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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (15 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—Ella misma se ha sentenciado al romper las Vedas —me sentí obligado a matizar—. Así que la conoces.

—Claro. Alguna vez la he visto, aunque hace tiempo —admitió distraída. Con sus garras de metal, acarició aquellos labios de bronce—. La muy estúpida ha incomodado también a la Reina Bruja.

—Entonces ¿están también enemistadas?

Me fulminó con una mirada entre incrédula y burlona, antes de echarse a reír, haciendo ondear su melena roja y amarilla.

—¿Enemistadas? Pero ¿quién te has creído que son una y otra, lobo? —Deslizó sus uñas de bronce por mi mejilla—. La Reina Bruja es muy poderosa. Nadie en las Tierras Altas iguala su magia y no hay hermandad de brujas que pueda hacer siquiera sombra a la suya… la nuestra. —Volvió a reírse—. Esa mestiza no es nadie comparada con ella y, si se atreviese a desafiarla, la Reina Bruja la borraría del mapa de un soplido. No, pero Tuga Tursa ha hecho cosas que no han gustado a la Reina Bruja, y eso tarde o temprano se paga.

—¿Qué cosas en concreto? —Acaricié sus costados, resbaladizos de aceite—. Si es que pueden saberse.

—No sabría decirte con certeza —reconoció al tiempo que se mecía entre mis manos—. La Reina Bruja me envió con Lobo Feroz, tu pariente, hace ya meses, y no estoy muy al tanto de todos esos detalles.

—Así que estás en su banda.

—Sí. —Jugueteó al descuido con su gran collar, arrancando destellos a los discos metálicos engarzados—. La Reina Bruja y Lobo Feroz siempre han estado en muy buenas relaciones, y ella nos ha enviado a mi hermana Sondelide y a mí para que le sirvamos.

Cabeceé. En las Tierras Altas y en las zonas fronterizas, las brujas de guerra suelen sustituir a las lanzáis copa, ocupando junto a los jefes manamaragas el sitio que les pertenece a las segundas en la sociedad arma clásica.

Alzó de nuevo la réplica y la sostuvo ante las luces doradas de las lamparillas de aceite, para examinar embelesada el trabajo de los artífices.

—Es muy bonita, mucho —suspiró con ojos brillantes—. Alhajando, no hay nadie como la gente-león, nadie. Además, hace justicia a Tuga Tursa porque, ¿sabes?, es realmente guapa.

—Eso dicen todos los que la conocen —murmuré, contemplando a su vez ese rostro de bronce—. Pero también me habían contado que es una bruja temible, y ahora tú me dices todo lo contrario.

—No. No me has entendido —protestó—. Tuga Tursa vale mucho, aunque no pueda compararse con la Reina Bruja. No es un enemigo despreciable, créeme. Pero es de esas a las que su poder les hace perder el buen juicio y creer que pueden con todo. Yo nunca dejaré que me suceda algo así, porque es un camino que acaba siempre por llevarte a la perdición. —Abstraída, volvió a deslizar sus garras de bronce por mis mejillas—. No es bueno jugar ni con la Muerte ni con la Suerte, lobo. La primera es una amante celosa y la segunda nunca es fiel durante mucho tiempo.

Sin saber qué contestar a eso, me pregunté si sus palabras no serían un agüero… y si, de serlo, lo serían para Tuga Tursa o para mí. Traté de descifrar el rostro de la pequeña bruja en la media luz y ella, quizás intuyendo mi turbación, volvió a sonreír con malicia, al tiempo que se balanceaba sobre mí.

—¿Qué tienes en la cabeza?

—Muchas cosas. Dime, ¿qué relación había entre Tuga Tursa y Sagalea?

—Ninguna, que yo sepa.

—Pero ¿Podría haberla?

—Claro. —Me miró intrigada—. Por muy chismosa que sea la gente de las Tierras Altas, siempre habrá secretos bien guardados.

