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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (11 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Al llegar, les dediqué un mal gesto. Una vestía falda negra con ceñidor de bronce y un caprichoso coselete del mismo metal; la otra iba desnuda, con el Gran Sello de la Urraca pintado en la espalda. Lucían un corte de pelo muy extendido entre ferales de aves: la nuca y sienes afeitadas y la mata formando altos mechones que, en su caso, eran negros con puntas blancas. Ambas respondían a los tópicos sobre su parentela, ya que eran alegres y maliciosas, y las alhajas de oro, bronce y cobre relucían con tal fuerza sobre sus pieles morenas que casi llegaban a deslumbrar.

Mis malas pulgas no me salvaron de sus pullas. Pero no pude ofenderme, porque las mujeres-urraca son así. Es más, me detuve allí, a charlar un rato. El rellano era amplio, con balaustrada y dos grandes ídolos emplazados a ambos lados de la escalera. Ellas estaban allí para hacer valer el viejo distingo que prohíbe a los momgargas utilizar los senderos de la ladera ya que aquél era un punto de defensa, desde donde ellas dos con sus arcos hubieran podido contener a un ejército que subiese por la escalera. Pero en aquella mañana de sol y moscas, sin nada que hacer, se aburrían mortalmente.

La pared está excavada en forma de gruta artificial, para ampliar el rellano y dar, en aquella ladera orientada al sur, sombra los días de sol y refugio los de lluvia. Allí nos sentamos, a resguardo, y yo encendí la pipa. Las escuché parlotear y hasta les permití que tocasen la calavera de mi mentón; un gesto que, según cierta superstición, da buena suerte a las mujeres. Les dejé la pipa, para que fumasen, y me acerqué a la balaustrada, a contemplar el dédalo de tejados, patios y azoteas; las aguas calmas y centelleantes del río, los islotes cubiertos de vegetación, los barcos de velas coloridas. Y, al cabo, reanudé el ascenso.

Más allá del rellano, la escalinata serpentea hacia la vertiente oeste, donde las paredes rocosas caen a pico hasta el agua. Y así, siempre subiendo, llegué por fin al viejo santuario de los muertos, sito en una profunda oquedad natural de la parte pétrea de la colina. No pude evitar un suspiro, al tiempo que me enjugaba la frente, al ganar la sombra de esa gran cavidad.

Hay un pretil de piedra para evitar caídas accidentales, el suelo ha sido nivelado y, al fondo del gran repecho, se encuentra el santuario. De puertas afuera uno no ve otra cosa que un pórtico tallado en la roca viva, con rechonchos ídolos gargales haciendo como que sujetan el techo de piedra, a modo de columnas. Pero más allá de la puerta adintelada se abre una red de galerías y cámaras subterráneas, un laberinto rocoso en el que se atesoran miles de máscaras funerarias, y no sólo gorgotas, sino también momgargas, algo que resulta de lo más insólito entre nuestras gentes.

Una escalinata de tres escalones muy largos, anchos y bajos llevan del suelo a la puerta. Allí, como de costumbre, había no pocos ociosos sentados, y al pasear la vista por ellos descubrí a dos hombres-serpiente de cabezas afeitadas. Uno era mi amigo Palo Vento y el otro un personaje enjuto y hermético que se aireaba en esos momentos con un abanico. Vestía una larga falda tubular y media armadura lacada; lucía una calavera de bronce en el mentón y mantenía su larga espada sobre el regazo. Aquél no era otro que el famoso Aorcabuéis, el mejor cazador de cabezas de nuestra época.

Dudé, aunque era amigo de uno y había subido en busca del otro, pero no quería interrumpir una charla privada. Sin embargo ellos me hicieron gestos de que me acercase y yo así lo hice, saludando primero al gran Aorcabuéis, que había cazado un total de cuarenta y nueve cabezas para tres Altos Jueces. Él, con un gesto regio del abanico, me invitó a sentarme con ellos en los escalones. Tenía fama de solitario y reservado; un hombre sin amigos ni mujer, que pasaba los días sumido en sus propios pensamientos.

