–Tengo mucho que contaros, Hyrlis –dijo Ferbin–, y pocas cosas buenas. Pero primero decidme cómo debería dirigirme a vos. ¿Qué rango ostentáis?
Hyrlis sonrió y miró hacia un lado.
–Una buena pregunta, ¿no os parece? –Después miró a Ferbin–. Consejero, podríais decir. O comandante supremo. Es difícil de saber.
–Elegid uno, señor –sugirió Holse–. Venga, sed bueno.
–Permitidme –dijo Ferbin con frialdad al tiempo que miraba a Holse, que sonreía con aire inocente– presentaros a mi criado, Choubris Holse.
–Señor Holse –dijo Hyrlis con un asentimiento.
–Señor.
–Y «señor» servirá –dijo Hyrlis con aire pensativo–. Es como me llama todo el mundo. –Captó entonces una tensión repentina en la expresión de Ferbin–. Príncipe, sé que vos solo habéis llamado «señor» a vuestro padre desde que cumplisteis la mayoría de edad; sin embargo, complacedme en esto. Soy una especie de rey por estos pagos y ostento más poder del que tuvo jamás vuestro padre. –Entonces esbozó una amplia sonrisa–. A menos que se haya apoderado de todo el mundo concha, claro. –Volvió a girar la cabeza–. Pues sí, eso es Sursamen, para aquellos de vosotros que tardéis en encontrar las referencias –le dijo a su compañero invisible al tiempo que Ferbin (que a Holse le parecía que todavía tenía la mirada un poco perdida) se dirigía a él.
–Como ya he dicho, señor, tengo mucho que relataros.
Hyrlis señaló con la cabeza los cuerpos que se mecían con suavidad a sus espaldas.
–Enemigos capturados –dijo–. A los que se mantiene con vida y se repara en parte. Les hacemos un lavado de cerebro y se convierten en espías, asesinos o bombas humanas para nosotros, o bien en vectores de enfermedades. Vengan. Les buscaremos un lugar para que se dejen caer. Y mejores ropas. Con eso parecen insectos palo.
Lo siguieron hasta un coche pequeño abierto y en ese momento varias figuras oscuras dejaron las sombras a su alrededor y se disociaron de la oscuridad como si formaran parte de ella. Eran humanos con unos trajes de camuflaje casi negros y armados con unas pistolas de aspecto temible. Ferbin y Holse se detuvieron en seco cuando vieron las cuatro figuras misteriosas que los cercaban a toda prisa, sin ruido, pero Hyrlis, sin ni siquiera darse la vuelta, se limitó a agitar una mano y sentarse en el asiento del conductor del pequeño vehículo con ruedas.
–Mi guardia –dijo–. No se preocupen. Suban.
Una vez que supo que las figuras oscuras no representaban ninguna amenaza, Ferbin se puso muy contento de tenerlas allí. Hyrlis debía de haber estado hablando con ellos por alguna razón. Era todo un alivio.
Xide Hyrlis ofrecía una cocina excelente bajo todos aquellos kilómetros de roca montañosa. La cámara tenía forma de cúpula y los sirvientes (hombres y mujeres muy jóvenes) se deslizaban por ella sin ruido. La mesa de piedra alrededor de la que se sentaban estaba cargada de alimentos exóticos de colores muy vivos y de una variedad desconcertante de botellas. La comida era deliciosa, a pesar de su naturaleza alienígena, y la bebida copiosa. Ferbin espero hasta haber terminado de comer para contar su historia.
Hyrlis escuchó a Ferbin e hizo una o dos preguntas durante el relato. Al final, asintió.
–Recibid mi más sincero pésame, príncipe. Siento más el modo en que falleció vuestro padre que el hecho en sí. Nerieth era un guerrero y esperaba y merecía la muerte de un guerrero. Lo que habéis descrito es un asesinato tan cobarde como cruel.
–Gracias, Hyrlis –dijo Ferbin. El príncipe bajó la cabeza y sorbió con estrépito por la nariz.
Hyrlis no pareció notarlo. Había clavado los ojos en su copa de vino.
