Materia (3 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Materia
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Choubris Holse, su criado, estaba a su izquierda, en la loma, revolviendo en una alforja y murmurando algo de que había que enviar a buscar más provisiones a la aldea más cercana que habían dejado atrás. El mayor (o general) Yilim estaba a su derecha, lanzándole una perorata sobre la inminente campaña en el siguiente nivel, algo sobre que había que llevar la lucha hasta sus enemigos, en su propio terreno. Ferbin había hecho caso omiso de su criado y se había vuelto hacia Yilim por pura cortesía. Y entonces, en plena frase, con una especie de carga estruendosa, el anciano oficial (grueso, de rostro un tonto rubicundo y con tendencia a resollar al reírse) había desaparecido, así, sin más. Las piernas y la parte inferior del torso todavía permanecían en la silla, pero el resto de su persona había quedado arrancado y estaba esparcido por el terreno; la mitad parecía haberse arrojado sobre Ferbin y haberlo cubierto de sangre y trocitos de cuerpo grasientos e irreconocibles. Ferbin se había quedado mirando los restos aún sentados sobre el caballo mientras se limpiaba parte de la sangre de la cara, y había sentido arcadas con el hedor y la sensación cálida y humeante de todo aquello. El almuerzo le había abandonado el vientre por la boca como si algo lo persiguiera, después había tosido y se había limpiado la cara con una mano cubierta de sangre.

–Joder, qué mierda –había oído decir a Choubris Holse con la voz quebrada.

La montura de Yilim (el mersicor de guerra, alto y pálido, al que Yilim se había dirigido con más amabilidad que a cualquiera de sus hombres), como si de repente se diera cuenta de lo que acababa de pasar, chilló, se encabritó y salió huyendo tras tirar lo que quedaba del cuerpo de su jinete destrozado al suelo. Otro proyectil o bala o lo que fueran aquellos trastos espeluznantes cayó cerca y derribó a otros dos miembros del grupo, convertidos en una maraña chillona de hombres y animales. Ferbin se dio cuenta de que su sirviente también había desaparecido: su montura se había caído y se habían derrumbado sobre él. Choubris Holse aullaba de miedo y dolor, atrapado bajo el animal.

–¡Señor! –le gritó uno de los suboficiales, plantado de repente delante de él, mientras le daba la vuelta a su montura–. ¡Fuera! ¡Alejaos de aquí!

El príncipe seguía limpiándose la sangre de la cara.

Se dio cuenta de que se había ensuciado los calzones. Azuzó a su caballo y siguió al joven hasta que el oficial y su montura desaparecieron entre una rociada repentina de tierra negra. El aire parecía haberse llenado de chillidos y fuego ensordecedor, cegador. Ferbin se oyó gimotear. Se apretó contra la montura, rodeó con los brazos el cuello del caballo, cerró los ojos y dejó que el galope del animal se abriera camino, que saltara o rodeara como quisiera los obstáculos que pudiera encontrarse, sin atreverse a levantar la cabeza o mirar por dónde iban. Aquella cabalgada discordante, vertiginosa y aterradora había parecido durar una eternidad y se había oído gimotear otra vez.

Pero al fin el jadeante y esforzado mersicor comenzó a frenar.

Ferbin abrió los ojos y vio que se encontraban en una pista oscura y boscosa junto a un pequeño río; el estruendo y los destellos se oían por todas partes, pero sonaban un poco más lejos que antes. Había algo ardiendo arroyo arriba, como si se estuvieran quemando los árboles que sobresalían. Bajo la luz de últimas horas de la tarde surgió un edificio alto y medio en ruinas y la exhausta y jadeante montura frenó todavía un poco más. El príncipe lo detuvo junto al edificio y desmontó. Ferbin soltó las riendas y el animal, sobresaltado por otra ruidosa explosión, salió gimiendo y trotando por la pista. El príncipe quizá lo hubiera perseguido si no hubiera tenido los pantalones llenos de excrementos.

