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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Materia (4 page)

BOOK: Materia
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–¡Traidores, traidores malnacidos! –gimió el rey cuando el médico dio un paso atrás con el instrumento chorreando sangre y el rostro ceniciento–. ¿Es que nadie va a ayudarme? ¡Malnacidos! ¡Asesináis a vuestro rey!

Tyl Loesp sacudió la cabeza y se quedó mirando primero al rey, que se retorcía, y después al médico.

–Ejercéis vuestro oficio demasiado bien, médico. –El futuro regente rodeó al rey, que agitó sin fuerzas los brazos para alejarlo, y se colocó al otro lado del monarca. Cuando Tyl Loesp pasó a su lado, el sacerdote estiró una mano y se aferró a la manga del noble. Tyl Loesp bajó los ojos y miró con calma la mano que se había posado en su antebrazo.

–Señor, esto es demasiado, no... no está bien –dijo el sacerdote con voz ronca.

Tyl Loesp lo miró a los ojos y después volvió a mirar la mano que lo agarraba hasta que el clérigo lo soltó.

–Te apartas de tus atribuciones, don Murmullos –le dijo Tyl Loesp–. Vuelve a tu lectura. –El sacerdote tragó saliva y volvió a bajar los ojos hacia el libro. Sus labios comenzaron a moverse una vez más, aunque de su boca no salía sonido alguno.

Tyl Loesp rodeó la puerta roto y apartó al médico de un empujón, hasta que quedó al otro lado del rey. Se agachó un poco e inspeccionó el costado real.

–Una herida mortal sin duda, mi señor –dijo sacudiendo la cabeza–. Deberíais haber aceptado las pociones mágicas que os ofreció nuestro amigo Hyrlis. Yo lo habría hecho. –Hundió una mano en el costado del rey y el brazo desapareció casi hasta el codo. El rey chilló de dolor.

» Vaya –dijo Tyl Loesp–, pero si está aquí mismo el corazón de todo. –Gruñó, retorció y tiró de algo dentro del pecho del hombre. El rey lanzó un último grito, arqueó la espalda y después se derrumbó. El cuerpo se sacudió unas cuantas veces más y brotó de sus labios algún sonido, pero nada inteligible, y pronto ellos también quedaron quietos.

Ferbin se quedó mirando al suelo. Se sentía incapaz de reaccionar, inmovilizado, como una criatura atrapada en el hielo o solidificada en un horno. Nada de lo que había visto, oído o sabido jamás lo había preparado para aquello. Nada.

Se oyó un estallido penetrante y el sacerdote cayó como un saco lleno de rocas. Tyl Loesp bajó la pistola. La mano que la sostenía chorreaba sangre.

El médico se aclaró la garganta y se alejó un poco de su ayudante.

–Ah, el chico también –le dijo a Tyl Loesp sin mirar al muchacho. Después acudió la cabeza y se encogió de hombros–. Estoy seguro que trabajaba para la gente del rey además de para nosotros.

–¡Maestro! ¡Yo...! –fue lo único que el joven tuvo tiempo de decir antes de que Tyl Loesp le disparara también, primero en la barriga, lo que lo hizo doblarse, y después en la cabeza. El médico parecía convencido de que Tyl Loesp estaba a punto de pegarle a él también un tiro, pero el noble se limitó a sonreírle y después se volvió hacia los dos caballeros que seguían en la puerta. Se inclinó, cogió una toalla de la cintura del ayudante asesinado, se limpió las manos y la pistola con ella y después enjugó un poco de sangre que le había caído en el brazo y la manga antes de mirar a los demás.

