqueleto viviente. Exceptuando a su marido y a los médicos, ya nadie se atrevía a entrar en su habitación».

Un día en que la ayudaba a ponerse un vestido demasiado ancho para su cuerpo descarnado, su esposo, que conocía el sueño que ella acariciaba desde hacía tiempo, le dijo tiernamente:

—Cariño, en cuanto hayas recuperado algunos kilos, iremos a comprar un abrigo de visón.

La promesa podría parecer cruel, teniendo en cuenta el estado de Barbara, que parecía desesperado. Sin embargo, después de dos semanas de tratamiento con el AZT, el rostro irreconocible de la muchacha recuperó su forma humana. Pudo volver a hablar normalmente. Sus lesiones bucales remitieron y acabaron por desaparecer. Después de tres meses de verse incapaz de alimentarse, pudo hacerlo de nuevo con toda normalidad. Consiguió levantarse, vestirse sola y recobró la coquetería. Sus fuerzas volvieron, y ardía de impaciencia por regresar a la vida activa. Barbara no había olvidado su profesión. Un día, Sam Broder tuvo la sorpresa de encontrarla vestida con bata blanca y atendiendo a otros enfermos. A pesar de algunos accesos de anemia prontamente corregidos con transfusiones, su curación se confirmó hasta tal punto que pudo salir del hospital al cabo de cuatro semanas. Para aquella ocasión memorable, Barbara se puso el vestido de seda turquesa que tanto le gustaba, comprado en París, y que no había usado desde hacía tanto tiempo. El doctor Broder no podía ocultar su emoción. Con todo su equipo, acompañó a la muchacha y a su esposo hasta el taxi. En el instante en que se introducía en el coche, Barbara se volvió hacia su marido:

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