Eché mano a mi propio abanico para mitigar aquel calor agobiante. Palo Vento me lanzó una ojeada y se interesó por mis asuntos.

—Me voy a las Tierras Altas —confesé—. He sabido que Tuga Tursa anda por allí, y de alguien que tiene cierta relación con ella.

—Es una buena noticia, ¿no? —El hombre-serpiente me miró, ya que algo en mi expresión o mi tono le había llamado la atención.

—Depende. La información es bienvenida, por supuesto. Lo malo es que me ha llegado por boca de Togtatau.

—¿Tu Togtatau?

—Esa Togtatau —maticé lacónico.

—Bueno, ¿y qué?

—Que la conversación no me ha gustado nada.

—¿Crees que ha tratado de engañarte?

—No lo sé. Veo la mano de las lais de su lar en lo que me ha contado, y ésas no hacen nada porque sí. Pero espero que no me haya mentido.

—Ya. —Entornó los párpados, antes de lanzar un manotazo contra un moscardón—. Si lo hubiese hecho… —Dejó la frase en suspenso y paseó la mano por la vaina de su espada.

—Si así fuese… —Agité mi abanico, turbado—. Si ella me hubiese engañado a mí, a un cazador de cabezas, tendría que matarla. —Me dije a mi mismo que, de ser así, usaría ese pequeño cachetero que tantos armas llevamos encima, oculto en cualquier parte. Un solo golpe, bien dado y por sorpresa, y por lo menos no sentiría llegar esa muerte a la que tanto temía.

Palo Vento, la mano sobre la cabeza de serpiente que era el porno de su espada, escudriñaba mi rostro.

—¿Lo harías?

—No —acepté con un suspiro—. Supongo que me faltaría valor. Para qué me voy a engañar.

—Ya sabes lo que ocurriría en tal caso —intervino entonces, por vez primera, el gran Aorcabuéis.

Asentí en silencio. Si alguien me trababa voluntariamente con mentiras en la caza de cabezas y yo no era capaz de aplicarle la ley arma, los míos me castigarían. Caería en desgracia, mi propio feral me repudiaría y yo me convertiría en un desheredado, un hombre sin parientes ni posición.

—Lo que ha de ser, sea. —Mostré las palmas de las manos, resignado, con una de esas frases hechas que tanto nos gustan a los armas.

—Bien dicho, lobo. —Una sonrisa fugaz cruzó por el rostro adusto de Aorcabuéis.

—Espero que, si eso sucede —añadí resentido—, sienta algún remordimiento, un poco al menos.

—¿No estás haciendo demasiadas suposiciones? —Palo Vento meneó la cabeza hastiado—. Aún no sabes si te ha mentido.

—¿Mentir? No, estoy seguro de que no me ha contado ninguna mentira.

Palo Vento me miró un poco desconcertado. Aorcabuéis no mudó el gesto. Y yo me vi en la obligación de aclarar:

—Seguro que los datos que me ha suministrado son verdad. Pero esas verdades lo son a medias, o interesadas.

—Una verdad a medias no es una mentira.

—Si ha usado la verdad para causar en mí una impresión errónea, y me empuja a matar a alguien o a hacer algo que sirva a intereses ajenos a mi misión, el resultado será el mismo.

—Tursa tiene muchos enemigos, y no pocos de ellos son pandalumes. Darte información sobre su paradero es una forma de acabar con ella. No veo que eso esté mal.

—Ya. —Agité mi abanico, mirando de reojo a los dos hombres-serpiente, antes de encararme con Palo Vento—. ¿Y si te digo que Tuga Tursa está ligada al Cufa Sabut? ¿Sabías eso?

Se sobresaltó.