—Lo cierto es que yo no pensaba hacerle nada. Vine a preguntarle sobre Tuga Tursa y ella me atacó sin mediar palabra, y en el santuario. ¿Por qué lo haría?

—No lo sé. Si tú no la hubieses matado, los árbitros lo habrían hecho después.

—No tiene sentido.

—No tiene por qué tenerlo. Sólo tienes que acercarte al altar de Artam y contar las calaveras que hay a sus pies: siempre hay gente dispuesta a cometer ciertos crímenes, a pesar del castigo.

—¿Así, abiertamente?

—No lo sé. La gente a veces enloquece sin que los demás se den cuenta. Y un día estallan, sin que pueda ya pararles la razón, o el miedo al castigo.

—Es posible. —Meneé la cabeza.

Pero para mis adentros pensé en lo hablado con Aorcabuéis. En que la Máscara Real era mucho más que un objeto sagrado o una institución, puesto que representaba una idea, una forma de concebir el mundo. ¿Había estado dispuesta Sagalea a morir por esa idea? ¿A morir a cambio de matarme a mí, a un cazador de cabezas que perseguía una pieza valiosa para los planes de los Mutel y, por tanto, para la vuelta de la Máscara Real? Me pasé la mano por la frente.

—Es posible —repetí—. El miedo contiene a la mayoría, pero no a todos.

—Y cuando con el miedo no basta, suena la hora de los cazadores de cabezas —bromeó ella—. Vienen de noche cerrada, para cogerte y sacarte las tripas. —Soltó una risa queda—. Como en los cuentos que me contaban mis tías cuando yo era pequeña.

La contemplé pensativo, antes de responder.

—Así es, chica —acepté con lentitud, con una sonrisa que logró apagar la suya—. Así es.

A media mañana fuimos a pasear por los puestos de la feria. Yo llevaba la máscara de matar bajo el brazo y Qum Moga, incansable, correteaba de un lado a otro, curioseando, palpando mercancías y tratando de sacarme alguna chuchería. En un aparte del mercado, tres hombres-león habían instalado una fragua al aire libre y ejercían sus viejas artes cubiertos con máscaras, y con mandiles de cuero, martilleando entre surtidores de chispas y resonar de metales. Bajo los toldos, jefes de ropajes rojos y amarillos se sentaban junto a personajes que portaban las máscaras familiares de los diminutos ferales manamaragas. Los observé conversar indolentes, fumando largas pipas y sorbiendo infusiones calientes. Las ferias de los santuarios, protegidos por tregua sagrada, siempre han sido buen sitio para zanjar esas largas y sangrientas rencillas que tanto nos gustan a los armas, sobre todo a los de las Tierras Altas.

Un hombre de gran estatura se destacó de la concurrencia, abriéndose paso hacia mí. Era muy alto y ancho, con aspecto de enorme fortaleza física, y lucía una espectacular máscara de oro y bronce, con rasgos que eran mezcla de humano y jabalí. Vestía de forma no muy distinta a la mía, al estilo de muchos armas de ciudad, con ropas negras y holgadas, sobre las que ceñía defensas de cuero y bronce. Las vainas de sus espadas le colgaban del hombro, oscilando mientras cruzaba por entre la gente.

—Paz, lobo. —Se detuvo a mi altura para saludarme con una voz profunda y agradable—. Tú debes de ser Corocota, el cazador de cabezas.

—Así es. —Dudé un instante—. En cambio, yo no sé quién eres; tendrás que disculparme.

—Es normal, no importa. Soy Trapaieiro Porcaián —afirmó con sencillez—. Vengo de las montañas.

Contemplé casi boquiabierto a ese que se atribuía el nombre de un dios menor. No parecía un perturbado y, si bien su indumentaria no era para nada lujosa, el ajuar —espadas, máscara, vainas, alhajas— estaba compuesto de piezas de calidad. Qum Moga, atraída a su vez por las palabras y el aplomo de aquel hombretón, lo rodeó embelesada.

—¿Qué eres tú? —le espetó sin poder contenerse—. ¿Un mascareno? ¿Un demonio de las montañas? ¿Un dios-vivo?