–Era lo que había que hacer, como todos sabemos –les dijo. Miró con asco el cuerpo del rey, como un cirujano podría mirar a un paciente que había tenido el atrevimiento de morírsele en las manos–. Los reyes son por lo común los primeros en hablar, y con cierto detalle, del destino global y de la necesidad de cumplir propósitos más grandes que nosotros mismos –dijo sin dejar de limpiarse y enjugar la sangre–. Así que vamos a dar por oída toda esa retórica pomposa, ¿de acuerdo? Nos quedamos solo con esto: el rey ha muerto de sus heridas, sufridas de la forma más honorable posible, pero no sin antes jurar venganza cruenta contra sus enemigos. El presumido del príncipe heredero está muerto y el más joven está a mi cargo. Estos dos de aquí han sido víctimas de un francotirador. Y vamos a quemar esta antigualla de sitio solo por si acaso. Venga, vamos, nos aguardan magníficos trofeos.

El noble tiró la toalla ensangrentada en la cara del ayudante caído y después se dirigió a los demás con una sonrisa alentadora.

–Creo que aquí hemos terminado.

2. El palacio

O
ramen estaba en una sala redonda del ala sombreada del palacio real de Pourl cuando llegaron a decirle que su padre y su hermano mayor estaban muertos y que él, con el tiempo, sería el rey. A Oramen siempre le había gustado esa habitación porque sus paredes describían un círculo casi perfecto y, si te colocabas justo en el centro, podías oír el eco de tu propia voz, que resonaba en la circunferencia de la cámara de un modo de lo más singular e interesante.

Levantó la vista de sus papeles y miró al conde sin aliento que había irrumpido en la sala y le había dado la noticia. El nombre del conde era Droffo, de Shilda, si Oramen no se equivocaba. Entretanto, un par de criados de palacio se apretujaban en la puerta, tras el noble, también respirando con dificultad y bastante colorados. Oramen se apoyó en el respaldo de la silla y notó que en el exterior había oscurecido. Un criado debía de haber encendido las lámparas de la sala.

–¿Muertos? –dijo–. ¿Los dos? ¿Estáis seguro?

–Si han de creerse todos los informes, señor. De la jefatura del ejército y del propio Tyl Loesp. El rey está de... El cuerpo del rey está de regreso en un armón de artillería, señor –le dijo Droffo–. Señor, lo siento. Se dice que al pobre Ferbin lo partió por la mitad un proyectil. Lo siento mucho, señor, mucho más de lo que puedo expresar con palabras. Ambos se han ido.

Oramen asintió con aire pensativo.

–¿Pero no soy el rey?

El conde, que a Oramen le pareció que iba vestido en parte para la corte y en parte para la guerra, pareció confuso por un momento.

–No, señor. No hasta vuestro próximo cumpleaños. Tyl Loesp será el que gobierne en vuestro nombre. Tal y como yo lo entiendo.

–Ya veo.

Oramen respiró hondo un par de veces. Bueno, la verdad era que no se había preparado para esa eventualidad. No estaba muy seguro de qué pensar. Miró a Droffo.

–¿Qué se supone que debo hacer? ¿Cuál es mi deber?

Cosa que también pareció desconcertar al bueno del conde solo por un instante.

–Señor –dijo–, podríais salir a caballo a recibir el féretro del rey.

Oramen asintió.

–Cierto, podría ir.

–No hay peligro, señor; la batalla está ganada.

–Sí –dijo Oramen–, por supuesto. –Se levantó y miró tras Droffo, a uno de los criados–. Puisil. El coche de vapor, si tienes la bondad.

–Tarda un rato en cargarse de vapor –dijo Puisil–. Señor.

–Entonces no te demores más –le contestó Oramen con toda la razón. El sirviente se dio la vuelta para irse justo cuando apareció Fanthile, el secretario de palacio.

–Un momento –le dijo Fanthile al criado, haciendo que Puisil dudara y que su mirada vacilara entre el joven príncipe y el anciano secretario de palacio.

»Un caballo de guerra quizá fuera una elección más conveniente, señor –le dijo Fanthile a Oramen. Después sonrió y saludó con una inclinación a Droffo, que le devolvió al anciano el saludo con la cabeza. Fanthile se estaba quedando calvo y tenía la cara muy arrugada, pero seguía siendo alto y alzaba su delgado cuerpo con orgullo.