—¿Te lo ha dicho Togtatau? —Y, al verme asentir, se pasó la mano por la cabeza—. ¿Cómo saben ella o las lais de su lar algo así? Entonces…

—Basta. No conviene calentarse la cabeza con suposiciones —zanjó de repente Aorcabuéis—. Todo se verá a su debido tiempo y, hasta entonces, es inútil especular.

Tanto Palo Vento como yo asentimos mudamente y, en el silencio que siguió, nos abanicamos contemplando el revuelo de insectos en la penumbra. Más allá, la boca de la oquedad era una brecha amplia que bostezaba a un cielo azul resplandeciente, vacío a excepción de las aves que cruzaban en ocasiones, planeando en el aire cálido. Palo Vento, al cabo de un rato, recogió su espada e, incorporándose, se despidió. Yo en cambio seguí sentado, ya que tenía asuntos que tratar con el gran Aorcabuéis.

Él no mudó el gesto o la postura durante largo rato. Siguió allí quieto, abanicándose con aire adormilado, la diestra sobre la vaina de la espada. Y sólo al cabo se puso con mucha calma en pie, al tiempo que me hacía una seña.

—Entremos.

Subimos juntos las escalinatas, pasando por entre los meditabundos ídolos del pórtico: estatuas macizas en cuclillas, que simulan sostener sobre hombros y manos el enorme peso de la roca que hay encima del santuario. Cruzamos la puerta y nos sumergimos en ese vasto laberinto que dormita en la penumbra eterna de las velas. La atmósfera interior es fresca y seca, y aquel día aún más, por contraste con la exterior. El silencio era total, roto sólo por algún eco aislado que reverberaba a lo largo de los túneles. Olía a polvo, a antiguo, y en hornacinas abiertas en la roca viva, los ídolos dormitaban ante lamparillas encendidas en su honor.

Aorcabuéis me guió a través de pasajes angostos hasta una gruta muy, muy antigua, abierta quizás en tiempos de los primeros armas. Una cripta de unos diez pasos de ancho, alumbrada con velas y llena de máscaras funerarias alineadas en anaqueles tallados en la roca, desde la altura de la cintura de un hombre hasta el techo.

Nos sentamos en tabladitos de madera. Aorcabuéis se puso la espada en el regazo y pareció volver a adormilarse. Yo también me acomodé la espada y esperé con calma. Desde las repisas, las máscaras de los antepasados gesticulaban a cada chisporroteo de las velas. Saqué la pipa y comencé a cargarla. El hombre-serpiente volvió sus ojos duros hacia mí.

—¿Vas a fumar en las alcobas de los muertos?

—¿Y por qué no? —Acaricié la cazoleta tallada—. Soy cazador de cabezas y algún día mi máscara funeraria vendrá aquí, a reunirse con todas éstas. Y no me disgustaría que a veces alguien viniese y encendiera una buena pipa, y así recordar el olor y el sabor del tabaco. Después de todo, los espíritus del humo siempre han sido buenos compañeros para mí.

Asintió en la penumbra, con ojos adormilados y sin añadir nada. Yo esperé, pendiente de sus palabras; porque Aorcabuéis no sólo era el mejor, sino un maestro de la caza; algo muy raro, ya que no muchas veces la capacidad de enseñar algo va pareja a la de destacar de forma sobresaliente en eso mismo. Por fin despegó los labios.

—Escucha. Ya sabes que el Alto Juez mandó a dos de los nuestros en pos de Tuga Tursa antes de llamarte a ti, y que los dos murieron a sus manos.

—La gente dice que han sido tres.

—A la gente le gustan los números redondos. O puede que ya te den por muerto a ti también.

Encogí los hombros con desdén, al tiempo que daba una calada, y él prosiguió.

—No es bueno que un rompevedas mate a dos cazacabezas.

—No, no lo es.

—No hace falta hablar de la calaña de Tuga Tursa. Es culpable de ataques a caravanas, robo de ganado, incendios, asesinatos. Es una alimaña humana; pero no sería muy distinta de una docena de proscritos, de no ser por que a sus crímenes se añade haber incendiado un santuario.