En lugar de eso, entró anadeando en el edificio por una puerta medio abierta y con los goznes combados en busca de agua y algún sitio para asearse. Su criado habría sabido qué hacer. Choubris Holse lo habría lavado en un santiamén, con murmullos y quejas constantes, pero con eficiencia y sin un solo comentario malicioso. Ferbin se dio cuenta de que, encima, estaba desarmado. El mersicor se había largado con su rifle y su espada de gala. Por si eso fuera poco, la pistola que le había dado su padre, y que él había jurado que jamás dejaría su lado mientras se librara la guerra, tampoco estaba en su funda.

Encontró un poco de agua y unos trapos de otra era y se limpió lo mejor que pudo. Todavía tenía su petaca, aunque estaba vacía. La llenó en un largo canal de agua corriente y profunda abierto en el suelo y se enjuagó la boca antes de beber.
I
ntentó ver su reflejo en la oscura corriente de agua pero no lo consiguió. Metió las manos en el canal, se pasó los dedos por el largo cabello rubio y después se lavó la cara. Después de todo, había que mantener las apariencias. De los tres hijos del rey Hausk, él siempre había sido el que más se parecía a su padre: alto, rubio y atractivo, con un porte orgulloso y varonil (o eso decía la gente, al parecer; él no se molestaba mucho con esas cosas).

La batalla siguió librándose con fiereza más allá del oscuro y abandonado edificio cuando la luz de Pentrl se desvaneció del cielo. El príncipe se dio cuenta de que era incapaz de dejar de temblar. Todavía olía a sangre y mierda. Era inconcebible que alguien lo encontrara así. ¡Y el ruido! Le habían dicho que la batalla sería rápida y que ganarían con facilidad, pero seguían luchando. Quizá estuvieran perdiendo. En ese caso quizá fuera mejor que se escondiera. Si a su padre lo habían matado en la lucha, se suponía que el nuevo rey tenía que ser él. Era una responsabilidad demasiado grande, no podía arriesgarse a dejarse ver hasta saber que habían ganado. Buscó un lugar en el piso de arriba para acostarse e intentó dormir un poco, pero no pudo. Lo único que veía era al general Yilim estallando en mil pedazos justo delante de él y los trocitos de carne que volaban hacia él. Tuvo otra arcada y después bebió un poco de la petaca.

Solo con echarse allí, y después sentarse, con la capa bien ceñida a su alrededor, empezó a sentirse un poco mejor. Todo iría bien, se dijo. Se tomaría un momento lejos de todo, solo un momento o dos, para concentrarse y tranquilizarse. Después vería cómo iban las cosas. Habrían ganado y su padre seguiría vivo. Él no estaba listo para ser rey. Le gustaba ser príncipe. Ser príncipe era divertido, ser rey parecía un trabajo duro. Además, su padre siempre les había dado la gran impresión a todos los que le habían conocido de que era un hombre capaz de vivir para siempre.

Ferbin debió de adormecerse. Abajo se oyó un ruido, un clamor, voces. En su estado de nervios y todavía medio dormido, le pareció reconocer alguna. Sufrió un ataque de pánico instantáneo al pensar que podían descubrirlo, que podía capturarlo el enemigo o que podían avergonzarlo delante de las tropas de su padre. ¡Qué bajo había caído en tan poco tiempo! ¡Mira que tenerle un miedo mortal a su propio bando, tanto como al enemigo! Unos pies embutidos en acero subieron con estrépito los escalones. ¡Lo iban a descubrir!

–No hay nadie en los pisos de arriba –dijo una voz.

–Bien. Ahí. Echadlo ahí. Doctor... –(Dijeron algo que Ferbin no entendió. Todavía estaba asimilando el hecho de haber podido pasar desapercibido mientras dormía)–. Bueno, debéis hacer lo que podáis. ¡Bleye! ¡Tohonlo! Coged los caballos e id a buscar ayuda como ya he dicho.

–Señor.

–En seguida.

–Sacerdote: asistidlo.

–El eminente, señor...

–Estará con nosotros en su debido momento, estoy seguro. De momento, la responsabilidad os corresponde a vos.

–Por supuesto, señor.

–El resto, fuera. Dejadnos espacio para respirar aquí.

Conocía aquella voz. Estaba seguro. El hombre que daba las órdenes parecía (de hecho, tenía que ser) Tyl Loesp.

