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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (44 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Sin embargo, la ciencia no estaba totalmente desarmada. Aunque los investigadores todavía no habían tenido tiempo de dedicarse al único retrovirus humano conocido hasta entonces, y que sólo parecía producir unas leucemias muy raras, hacía tiempo que trabajaban sobre los retrovirus animales. Ya habían experimentado contra ellos un gran número de sustancias químicas. Sam Broder conocía al menos cinco de ellas que habían conseguido notables éxitos. Esos productos eficaces en ratones y carneros, ¿no podrían serlo igualmente en los hombres? Ante la urgencia y la ausencia de alternativa, la idea era seductora. Pero como sólo una prueba con los enfermos podía responder a la pregunta, la cuestión tropezaba con un obstáculo de otra naturaleza. En los Estados Unidos, ningún producto curativo puede ser experimentado en un ser humano, ni siquiera cuando éste se ofrece voluntario o está
in articulo mortis
, sin que sea previamente reconocido y aprobado por la todopoderosa Food and Drug Administration, la agencia federal encargada de los productos alimentarios y farmacéuticos. Los trámites son tan complicados que exigen meses, e incluso años, de verificaciones. «¿Cómo podía esperar yo un plazo tan largo —dice Sam Broder— cuando mis enfermos me gritaban cada día desde su lecho de agonía: “Dese prisa, doctor”?»

El médico-investigador se vio obligado, pues, a explorar otros caminos. Suponiendo que algunos tratamientos terapéuticos ya aprobados por la omnipotente FDA para diferentes infecciones víricas tal vez tendrían posibilidades de resultar activos contra el sida, encargó a sus colaboradores una exploración sistemática de la literatura farmacéutica y médica de los últimos años. Un trabajo de hormiga que se hizo posible en un tiempo récord gracias a los ordenadores de la Biblioteca Nacional de Medicina, situada a menos de quinientos metros de su laboratorio.

Empujado por la misma sensación de urgencia que su colega del CDC de Atlanta, Jim Curran, y tan infatigable como él, Sam Broder veía mosconear inútilmente a los equipos de virólogos reunidos en el
campus
de Bethesda. Con el fin de obligarles a unirse a su cruzada, los bombardeaba desde hacía algunos meses con un diluvio de material biológico procedente de los casos más significativos de los enfermos que él atendía. Para hacer aún más atractivas esas muestras de ganglios, de sangre o de médula, a menudo las entregaba él mismo, en propia mano, a sus destinatarios. Situado sólo a cinco minutos a pie de su hospital, el laboratorio de Robert Gallo, en la sexta planta del pabellón 37, constituía una etapa privilegiada en el circuito de esas entregas. Al principio, el eminente investigador y sus colaboradores se sorprendieron de ver al jefe del programa de oncología clínica del Instituto Nacional del Cáncer molestándose personalmente. «Pero en seguida comprendieron que yo no iba solamente a entregarles algunos trozos de órganos o un poco desangre infectada —explica Sam Broder—, sino que mi presencia subrayaba una situación excepcional que exigía su implicación inmediata y total».

Su obstinación acabó dando frutos. Sus colaboradores descubrieron, en una de las revistas científicas conservadas en la Biblioteca Nacional de Medicina, la existencia de un compuesto con propiedades sorprendentes. Es verdad que son muy pocos los americanos de hoy que padecen el mal que se cura, desde hace sesenta años, con la suramina, una sal sulfónica de color rosa pálido que mata al
Trypanosoma gambiense
, el parásito africano responsable de la enfermedad del sueño. Mas, era otra propiedad de esa sal lo que había llamado la atención de los investigadores de Sam Broder. Según los autores de la publicación, la suramina tenía la facultad de inhibir la acción de la transcriptasa inversa de los retrovirus animales, el enzima específico que permite a ese tipo de virus insertarse en el patrimonio genético de las células. Por fortuna, este medicamento había recibido hacía tiempo la aprobación de los censores de la FDA. El cancerólogo no pudo refrenar su entusiasmo.

Sin embargo, otros estudios —uno de ellos localizado en las páginas amarillentas de un periódico de medicina tropical con una antigüedad de medio siglo— revelaban que la suramina tenía serios efectos tóxicos, especialmente en el funcionamiento de las cápsulas suprarrenales, y que podía acarrear un riesgo de coma. «Pero aquel remedio tenía al menos el mérito de existir —dice Sam Broder—. Bastaba con una llamada telefónica a la casa Bayer, en Alemania, para recibir en seguida algo con que tratar a nuestros enfermos». Después de haber controlado su eficacia en el laboratorio, publicó en el número del 12 de octubre de
Science
una comunicación donde declaraba que «las pruebas
in vitro
de la suramina mostraban una protección de los glóbulos blancos puestos en contacto con el virus del sida». Explotada inmediatamente por la gran prensa, la información hizo el efecto de una bomba. El mismo día de la publicación, docenas de llamadas telefónicas procedentes de toda la nación bloquearon la centralita del hospital de Bethesda. Algunos enfermos de San Francisco se apresuraron a tomar el primer avión hacia Washington con la esperanza de formar parte de los voluntarios a los que Sam Broder iba a inyectar las primeras dosis de suramina. Y algunos clínicos desesperados por su impotencia para aliviar a sus pacientes cada vez más numerosos acudieron desde Nueva York, Los Ángeles, Miami, Houston, desde todo el país. Otros se ofrecieron a Broder para probar directamente el nuevo tratamiento en su servicio hospitalario.