Se acarició la calavera del mentón, mientras me contemplaba pensativo. Yo no dije esta boca es mía, y él continuó.

—Cabría pensar que Tuga Tursa no es más que una bruja sanguinaria que ha acabado yendo demasiado lejos, y que al final se ha atrevido a romper una Veda Mayor.

—¿Es que acaso es otra cosa?

—Ha matado a dos de los nuestros, y eso nos ha movido a hacer indagaciones.

—¿Y qué es lo que habéis averiguado?

—Los Cuatro han sabido que entre esa mestiza y los hermanos Mutel hay algún tipo de relación.

Ahora fui yo el que se le quedó mirando por entre las volutas de humo. Los Cuatro es el nombre con el que se conoce a los jefes de la sociedad arma de los cazadores de cabezas. Al igual que al conjunto de los mismos nos llaman los Cien, aunque en aquella época éramos unos pocos más de esa cifra redonda.

—¿Por qué nadie me ha informado de eso hasta ahora?

—Porque no lo sabíamos. Yo mismo me enteré ayer y por eso te he convocado. Hablé con un dao que logró introducirse el invierno pasado en la madriguera de los Mutel. Allí vio a una mestiza que bien podría ser Tuga Tursa…

—¿Podría?

—Él dice haber visto a una bruja joven, idéntica a Tuga Tursa y con pinturas como las que usa ella. Pero la vio en todo momento cubierta con una máscara y por eso no está completamente seguro.

—¿No pudo comprobarlo?

—Ya veo que no sabes cómo es el cubil de los Mutel: es un nido de águilas en el norte de la sierra Ongada; mitad cultería y mitad fortaleza. Ese dao no se atrevió a preguntar, ni a indagar demasiado. Sólo entrar allí fue una hazaña, y salir con vida una aún mayor.

Asentí envuelto en humo. Aorcabuéis siguió:

—La bruja mestiza de la que hablamos se sentaba a mano izquierda de los Mutel y, al parecer, es una de sus esposas.

—¿Esposa de cuál? ¿No son tres?

—De todos ellos. Recuerda que nacieron a la vez y son físicamente idénticos. Ya sabes la importancia que dan los gargales a eso. Además, ellos mismos alientan la creencia de que en realidad son tres cuerpos animados por una única alma.

—Ya he oído esa historia, ya. ¿Es de confianza ese dao?

—Totalmente. Lleva años actuando como espía al servicio de la gente-león. El propio Tucatuca le envió allí, porque esos tres le tienen cada vez más inquieto.

Estuvimos un rato en silencio; él inmóvil y con las manos sobre la vaina de la espada, yo fumando. Luego tomé a mi vez la palabra.

—Si de verdad esa mestiza era Tuga Tursa, por fin podríamos hilvanar esta historia. Cuando la banda de Carog fue aniquilada, debió de huir al este y buscar la protección de los Mutel, que se la darían de buena gana, en vista de sus antecedentes.

—Eso si no tenía algo con ellos previamente. Los Mutel llevan años tendiendo sus redes y contactando con gentes que son, como tú muy bien acabas de decir, enemigos de los armas.

—Es posible.

—Todo esto preocupa a los Cuatro. —Meneó solemne la cabeza—. ¿Y si Tuga Tursa fuese un instrumento de los Mutel? ¿Y si el incendio del santuario de Arbar hubiese sido planeado en las Ongadas?

—¿Por los Mutel? ¿Qué iban a ganar con algo así?

—Puede que fuese un paso en algún plan ya trazado. Tal vez buscaba precisamente lanzar a los cazacabezas tras sus propios pasos, para ir eliminándolos. Ya ha acabado con dos.

—Eso es un juego muy peligroso, y no le veo la ganancia.

—Tuga Tursa ama el peligro. En cuanto a la ganancia, ya es famosa y su nombre suena a desafío al poder de los armas.

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