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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (14 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—Hablar, sólo quiero hablar.

—Si la Sagalea que buscas es una bruja gorda como un tonel —medió Lobo Feroz—, hace un rato que la he visto sentada por allá, al otro lado del mercado.

Y allí la encontré, en efecto, más allá de los últimos puestos. Era de veras gorda: una mole de carne fofa y desnuda, pintada de verde y púrpura, y con el pelo teñido de iguales colores. Estaba arrodillada sobre una manta, ella sola aparte, haciendo rodar una sarta de huesecillos entre sus dedos fofos. Me acerqué haciendo el gesto de la paz; pero ella, tras levantar la cabeza y estudiarme con párpados caídos y expresión somnolienta, comenzó a ensalmar en gargal.

El conjuro cayó sobre mí como un golpe; el estómago se me volvió del revés y me sentí de repente como si estuviera dentro de un horno. El corazón me martilleaba dentro del pecho, como queriendo estallar, y creí que la sangre iba a hervir en mis venas. Llevé la mano a la máscara de matar mientras todo me daba vueltas alrededor, tratando de contener las arcadas, y eso me dio una pizca de fuerza. La bajé sobre mi rostro, eché mano a mi espada de lobo y me fui adelante con los dientes apretados.

Su cantinela vaciló cuando mi sombra cayó sobre su manta y la placidez se le fue del rostro. Me miró con ojos desorbitados, se encogió y cuando yo enarbolé la espada sobre su cabeza, rugiendo de rabia y dolor, trató de protegerse con los brazos, chillando ahora como un cochino.

El primer golpe, como un hachazo, le cercenó el antebrazo derecho a la altura del codo, y luego comencé a tajar aquella mole que berreaba. La hoja le destrozó un hombro, abrió en dos un pecho pintado, grande como una sandía, y por último fue a rajarle la panza de lado a lado, de forma que las tripas se le desparramaron, sobre el regazo.

Reculé salpicado de sangre. Las piernas apenas me sostenían y hube de sentarme a la sombra de un enebro, no lejos de la bruja Sagalea, que aún se agitaba entre sus propias entrañas, resollando roncamente. Me apoyé en la espada, agotado, para limpiarme la baba de los labios y tratar de secar un poco el sudor que me corría por el rostro.

Al alzar la vista, vi llegar al hombre-buitre que me recibió a las puertas mismas del santuario. Subía con rapidez por la cuesta, olvidada cualquier anterior languidez, al tiempo que blandía indignado su gran lanza con penachos de árbitro.

—¡Tú! ¡Tú! —vociferaba más que rabioso—. ¿No te dije que no vertieras sangre en santuario?

—Tú —acerté a resoplar, fatigado—. ¿Es que esperas que me deje asesinar sin defenderme?

Se detuvo. Observó ceñudo a la bruja agonizante y de nuevo se volvió hacia mí.

—Explícate.

—Vine a hablar con esa gorda, con la que no tenía ninguna cuenta pendiente. Yo sólo quería hacerle unas preguntas. Pero ella, sin mediar palabra, lanzó sobre mí un conjuro de muerte. Yo lo único que he hecho es defenderme.

—Eso dices tú. —Y sin embargo titubeó, manoseando su lanza.

Me llevé la mano a la frente, para apoyar la palma sobre la máscara de matar.

—Por las máscaras de los antepasados. Así fue, ni más ni menos.

Ese juramento le convenció, aunque acto seguido señaló con disgusto a la bruja, que aún se removía entre estertores.

—Las brujas son difíciles de matar. —Me encogí de hombros, ya algo repuesto.

—Sobre todo si no se les da el golpe de gracia —rezongó—. Estas crueldades sobran en un santuario.

A una señal suya, otros dos árbitros del mercado, un mediarma y un mestizo, empuñaron sus propias lanzas y comenzaron a herir el cuerpo de la bruja caída. Tuvieron que asestarle sus dos buenas docenas de lanzazos antes de que la gran masa de Sagalea dejase de moverse.