Uno de los adeptos más fervientes de cualquier esfuerzo con vistas a descubrir un medicamento era Michael Gottlieb, el joven inmunólogo de la Universidad de California, en Los Ángeles, que, en junio de 1981, había revelado al mundo la existencia de la nueva epidemia. «El deseo de curar a mis enfermos me hacía estar fanáticamente atento a la menor investigación emprendida para el descubrimiento de un remedio —dice Gottlieb—. Especialmente los diversos protocolos terapéuticos en vías de ensayo en el
campus
de Bethesda. Para los facultativos como yo, enfrentados cada día con el horror, Sam Broder encarnaba la esperanza de escapar algún día de la pesadilla».

Lo mismo que Sam Broder, había explorado la literatura médica, examinado los informes de las experiencias de los grandes laboratorios de virología, y preguntado en los coloquios y en los congresos a quienes trabajaban con las sustancias antivíricas. Un día, mientras tomaba un Campari con el investigador francés Jean-Claude Chermann frente a la romántica bahía de Nápoles, se enteró de la existencia de un medicamento producido por el Instituto Pasteur con el nombre de HPA-23 y que parecía muy prometedor. Se trataba de un compuesto de moléculas minerales y de elementos químicos que tenía, igual que la suramina, la facultad de impedir que los retrovirus se introdujesen en las células. Su toxicidad parecía tan débil, que Michael Gottlieb se apresuró a enviar su enfermo más ilustre a sus colegas parisienses. Gracias a unas inyecciones de HPA-23, el actor Rock Hudson pudo beneficiarse de una remisión espectacular que le permitió terminar el rodaje de la serie
Dinastía
. Por desgracia, el inexorable mal no tardó en abatirle, a pesar de un segundo tratamiento de HPA-23 en el Hospital Americano de Neuilly. Algunos días después de su regreso a Los Ángeles, fallecía entre los brazos impotentes de Michael Gottlieb. Comentada por la prensa como un drama nacional, la muerte de Rock Hudson traumatizó a la nación. Por primera vez la tragedia del sida tenía un rostro. El rostro de uno de sus semidioses.

El HPA-23 cayó en el olvido, y Gottlieb partió en busca de otras sustancias curativas. Lo mismo que Sam Broder, había hallado la pista del polvo rosa que cura la enfermedad del sueño y bloquea la acción de la transcriptasa inversa de los retrovirus animales. En cuanto Broder anunció la organización de una experimentación clínica sobre unas docenas de enfermos, Gottlieb pidió participar. Sacó a suerte doce de sus pacientes afectados por el sida y otros doce que sólo padecían presida, y comenzó a administrarles una dosis semanal de suramina. Otros seis hospitales de los Estados Unidos se sumaron a la experiencia.

Sam Broder estaba exultante. Sus esfuerzos habían hecho admitir a la comunidad médica la idea de que un tratamiento era posible. Por primera vez, unos médicos habían consentido en agruparse para estudiar la mejor manera de aplicarlo. Las nociones de experimentación clínica, de
monitoring
, de protocolos terapéuticos, en resumidas cuentas la visualización de un triunfo sobre el mal, la perspectiva de una curación, barrían de pronto los escepticismos para iluminar con un primer resplandor la noche del sida.

Paradójicamente, esta esperanza desencadenó un monumental clamor de protesta en la comunidad
gay
. «Si existe un medicamento, ¡el Gobierno debe distribuirlo urgentemente a todos los enfermos, sin excepción, y no reservarlo en secreto para algunos privilegiados!», clamaron en los periódicos, en la radio y en la televisión los portavoces de los homosexuales norteamericanos. Furiosos al verse privados de ese primer medio para actuar, numerosos médicos
gays
de Los Ángeles y de San Francisco fueron a procurarse directamente la suramina del fabricante alemán Bayer.

Al comienzo de la octava semana de tratamiento, Sam Broder convocó en Washington a todos los médicos que participaban en su prueba clínica. Quería hacer el balance de los primeros resultados. «Estábamos en plena euforia —cuenta Michael Gottlieb—. Todos deseábamos tanto que la dichosa suramina funcionase, que habíamos perdido toda objetividad científica. Una de nuestros colegas, la doctora Alexandra Levine, de la universidad de California del Sur, aportó incluso las fotografías de sus enfermos en tratamiento. Presentaban todos ellos un aspecto tan alegre y parecían gozar de tan buena salud, que ya no podíamos dudarlo: la suramina era eficaz».