–¿Vos creéis? –dijo Oramen–. El coche será más rápido, seguro.

–La montura sería más inmediata, señor –dijo Fanthile–. Y más apropiada. Sobre una montura se está más a la vista del público y el pueblo necesitará veros.

Oramen se planteó decir que también podía levantarse en el asiento trasero del coche de vapor de su padre. Pero también vio el sentido que tenía lo que le proponían.

»Además –continuó Fanthile al ver que el príncipe dudaba y decidido a insistir–, es posible que la carretera esté atestada. Una montura puede colarse entre los espacios libres...

–Sí, por supuesto –dijo Oramen–. Muy bien. Puisil, si tienes la bondad.

–Señor. –El criado se fue.

Oramen suspiró y colocó sus papeles en una caja. Había empleado la mayor parte del día trabajando en una forma novedosa de anotación musical. Lo habían mantenido, junto con el resto de la familia, en los sótanos del palacio durante las primeras horas de la mañana, porque se esperaba que en un principio los deldeynos se precipitaran desde la cercana torre, y por si las cosas se ponían mal y tenían que huir a través de los túneles subterráneos que los llevarían a una flota de vehículos de vapor que los aguardaban, ya listos, en los límites más bajos de la ciudad; pero después les habían permitido salir cuando, tal y como se preveía, habían recibido al enemigo con tal fuerza y preparación que los deldeynos no habían tardado en dejar de ser una amenaza para la ciudad y habían tenido que centrar su atención en su propia supervivencia.

A media mañana lo habían persuadido para que subiera a la balaustrada de un tejado con Shir Rocasse, su tutor, para contemplar los empinados terrenos del palacio y los límites superiores de la ciudad encaramada a la colina y también la torre Xiliskine y el campo de batalla que (según afirmaban los informes telegráficos) la rodeaba casi por completo.

Pero no había mucho que ver. Hasta el cielo parecía casi desprovisto de acción alguna. Las grandes bandadas de batalla de caudes y lyges que en la antigüedad llenaban el aire y hacían que las batallas de antaño parecieran tan románticas apenas se veían ya; habían quedado consignados (reducidos) a patrullas de reconocimiento, a llevar mensajes, a detectar puestos de artillería y a hacer pequeñas incursiones que eran poco más que actos de bandidaje. Allí, en el Octavo, se consideraba que tales bestias de guerra voladoras no tenían ningún papel significativo que desempeñar en los campos de batalla modernos, gracias sobre todo a la maquinaria y las consiguientes tácticas que había introducido el propio rey Hausk.

Se había rumoreado que los deldeynos tenían máquinas voladoras impulsadas por vapor, pero si estas habían hecho acto de presencia, debía de haber sido en un número muy pequeño o no debían de haber tenido un efecto obvio. Oramen se había quedado un poco decepcionado, aunque se lo pensó dos veces antes de decirle nada a su anciano tutor, que era tan patriota, consciente de su raza y devoto del Dios del Mundo como se podría desear. Después bajaron del tejado para lo que se suponía que debían de ser sus clases.

Shir Rocasse estaba a punto de retirarse, pero de todos modos se había dado cuenta durante el último año corto de que ya tenía muy poco que enseñarle a Oramen, a menos que fuera algo de memoria y sacado directamente de algún libro. En los últimos tiempos el príncipe prefería utilizar la biblioteca del palacio sin mediador alguno, aunque seguía escuchando los consejos del anciano erudito y no solo por cuestiones sentimentales. Había dejado a Rocasse en la biblioteca, inmerso en una serie polvorienta de pergaminos y se había dirigido a la sala redonda, donde era mucho menos probable que lo molestasen. Bueno, al menos hasta ese momento.