—Su cabeza irá a adornar el Orata, ya que ha roto la paz del mercado.

—De eso nada —repliqué—. Es mía, porque trató de matarme y tuve que defenderme por mi mismo.

El árbitro volvió a dudar.

—Desde luego, algo de cierto hay en eso que dices —reconoció tras un silencio bastante largo. Luego tomó asiento a mi lado con la lanza entre las manos, antes de volver a hablar—. Escucha, lobo. Has derramado sangre en santuario y, aunque ha sido en defensa propia, la muerte que has dado a tu agresora no ha sido ni rápida ni limpia. Creo que tienes una deuda con el ídolo y el lugar.

—Pues yo creo que la deuda es de ambos conmigo, ya que, estando bajo la protección del santuario, he sido atacado y, de no haber andado listo en defenderme, hubiera muerto.

—Vuelves a tener parte de razón. Pero considera que tal vez Artam atenuó la fuerza del conjuro. Sagalea era una bruja poderosa, créeme.

Ahora fui yo el que me quedé mirándole a él. Podía haber discutido más, argüir que nací fuerte contra los maleficios y que la máscara de matar me daba, también, cierta protección. Pero no lo hice. Estaba cansado y además, ¿quién sabe si el hombre-buitre no tenía razón?

—Sea —acepté.

Y los árbitros cortaron la cabeza a la bruja para descarnarla y, una vez pintada, ponerla a los pies del ídolo Artam.

El hombre-buitre se incorporo, apoyándose en su lanza, y dio por concluida nuestra conversación, recuperando sus ademanes adormilados.

—Descansa un rato y recupera fuerzas. Luego, ve si quieres a aquellas cuevas, y date un baño y toma un tónico por cuenta del santuario.

Lobo Feroz y Arastacasta hicieron ademán de acercarse apenas se fue el otro, ya que teníamos la misma sangre, pero yo les contuve con un gesto, dando a entender que me encontraba bien. El sudor se había secado con el aire y el sol, el malestar iba pasando y comenzaban a volverme las fuerzas. Los mirones se dispersaban. Una bruja joven, con el cuerpo pintado de rojo y amarillo, y el cabello teñido con los mismos colores, con una espada y una daga colgadas del hombro, remoloneó largo rato por los alrededores, antes de acercarse titubeando y hacer el gesto de la paz.

—¿Me dejas beber la sangre de Sagalea? —Señaló con cierta timidez la mole decapitada de la bruja.

Levanté sonriente mi espada de lobo y se la brindé. Sin amilanarse, con una sonrisa rápida, se inclinó y besuqueó la hoja ensangrentada, antes de lamerla cuidadosamente, para no cortarse con los filos. Luego me miró con ojos brillantes.

—En serio —insistió—, era una bruja poderosa.

Bajé la espada y la estudié interesado.

—¿Qué me ofreces a cambio?

Reculó un par de pasos y, sonriendo con malicia, abrió los brazos para mostrarse a sí misma. La observé mientras jugueteaba con mi espada. Dicen con razón que no hay término medio en las brujas: o son repelentes hasta lo monstruoso, o peligrosamente atractivas. Y yo siempre he sentido cierta querencia hacia las mujeres pequeñas y vivaces de boca jugosa.

—Por la sangre.

—Y el corazón —añadió con rapidez.

—De acuerdo.

—¿Y la piel?

—Bueno, bueno. —Me eché a reír—. Mira: toda ella para ti; excepto la cabeza, que pertenece al tutelar del santuario.

—Es un trato.

—Lo es.

Se volvió para arrodillarse y beber con avidez del gran charco rojo que rodeaba al cadáver. El sello de la Reina Bruja estaba trazado en su espalda, indicando que pertenecía a su séquito; aunque eso era fácil de adivinar, gracias a sus pinturas rojas y amarillas.