–Recuerdo a Tyl Loesp –dijo. Se quedó en silencio durante unos instantes y después sacudió la cabeza–. Si albergaba semejante traición en su seno, entonces también me engañó a mí. –Miró de nuevo aun lado–. ¿Y están vigilando aquello? –preguntó en voz baja. Esa vez estaba claro que no había nadie con el que pudiera hablar. A los cuatro guardias que se camuflaban entre las sombras los había despedido en cuanto habían entrado en los aposentos privados de Hyrlis y a los criados se les había dicho, solo minutos antes, que permanecieran fuera del comedor hasta que se les llamara–. ¿Forma parte del entretenimiento? –dijo Hyrlis con el mismo tono de voz–. ¿Han grabado el asesinato del rey? –Volvió a mirar a Ferbin y Holse. Choubris intentó intercambiar una mirada con Ferbin, pero el otro hombre había vuelto a clavar los ojos vidriados en su anfitrión.
Holse no pensaba pasar por ahí.
–Disculpad, señor –le dijo a Hyrlis. Por el rabillo del ojo vio que Ferbin intentaba llamar su atención. Bueno, pues al diablo con todo–. ¿Me permitís preguntaros con quién estáis hablando cuando hacéis eso?
–¡Holse! –siseó Ferbin, que después le dedicó una sonrisa poco sincera a Hyrlis–. Mi criado es un impertinente, señor.
–No, solo es inquisitivo, príncipe –dijo Hyrlis con una débil sonrisa–. En cierto sentido, Holse, no lo sé –dijo con tono dulce–. Y es incluso posible que no me esté dirigiendo a nadie. Sin embargo, tengo la fundada sospecha de que me estoy dirigiendo a un buen número de personas.
Holse frunció el ceño y miró con atención en la dirección que Hyrlis había hecho su último aparte.
Hyrlis sonrió y agitó una mano en el aire como si quisiera disipar algo de humo.
–No están físicamente presentes, Holse. Están, o supongo que debería decir que podrían estar vigilando a una distancia más que considerable, a través de robots espía, polvo electrónico, nanoprogramas... como queráis llamarlo.
–Podría llamarlo todo o nada, señor, porque con esas palabras me quedo como estaba.
–Holse, si no puedes comportarte como un caballero –dijo Ferbin con firmeza–, comerás con los otros criados. –Ferbin miró a Hyrlis–. Es posible que haya sido demasiado indulgente con él, señor. Aceptad mis disculpas en su nombre y en el mío propio.
–No es necesario que os disculpéis, príncipe –dijo Hyrlis sin inmutarse–. Y es mi mesa, no la vuestra. Sería un placer contar con Holse en ella en cualquier ocasión, a pesar de lo que vos llamáis su impertinencia. Me rodean demasiadas personas poco dispuestas a desafiarme en nada. Una voz disidente siempre es bienvenida.
Ferbin se echó hacia atrás, insultado.
»Creo que me vigilan, Holse –añadió Hyrlis– mecanismos demasiado pequeños para que los vea el ojo humano, aunque sean los míos, que son bastante perspicaces, aunque ya no tan perspicaces como en otros tiempos.
–¿Espías enemigos, señor? –preguntó Holse. El criado miró a Ferbin, que apartó los ojos con gesto ostentoso.
–No, Holse –dijo Hyrlis–. Espías enviados por mi propio pueblo.
Holse asintió, aunque con un profundo ceño.
Hyrlis miró a Ferbin.
–Príncipe, vuestro problema es, por supuesto, muchísimo más importante; sin embargo, creo que debería hacer una pequeña digresión en este momento para explicar mi persona y mi situación.
Ferbin asintió gesto brusco.