Sin embargo, una voz discordante templó un poco el entusiasmo general de aquella primera reunión. El doctor Peter Wolf, un clínico de Los Ángeles, adelantó que el remedio estaba lejos de ser inofensivo, puesto que él había comprobado, después de la sexta semana de tratamiento, la aparición de violentas erupciones cutáneas en varios de sus pacientes. Sus temores no tardarían en verse confirmados por otras reacciones de toxicidad. Al comienzo de la décima semana, varios de los centros que realizaban la prueba clínica señalaron casos de coma. Pronto se registraron los primeros fallecimientos. Todas las esperanzas acabaron derrumbándose; la suramina no era la panacea esperada. Incluso se reveló más tóxica de lo que había temido Sam Broker. En algunas semanas, provocaba la destrucción masiva de las cápsulas suprarrenales. En lugar de curar, amenazaba con matar antes incluso de que el sida se encargase de hacerlo. Hubo que interrumpir inmediatamente la experimentación con los enfermos.

A pesar de su decepción, Sam Broder estaba convencido de que no había perdido la guerra, sino una batalla. «Por muy cruel que haya podido ser este fracaso, en ningún caso fue inútil —concluía Sam—. Paradójicamente constituía incluso la primera victoria sobre el mal. La suramina era, ciertamente, un producto inadecuado para la lucha contra el sida, pero, aunque infructuosa, su utilización sacudió al menos la inercia del mundo médico. La idea de que la enfermedad se podía tratar, se impuso definitivamente. Esta idea abría unos horizontes ilimitados. Ahora todos lo sabían: algún día dispondremos de un medicamento que cure el sida».

TERCERA PARTE
Científicos y santos,
antorchas de esperanza
45

Research Triangle Park, USA — Primavera de 1984
Farmacéuticos matadores de virus

Es sin duda el complejo de investigación privada más importante del mundo. En un espacio tan vasto como el Gran Ducado de Luxemburgo, el Research Triangle Park de Carolina del Norte alberga varios establecimientos de alta tecnología en los que trabajan veinte mil investigadores y técnicos. Ese inmenso
campus
triangular está delimitado por tres ciudades en plena expansión: Raleigh, Durham y Chapel Hill. Su materia gris le es proporcionada por tres de las mejores universidades del Sur de los Estados Unidos: la Duke University, la de North Carolina y la de North Carolina State.

La filial norteamericana del grupo británico Burroughs Wellcome Co., uno de los gigantes de la producción farmacéutica mundial, se había establecido en aquel paisaje de llanos y de pinedas, digno de una escena de caza pintada por Thomas Gainsborough. Había instalado su cuartel general en un edificio futurista cuyos pisos parecían superestructuras de un transatlántico. Allí, mil cuatrocientos cincuenta especialistas de todas las disciplinas —médicos, biólogos, químicos— elaboraban y experimentaban los remedios que daban fama a la firma. Silas M. Burroughs y Henry S. Wellcome, los dos geniales farmacéuticos que la fundaron en 1880 en Londres, le dieron como emblema el unicornio, el animal mítico cuya leyenda pretende que protege del veneno y que cura todos los males.

Y en efecto: los noventa y tres medicamentos fabricados hoy por sus sucesores pretenden atacar el conjunto de la patología humana. Lo mismo curan los tumores cancerosos, las afecciones cardiovasculares, los reumatismos, el paludismo, la gota o la enfermedad de Parkinson, que una multitud de infecciones víricas. Este último terreno constituía, de hecho, el caballo de batalla del establecimiento del Research Triangle Park. Sus investigadores han puesto a punto recientemente el primer tratamiento eficaz contra la tristemente famosa peste roja que los americanos designaban con una H mayúscula: el Herpes. Sólo la experimentación y la fabricación de esta especialidad, el
acyclovir
, habían necesitado una inversión de cien millones de dólares. Por consiguiente, se podía estimar que el laboratorio Wellcome era, en su género, un benefactor de la humanidad. Cada día, millones de hombres víctimas de la enfermedad pedían a sus productos que les devolvieran la salud.

El laboratorio añadía a sus descubrimientos un sentido de la aventura humana que hizo de él un pionero en numerosas circunstancias. El explorador John Stanley se enfrentó con las trampas del río Congo provisto de maletines de supervivencia marcados con el emblema del unicornio; e igualmente hicieron los almirantes Robert Peary y Richard Byrd para arrostrar los peligros de su conquista del Polo Norte; y Theodore Roosevelt para defenderse de las fiebres del Amazonas; y Charles Lindbergh para enfrentarse con la inmensidad del Atlántico a bordo de su monomotor
Spirit of St. Louis
. Los hombres que, el 20 de julio de 1969, desembarcaron en la Luna iban provistos de sus antihistamínicos y de sus antibióticos, lo mismo que, después, los otros cosmonautas que dieron vueltas por el espacio a bordo de la nave
Skylab
y de la lanzadera
Columbia
.

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