Limpié con esmero la hoja de la espada, antes de envainarla, aunque la pequeña bruja había dejado poca sangre sobre el acero. Ella, saciada por fin, había empuñado su daga y desollaba el cuerpo decapitado. La contemplé durante unos instantes, antes de encogerme de hombros y decirme que las brujas son así, y me fui por las cuestas a buscar el baño prometido por el hombre-buitre.

7

Esa noche nos quedamos en vela hasta altas horas, tendidos en los claroscuros de una cámara ritual, en las entrañas del santuario. Las luces de las lámparas parpadeaban, haciendo temblar las sombras de la gruta y arrancando muecas al ídolo de bronce que dormitaba en su hornacina. En algún momento me pregunté, de forma distraída, cuánto tiempo llevaría ya allí, junto a la bruja, oyéndola desgranar entre cuchicheos los sangrientos entresijos de las Tierras Altas.

—… así que sus máscaras familiares le han elegido para recuperarla —decía—. Pero hay gente-serpiente entre los mediarmas y los gargales que son fieles al Cufa Sabut, y algunos de ellos a su vez se han juramentado para matar a Viboraz. Habrá grandes luchas.

Bajé la cabeza, dejando resbalar los dedos por su vientre pintado de rojo y oro, y cubierto de aceites. Ya había oído antes retazos de esa historia y no pude evitar recordar aquella noche en el Orói Marfil, y el mortífero duelo de máscaras que habíamos presenciado mis amigos y yo.

—Tú disfrutas con todos estos enredos, claro.

—Me encantan —reconoció con una risa amortiguada. Se escabulló entre mis manos para echarme los brazos, haciendo tintinear sus ajorcas en la media luz—. Adoro los duelos, los juramentos, las venganzas de sangre…

Se cimbreó muy despacio sobre mi regazo, adelante y atrás, sonriendo con malicia.

—La sangre es preciosa, tanto o más que el oro —murmuró con ojos brillantes—. Sí, es un verdadero tesoro y tú eres un cazador de cabezas. ¿Qué tendría que hacer yo para que matases por mí?

Sostuve pensativo su mirada, atrapado por ese rostro risueño, pintado de rojo y amarillo, y lustroso por el aceite. Sin responder, dejé vagar los ojos por las penumbras de la cueva: los viejos relieves gargales de las paredes, la entrada alta y angosta, las lamparillas que titilaban sobre las repisas, esparciendo una luz tenue y dorada.

—¿Qué me darías tú a cambio? —repuse por fin.

Ella acercó aún más su rostro al mío, calibrando mi expresión, antes de contestar.

—Cuanto tengo. Si es que tienes un precio que se pueda pagar.

—Todos al final lo tenemos —reconocí, pendiente de sus labios entreabiertos.

—¿De verdad cazarías una cabeza para mí? —me susurró al oído. Sus muñecas cargadas de ajorcas volvieron a resonar débilmente, mientras frotaba su pesado collar de medallones contra mi pecho. Porque, según las viejas costumbres de nuestro pueblo, Qum Moga, la bruja, había acudido a nuestra cita nocturna con el cuerpo cubierto de aceite y adornada con un sinfín de piezas de oro, bronce y cobre bruñido; de forma que el fulgor de las luces arrancaba destellos a cada uno de sus gestos.

—¿Y por qué no? —admití. Ella se había mostrado afectuosa y entusiasta, tan caprichosa como sólo puede serlo una bruja. Y, como tal, estaba siempre presta a sonsacarme una palabra imprudente que atase mi voluntad a la suya—. Mira, en este momento me debo al Alto Juez y he de encontrar a una rompevedas.

—Sí, sí. Pero ¿y después?

—Después, ¿quién sabe? Como te acabo de decir, soy de los que piensan que todos tenemos un precio.