–¡Oramen! –Renneque entró corriendo, pasó a toda velocidad junto a Droffo y Fanthile y se lanzó a sus pies entre un torbellino de ropa rasgada–. ¡Acabo de enterarme! ¡No puede ser verdad! –Renneque, lady Silbe, rodeó con los brazos los pies Oramen y los abrazó con fuerza. Levantó la cabeza, con el joven rostro lívido por las lágrimas y el dolor y el cabello castaño derramándose por los hombros–. Decidme que no lo es. ¿Por favor? Los dos no. ¡No el rey y Ferbin también! Los dos no. Los dos no. ¡Por lo que más queráis, los dos no!

Oramen se inclinó con suavidad y levantó un poco a la mujer hasta que quedó arrodillada delante de él, con los ojos muy abiertos, las cejas alzadas y la mandíbula en movimiento. Siempre le había parecido una joven bastante atractiva y había envidiado a su hermano mayor, pero en ese momento pensó que estaba hasta fea con semejante exceso de dolor. Las manos femeninas, privadas del evidente consuelo de los pies del príncipe, se aferraban a un símbolo pequeño y orondo del mundo que le colgaba del cuello con una fina cadena que no dejaba de retorcer un momento entre los dedos; la filigrana de las conchas diminutas del interior del revestimiento esférico exterior se revolvía y deslizaba de un sitio para otro, ajustándose de forma continua.

Oramen se sintió de repente bastante maduro, mayor incluso.

–Vamos, Renneque –dijo cogiéndole las manos y dándoles unas palmaditas–. Todos tenemos que morir.

La joven gimió y volvió a arrojarse al suelo.

–Señora –dijo Fanthile, cuya voz era amable pero avergonzada, mientras se inclinaba hacia ella, después se volvió y vio aparecer en la puerta a Mallarh, una de las damas de la corte (que también estaba llorosa y angustiada). Mallarh, que quizá duplicaba la edad de Renneque y tenía el rostro cubierto de cicatrices diminutas, producto de una infección infantil, se mordió el labio cuando vio a la joven noble sollozando en el suelo de madera–. Por favor –le dijo Fanthile a Mallarh al tiempo que le señalaba a Renneque.

Mallarh convenció a Renneque para que se levantara y después saliera con ella.

–Y bien, señor... –dijo Fanthile antes de volverse y ver a Harne, lady Aelsh, la actual consorte del rey y madre de Ferbin, de pie en la puerta, con los ojos enrojecidos, el cabello rubio enmarañado y despeinado pero con la ropa intacta, la expresión decidida y el porte firme. Fanthile suspiró–. Señora... –empezó a decir.

–Solo confirmádmelo, Fanthile –dijo la dama–. ¿Es cierto? ¿Los dos? ¿Los míos?

Fanthile miró al suelo un momento.

–Sí, mi señora. Ambos han fallecido. El rey con toda certeza, el príncipe según todos los indicios.

Lady Aelsh pareció hundirse un poco, después se alzó con lentitud. Asintió y por un momento pareció que iba a irse pero después se detuvo y miró a Oramen. Este la miró directamente a la cara y se levantó sin dejar de sostener la mirada de la dama.

Aunque ambos habían intentado ocultarlo, su mutua antipatía no era ningún secreto en palacio. La del joven, motivada por el destierro de su madre para favorecer a Harne, mientras que la de la dama se asumía por lo general que la provocaba la simple existencia de Oramen. Con todo, este quería decir que lo sentía, quería decirle (al menos cuando lo pensó más tarde, con más claridad y lógica) que sentía su doble pérdida, que era una elevación del estatus de Oramen inesperada y en absoluto deseada y que ella no sufriría ningún menoscabo de rango por nada que fuera a hacer Oramen, o no hacer, durante la inminente regencia o su subsiguiente ascenso al trono. Pero la expresión de la mujer parecía prohibirle pronunciar palabra alguna y quizá incluso lo desafiaba a encontrar algo que pudiera decirse y a lo que ella no pudiera poner algún tipo de objeción.

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