Mertis tyl Loesp era el amigo más íntimo de su padre y su consejero de confianza. ¿Qué estaba pasando? Había mucho movimiento. Los faroles del piso de abajo arrojaban sombras sobre el techo oscuro del piso de Ferbin. Cambió de postura y se inclinó sobre un resquicio de luz que procedía del suelo, donde una amplia correa de lona, que descendía de una rueda gigantesca que tenía encima, desaparecía entre los tablones rumbo a algún tipo de maquinaria que había en la planta baja. Al moverse, Ferbin pudo asomarse a la ranura del suelo para ver qué estaba pasando abajo.

¡Dios bendito del Mundo, era su padre!

El rey Hausk yacía, con el rostro demacrado y los ojos cerrados, en una amplia puerta de madera que descansaba sobre unos caballetes improvisados que le habían puesto debajo. Tenía la armadura perforada y combada sobre el lado izquierdo del pecho y la sangre se filtraba por una bandera o estandarte que habían utilizado para vendarlo. Parecía muerto, o quizá moribundo.

Ferbin sintió que se le abrían todavía más los ojos.

El doctor Gillews, el médico real, abría a toda prisa maletines y pequeños botiquines. Un ayudante se afanaba a su lado. Un sacerdote que Ferbin reconoció pero cuyo nombre no sabía permanecía junto a la cabecera de su padre con las túnicas blancas manchadas de sangre o barro. Estaba leyendo algún pasaje de una obra sagrada. Mertis tyl Loesp (alto y un poco encorvado, todavía ataviado con la armadura, el yelmo sujeto con una mano y el cabello blanco enmarañado y apelmazado) se paseaba de un sitio a otro, con la armadura resplandeciendo bajo la luz de los faroles. Los únicos presentes, que él pudiera ver, eran un par de caballeros de pie junto a la puerta, con los rifles listos en las manos. No estaba en el mejor ángulo posible para ver nada más que el pecho del caballero alto de la derecha, pero Ferbin reconoció al otro, al que podía verle la cara: Bower, Brower o algo así.

Pensó que debería revelar su presencia. Debería avisarlos de que estaba allí. Quizá estuviera a punto de convertirse en rey, después de todo. Sería aberrante, incluso perverso, no hacerles saber que estaba allí.

De todos modos iba a esperar un momento más. Sentía una especie de corazonada, se dijo, y una corazonada parecida lo había avisado de que no subiera a la loma esa tarde, y había estado en lo cierto.

Los ojos de su padre se abrieron con un parpadeo. El rey hizo una mueca de dolor y movió un brazo hacia el costado herido. El médico miró a su ayudante, que fue a sujetar la mano del rey, quizá para consolarlo, pero desde luego para evitar que sondeara la herida. El médico se reunió con su ayudante empuñando tijeras y ni untes. Cortó la tela y apartó la armadura.

–Mertis –dijo el rey con tono débil, sin hacer caso del médico y estirando la otra mano. Su voz, por lo general tan severa y firme, parecía la de un niño.

–Aquí –dijo Tyl Loesp mientras acudía al lado del rey y le cogía la mano.

–¿Es la victoria nuestra, Mertis?

El otro hombre miró a los presentes en la fábrica.

–La victoria es nuestra, señor –dijo después–. La batalla está ganada. Los deldeynos se han rendido y han preguntado cuáles son nuestros términos. Han puesto solo como condición que cese la masacre y que se les trate con honor. Cosa que hemos permitido, hasta ahora. El Noveno y todo lo que contiene se abre ante nosotros.

El rey sonrió. Ferbin sintió un gran alivio. Al parecer las cosas habían ido bien. Suponía que había llegado el momento de hacer su entrada. Respiró hondo antes de hablar, antes de avisarlos de que estaba allí.

–¿Y Ferbin? –preguntó el rey. Ferbin se detuvo en seco. ¿Por qué preguntaba por él?

–Muerto –dijo Tyl Loesp. A Ferbin le pareció que lo decía sin demasiado dolor o piedad. Casi con entusiasmo, podría haber pensado un tipo menos comprensivo que él.

–¿Muerto? –se lamentó su padre y Ferbin sintió que se le humedecían los ojos. Había llegado el momento. Tenía que avisar a su padre que su hijo mayor superviviente seguía vivo, aunque oliera a mierda.