Encajó esa respuesta con una sonrisa ambigua y dejamos ahí el tema. Tras unos momentos de silencio, inclinó la cabeza para mordisquearme la tetilla izquierda. Despacio, muy despacio, se deslizó hacia mi hombro, besuqueándome el pecho, y terminó remoloneando ahí donde antes sus dedos enfundados en garras de bronce me habían rasgado la piel, haciendo saltar la sangre. Me recosté contra la pared de piedra, sintiendo anudarse la zurda sobre mi nuca, mientras las uñas de metal correteaban por mi espalda y sus labios y lengua aleteaban cautelosos sobre la herida.

Es cierto que las brujas saben pulsar los sentidos de sus amantes y, durante un rato, me dejé llevar, a sabiendas de lo que me estaba haciendo, oyéndola resollar cada vez más fuerte, estrechándose contra mí y removiéndose con rapidez cada vez mayor. Pero luego la sujeté por la cabellera teñida de fuego y oro, aparté su cabeza para mirar en aquellos ojos oscuros, que refulgían tras párpados entornados.

—Chica —suspiré—, ¿no te basta con Sagalea? ¿También necesitas mi sangre?

—No, no —ronroneó—. Sólo quiero un poco, unas gotas. La sangre es vida, tú eres fuerte y acabas de matar. Y eres un cazador de cabezas, pariente de los demonios.

—Tú sí que eres un verdadero demonio de las Tierras Altas.

Inspiró hondo, antes de echar la cabeza hacia atrás para sentarse de nuevo en mi regazo y volver a apoyar los antebrazos en mis hombros. Parecía atacada por alguna fiebre: sus ojos estaban llenos de reflejos turbios, el sudor relucía mezclado con el aceite y su cuerpo desprendía tanto calor como un horno. Suspiró de nuevo profundamente, intentando serenarse.

Yo tanteé a nuestro alrededor, sin mirar, hasta dar con un tazón casi lleno de vino, y se lo llevé a los labios.

—No te enfades conmigo, lobo —susurró con voz melosa—. No pensaba hacerte ningún daño.

Bebí a mi vez en silencio, mientras sentía cómo un hilo de sangre resbalaba por mi pecho. Luego suspiré. Los hábitos caníbales de los gorgotas más salvajes suelen turbar a la gente como yo; un arma de ciudad que ni los practica ni, en el fondo, los aprueba demasiado.

Además, allí había algo más: vampirismo y brujería. La magia antigua de las mujeres gargales; artes oscuras con las que —mediante el sexo, la sangre o incluso un simple cruce de miradas o palabras— se pueden apoderar de la vitalidad ajena. No es algo de lo que suela hablarse, aunque no haya vedas menores sobre el tema; pero todos sabemos que esas prácticas están extendidas entre todos los pueblos gorgotas, y no pocas de nuestras mujeres lo practican, aunque la mayoría a pequeña escala. Por eso último es verdad que son contados los casos en los que su uso resulta verdaderamente dañino.

—No estoy enfadado —dije por último—. Ya sé que no pretendías dañarme y, si dijese que ciertas cosas me disgustan, mentiría. Soy arma. Pero no vuelvas a tratar de chuparme la sangre sin mi permiso ni a quitarme nada. Tendrás que conformarte con lo que te dé.

Encajó ese reproche con un mohín y sin replicar. En el silencio consiguiente, hurgué entre las ropas y armas apiladas a un lado, hasta dar con aquella miniatura que, tiempo atrás, pusiera en mis manos el Alto Juez Tucatuca. Sujeta entre los dedos, alcé a la luz aquella obra maestra de la gente-león, girándola y haciendo que el brillo de las lámparas rielase una y otra vez sobre los rasgos de metal bruñido.

—Ésta es Tuga Tursa, una bruja mestiza. —Ofrecí la réplica a mi cabizbaja acompañante, brindándosela como la joya preciosa que en realidad era.

—Sé quién es: la gente-león la ha sentenciado. —Volvió a sonreír, recobrando de golpe el humor—. Las noticias de esa clase vuelan por las Tierras Altas. —Recogió la miniatura para acunarla entre las manos y estudiarla a la media luz.

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