»Cuando estaba... con vos, entre vuestro pueblo, en el Octavo, asesorando a vuestro padre, Ferbin... –dijo Hyrlis, que miraba al príncipe pero en general se dirigía a los dos hombres–. Trabajaba (a petición de los nariscenos) para la Cultura, esa civilización mestiza, un cruce entre panhumanos y máquinas, que pertenece a lo que vosotros denomináis los óptimos, las civilizaciones que se encuentran en el primer grupo de los no sublimados y que no han llegado al nivel de ancianos. Era un agente para la parte de la Cultura que llaman Contacto y que se ocupa de... podríamos decir que de asuntos extranjeros. Contacto se encarga de descubrir e interactuar con otras civilizaciones que no forman parte todavía de la comunidad galáctica. Por aquel entonces yo no estaba con la parte más enrarecida de Contacto, el departamento de inteligencia y espionaje que recibe el evasivo nombre de Circunstancias Especiales, aunque sé que CE pensaba en aquel momento que la parte concreta de Contacto que yo representaba estaba, con cierta razón, invadiendo su territorio. –Hyrlis esbozó una leve sonrisa–. Hasta en las utopías anarquistas de civilizaciones que se extienden por toda la galaxia con un poder pasmoso que cubre todo el espectro se libran guerras territoriales, y sus departamentos militares suelen ser los protagonistas.
Hyrlis suspiró.
»Es cierto que más tarde me convertí en parte de Circunstancias Especiales, una decisión que ahora, al mirar atrás, contemplo con más pesar que orgullo. –La sonrisa que esbozó parecía triste–. Cuando se abandona la Cultura, y la gente la abandona todo el tiempo, hay que ser consciente de ciertas responsabilidades que consideran que tienes, por si por azar te aventurases en ese tipo de civilizaciones que podrían interesarle a Contacto.
»Me encargó Contacto que hiciera lo que hice, lo que modeló la situación en el Octavo de forma exhaustiva, de modo que, cuando le pasé al rey Hausk algún plan estratégico o les sugerí armas y rifles a los armeros reales, fue con una idea muy concreta y fiable de cuales serían los efectos. En teoría, un ciudadano de la Cultura razonablemente culto podría hacer lo mismo sin control alguno, sin respaldo y sin tener mucha idea de lo que está haciendo en realidad. O, por supuesto, con una idea muy clara. Porque querría ser rey, emperador o lo que fuera y sus conocimientos le darían la oportunidad de conseguirlo. –Hyrlis agitó una mano–. Es una preocupación exagerada, en mi opinión. El conocimiento en la Cultura no puede ser más barato; sin embargo, la crueldad requerida para usar ese conocimiento de forma competente en una sociedad menos compasiva es casi inédita.
»No obstante, el resultado es que cuando dejas la Cultura para venir a un sitio como este, o como el Octavo, te vigilan. Envían mecanismos para espiarte y asegurarse de que no estás haciendo ningún daño.
–¿Y si una persona hace algo malo, señor? –preguntó Holse.
–Bueno, pues te detienen, señor Holse. Utilizan los mecanismos que han enviado para espiarte o bien envían personas u otros mecanismos para deshacer lo que has hecho y, como último recurso, te secuestran y te llevan de regreso, para reñirte. –Hyrlis se encogió de hombros–. Cuando dejas CE, como hice yo, también se toman otras precauciones: te quitan algunos de los regalos que te hicieron en un principio. Se reducen ciertas habilidades o bien las eliminan por completo para que tengas menos ventajas sobre los lugareños. Y la vigilancia es más intensa, aunque menos perceptible incluso. –Hyrlis volvió la cabeza a un lado una vez más–. Confío en que estén apreciando mi ecuanimidad. Estoy siendo excesivamente generoso. –Volvió a mirar a los dos hombres–. Comprendo que a la mayoría les gusta fingir que no existe esa supervisión, que no les está pasando a ellos. Yo he adoptado una perspectiva diferente. Yo me dirijo a esos que sé que deben de estar vigilándome. Así que ya lo saben. Y espero que lo entiendan. ¿Les preocupaba que pudiera estar loco?
–¡En absoluto! –protestó Ferbin de inmediato.
–Era una idea, señor, como cabía esperar –dijo Holse a la vez.
Hyrlis sonrió. Hizo girar el vino en su copa y se observó haciéndolo.
–Oh, bien puede que esté loco, loco por estar aquí, loco por seguir implicado en el negocio de la guerra, pero al menos en esto no estoy loco. Sé que me vigilan y pienso decirles a los que me vigilan que lo sé.