—Soy un poco de todo eso. —Nuestro interlocutor dedicó una sonrisa a la pequeña bruja pintarrajeado de rojo y amarillo, antes de dirigirme de nuevo la palabra, bajando esta vez un poco el tono de voz—. Tengo entendido que buscas a una bruja mestiza llamada Tuga Tursa.

—Cierto. —Interesado ahora, acaricié la máscara de matar que acunaba en el hueco del brazo—. ¿Tienes algo para mí?

—Hablemos. —Movió la cabeza, haciendo que los metales de su máscara chispeasen bajo el sol abrasador—. Pero no aquí, en público.

—Pues vamos a sentarnos a la sombra —aprobé.

Y, con un ademán discreto, le señalé afuera del mercado.

—¿Y yo? ¿Os dejo? ¿O puedo acompañaros?

Me volví hacia la inquieta bruja que remoloneaba a nuestro lado, hirviente de curiosidad. Consulté con los ojos a Trapaieiro Porcaián, pero éste se limitó a sonreír de nuevo.

—Bueno, anda —acepté tras un momento de indecisión—. Venga, siéntate con nosotros.

Nos alejamos por las cuestas que hay al pie de los farallones, dando la espalda al bullicio de la feria, para buscar algún lugar donde las peñas resguardasen de la solana. Con un gesto, el montañés me indicó una buena sombra. Yo asentí, antes de sentarme con las piernas cruzadas y la espada terciada sobre el regazo. El montañés me imitó, acomodándose a mi zurda.

Qum Moga, tras vacilar un momento, fue a ponerse a la izquierda del montañés. Incliné la cabeza. Aquel acto dejaba a Trapaieiro Porcaián como eje de la reunión, aunque había sido él quien acudió a mi encuentro y no al revés, y pese a que ella iba conmigo, no con él. Ambos la miramos perplejos. Pero ella, sentada con las piernas juntas, apoyando las muñecas cargadas de ajorcas sobre la vaina lacada en oro y rojo de su espada, nos devolvió sin pestañear una mirada de falsa inocencia.

No me ofendí. Trabajo me costó esconder una sonrisa. Aunque valoro la etiqueta, que tan del gusto arma es, nunca me he sentido atado a la misma, ya que no es más que una herramienta útil. Además, quizá la pequeña bruja no hacía otra cosa que poner las cosas en su sitio; ya que Trapaieiro Porcaián, de ser quien afirmaba ser, era un grande entre los nuestros. Al fin y al cabo, Qum Moga era una bruja de guerra y éstas, como las lanzáis copa, dan suma importancia a las formalidades, además de considerarse a sí mismas como las custodias de nuestras viejas tradiciones.

Ofrecí tabaco al montañés y ambos cargamos en silencio las pipas, contemplando el paisaje de pedregales, pinares oscuros y páramos amarillentos, ahora abrasados por un viento ardiente. Ese mutismo formal, previo a una conversación, me sirvió para reflexionar sobre aquel extraño interlocutor, que usaba el nombre de un ídolo montañés.

Hasta donde yo sé, Trapaieiro Porcaián era, en su origen, uno de esos maliciosos diablos porcinos que tanto abundan en la mitología pandalume. Como otra docena de pequeñas deidades similares, nos llegó a través de los pandalumes que se instalaron entre nosotros en el pasado, y fue asimilado con rapidez por varios panteones gorgotas, los montañeses sobre todos. Trapaieiro Porcaián, en concreto, es muy antiguo y parece estar tomado de los trocalumes, los pandalumes nómadas.

Puede que por eso, por ser tan antiguo y anterior al resto, no se hizo un hueco entre los grandes ídolos de las montañas, como ocurrió con otros parientes suyos, como el Gochora o el Maevís. Carece de devotos o culto propio, y sus altares son escasos. A cambio, tampoco ha cambiado tanto su carácter primitivo: sigue siendo un genio marrullero y embaucador, como todos sus parientes; pero es más malicioso que malo, y no tiene sed de sangre humana.