–Sí –dijo Tyl Loesp al tiempo que se inclinaba sobre el rey–. A ese mocoso presumido, estúpido y malcriado lo reventaron en mil pedazos en la cresta de Cherien poco después del mediodía. Una triste pérdida para sus sastres, joyeros y acreedores, me atrevería a decir. En cuanto a la trascendencia real de tal pérdida, bueno...

–¿Loesp? ¿Pero qué...? –dijo el rey después de balbucear algo incomprensible.

–Aquí todos pensamos lo mismo, ¿no es cierto? –dijo Tyl Loesp sin inmutarse, sin hacer mucho caso del rey (¡sin hacer caso del rey!) y mirando a todos los presentes.

Un coro de murmullos bajos ofreció lo que debía de ser un asentimiento.

»Vos no, sacerdote, pero da igual –le dijo Tyl Loesp al clérigo–. Continuad con la lectura si tenéis la bondad. –El sacerdote hizo lo que le mandaban con los ojos muy abiertos. El ayudante del médico se quedó mirando al rey y después alzó los ojos hacia el médico, que le devolvió la mirada.

–¡Loesp! –exclamó el rey, que había recuperado parte de su antigua autoridad–. ¿Qué significa este insulto? ¿Y encima insultas a mi hijo muerto? ¿Qué monstruosidad de...?

–Oh, cállate ya. –Tyl Loesp dejó el yelmo a sus pies y se inclinó un poco más, apoyó las mejillas en los nudillos y posó los codos protegidos por la cota de malla en el pecho del rey, todavía cubierto por la armadura; una falta de respeto sin precedentes que a Ferbin le pareció casi más escandalosa que todo lo que había oído hasta entonces. El rey hizo una mueca y resolló un poco. A Ferbin le pareció oír algo que burbujeaba. El médico había terminado de exponer la herida del costado del rey.

»Significa que ese cabroncete miedica está muerto, viejo cretino. –Tyl Loesp se dirigía a su único amo y señor como si fuese un simple mendigo–. Y, si por algún milagro no lo está, no tardará en estarlo. Al jovencito creo que lo mantendré con vida de momento, en mi calidad de regente. Aunque me temo que el pobre, callado y estudioso Oramen quizá no viva lo suficiente para ascender al trono. Dicen que al chico le interesan las matemáticas. A mí no (salvo, como a ti, por el papel que desempeña la trayectoria en la caída de un disparo), sin embargo yo calcularía que sus posibilidades de llegar a ver su próximo cumpleaños, y por tanto su mayoría de edad, van menguando por momentos a medida que se acerca el acontecimiento.

–¿Qué? –jadeó el rey, al que le costaba respirar–. ¡Loesp! Loesp por piedad...

–No –dijo Loesp, apoyándose todavía más en la curva de color rojo sangre de la armadura y haciendo que el rey gimiese–. Nada de piedad, mi querido, viejo y lerdo guerrero. Ya has hecho tu parte, has ganado tu guerra. Eso es monumento y epitafio suficiente, tu momento ha llegado a su fin. Pero nada de piedad, señor, de eso nada. Voy a ordenar que todos los prisioneros hechos hoy sean pasados a cuchillo con toda celeridad y que el Noveno sea invadido con la mayor severidad, de modo que alcantarillas y ríos (cielos, hasta los molinos de agua, por lo que a mí respecta) corran rojos de sangre, y me atrevería incluso a decir que los chillidos serán terribles. Y todo en tu nombre, mi valiente príncipe. En venganza. Y también por los idiotas de tus hijos, si quieres. –Tyl Loesp acercó mucho su cara a la del rey y le gritó:– ¡Se acabó el juego, viejo zoquete! ¡Que fue siempre más grande de lo que nunca imaginaste! –Después se apoyó otra vez en el pecho del rey para incorporarse, con lo que el hombre postrado volvió a gemir. Tyl Loesp le hizo un gesto con la cabeza al médico, que, tras tragar saliva de forma más que visible, estiró la mano con un instrumento de metal y lo metió en la herida que tenía en el costado el monarca, que se estremeció y chilló.

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