–Por supuesto –dijo Ferbin lanzándole una mirada a Holse– lo entendemos.
–Me alegro –dijo Hyrlis con tono casual. Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos entrelazadas–. Bueno, volvamos a lo nuestro. Habéis hecho un largo viaje, príncipe. ¿He de suponer que para verme?
–Así es.
–Y con alguna otra intención que solo traerme la noticia de que mi viejo amigo Nerieth ha sido asesinado, por muy honrado que me sienta de saber la noticia por una persona de verdad en lugar de por un servicio de noticias.
–Así es –dijo Ferbin y se irguió en su silla todo lo que pudo–. Busco vuestra ayuda, mi buen Hyrlis.
–Ya veo. –Hyrlis asintió con aire pensativo.
–¿Querréis, podréis ayudar? –dijo Ferbin.
–¿En qué sentido?
–¿Querréis regresar al Octavo conmigo para ayudarme a vengar el asesinato de mi padre?
Hyrlis se echó hacia atrás en su silla y sacudió la cabeza.
–No puedo, príncipe. Me necesitan aquí, me he comprometido con este lugar. Trabajo para los nariscenos e incluso si quisiera, no podría regresar a Sursamen a corto o medio plazo.
–¿Estáis diciendo que ni siquiera queréis? –preguntó Ferbin sin molestarse en ocultar su desagrado.
–Príncipe, siento enterarme de que vuestro padre está muerto, y siento más todavía saber cómo murió.
–Ya lo habéis dicho, señor –le dijo Ferbin.
–Y lo vuelvo a decir. Vuestro padre fue amigo mío durante un breve espacio de tiempo y yo lo respetaba mucho. Sin embargo, no es asunto mío enderezar entuertos ocurridos en las profundidades de un mundo concha remoto.
Ferbin se levantó.
–Ya veo que me he confundido con vos, señor –dijo–. Me dijeron que erais un hombre bueno y honorable y me encuentro con que me han informado mal.
Holse también se levantó, aunque sin demasiadas prisas, se le ocurrió que si Ferbin iba a salir hecho un basilisco (aunque solo Dios sabría hacia dónde) sería mejor que lo acompañara.
–Escuchadme, príncipe –dijo Hyrlis con tono razonable–. Os deseo a vos lo mejor y a Tyl Loesp y sus compañeros de conspiración un final indigno, pero no puedo ayudaros.
–Y no queréis –dijo Ferbin, casi escupiendo.
–La vuestra no es mi lucha, príncipe.
–¡Debería ser la lucha de todos los que creen en la justicia!
–Ah, eso creéis, príncipe –dijo Hyrlis, divertido–. Escuchaos, por favor.
–¡Mejor que escucharos a vos y vuestra insultante complacencia!
Hyrlis lo miró desconcertado.
–¿Qué esperabais que hiciera, con exactitud?
–¡Algo! ¡Lo que fuera! ¡No nada, no limitaros a sentaros ahí con aire satisfecho!
–¿Y por qué no estáis haciendo algo vos, Ferbin? –preguntó Hyrlis, todavía sin alterarse–. ¿No habría sido vuestra actitud mucho más eficaz si os hubierais quedado en el Octavo en lugar de venir hasta aquí para verme?
–No soy guerrero, soy consciente de ello –dijo Ferbin con amargura–. No tengo las habilidades necesarias ni la disposición. Y no tengo la astucia necesaria para regresar a la corte, enfrentarme a Tyl Loesp y fingir que no vi lo que vi, para maquinar y planear tras una sonrisa. Desenfundaría mi espada o le echaría las manos a la garganta en el momento en que le viera y terminaría peor. Sé que necesito ayuda y vine aquí a pedírosla. Si no queréis ayudarme, tened la bondad de dejarnos ir y haced lo que podáis y queráis para acelerar mi viaje y que pueda reunirme con mi hermana Djan Seriy. Solo puedo rezar para que de algún modo ella haya escapado de la infección de esa enfermedad cultural, la falta de compasión.