Volví los ojos hacia aquel montañés de máscara bruñida. Fumaba con fruición, aguardando calmoso mientras lanzaba nubecillas blancas al aire de la mañana.

—En fin. Tú dirás.

—Tucatuca te ha mandado a cortar la cabeza de Tuga Tursa, y corre el rumor de que vas de un lado a otro, dando palos de ciego y sin conseguir pistas sobre su paradero. —Dejó escapar otra bocanada de humo—. Pero yo puedo llevarte hasta ella.

Agité la cabeza, interesado. Pero nada dije, recordando las artimañas que la tradición atribuye a ese demonio montañés llamado Trapaieiro Porcaián. Di una larga calada a mi pipa, invitándole con mi silencio a proseguir.

—Bueno —sonrió, como si me hubiera leído los pensamientos—, escucha. Corren muchos rumores sobre dónde puede estar Tuga Tursa, pero pocos saben nada de cierto… Esa chica está dando muchos quebraderos de cabeza a sus enemigos, que no son pocos. Yo puedo asegurarte que en estos momentos está en las Tierras Altas, actuando como agente de los hermanos Mutel, esos reyes-brujos puces que tantos problemas han dado a su vez a los armas en el este.

—Es una información valiosa y te la agradezco.

—Hay más, amigo. —Puso su larga pipa de madera en manos de Qum Moga, invitándola a dar unas caladas—. Esos locos sueñan con convertirse en Quiniones de Pagoa, establecer una hegemonía en las llanuras y, para ayudarse en sus planes, han forjado una Máscara Real. —Me miró al rostro—. Supongo que todo eso ha llegado ya a tus oídos, ¿no?

—Así es.

—Ahora, Tuga Tursa está aquí, en las Tierras Altas, con la intención de hacer una ofrenda de sangre a uno de los demonios predilectos de los Mutel: el Gochora.

Lo miré. El Gochora era otro demonio porcino de origen pandalume, emparentado por tanto con Trapaieiro Porcaián, pero mucho más sanguinario que éste. Su culto, otrora bastante poderoso en las Montañas y Cabezas Muertas, prácticamente había desaparecido.

—La Máscara Real es enemiga de demonios como el Gochora —objeté—. No veo qué relación puede haber entre una y otro.

—¿Relación? Ninguna. Los Mutel juegan sus bazas. Por un lado han despertado a la Máscara Real y por el otro se buscan la ayuda del Gochora con un sacrificio; no tiene nada que ver.

—Entiendo. Sigue.

—Un grupo de partidarios suyos se va a reunir para sacrificarle un ser humano en uno de sus viejos altares, el primer novilunio tras la fiesta del Alto Ogueral, para darle poder. Los celebrantes del rito serán, ni que decir tiene, gente escogida. Allí estarán aliados de los Mutel, adoradores del Gochora y la propia Tuga Tursa. También tomará parte el ogro Poupar, que es hijo del Gochora y una bruja arma.

Allá lejos los buitres, motas negras contra el cielo azul, trazaban lentas espirales sobre los montes. Puestos los ojos en esos círculos sin fin, me pregunté si tal visión no sería un agüero. A nuestro lado, Qum Moga chupeteaba la pipa del montañés, mientras seguía atenta la conversación y trataba de pasar desapercibida. Durante un latido, tentado estuve de pedirle que interpretase para mí la danza aérea de los buitres, pero pude contenerme.

—¿Y por qué me cuentas todo esto? —Lo observé con precaución, ya que pocos dan algo por nada.

Él recogió su pipa de manos de la bruja, dio una calada profunda y dejó escapar con lentitud una gran humareda blanca.

—Aquel que haya forjado una Máscara Real es enemigo mío.

Asentí despacio. Trapaieiro Porcaián, según la leyenda, había sido una de las máscaras mayores que habían bajado de las Montañas para combatir a la Real y los suyos. Él ladeó la cabeza, arrancando de repente reflejos amenazadores al cambuj.

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