–¡Señor! –gritó. Notó entonces la presencia de Luzehl y se sonrojó–. ¡Les ruego que me disculpen, señor, señorita! –El muchacho tragó una bocanada de aire–. ¡Señor! ¡Os ruego otra vez que me perdonéis, señor, pero la guerra ha terminado, señor, y hemos ganado! ¡Acaba de llegar la noticia! ¡Tyl Loesp, el gran Werreber, Sarl entero ha triunfado! ¡Qué gran día! ¡Siento haberme inmiscuido, señor! ¡Ya dejo de inmiscuirme, señor!
–Neguste, espera –dijo Oramen cuando el joven (que era un año mayor que Oramen pero muchas veces parecía más joven) se dio la vuelta e hizo amago de irse, con el gesto se enredó con sus propios pies y volvió a tropezar al girar otra vez cuando oyó la orden de Oramen. Se recompuso y se puso en posición de firmes mientras miraba a Oramen con un parpadeo.
–¿Hay algún otro detalle, Neguste? –preguntó el príncipe.
–Yo he sabido la gran noticia por un policía parlamentario manco encargado de gritarlo a los cuatro vientos, señor, y llevaba un sombrero de tres picos. La señora del bar de infusiones de enfrente estuvo a punto de desmayarse cuando lo oyó y deseó que sus hijos regresaran pronto y sanos y salvos, señor.
Oramen ahogó una carcajada.
–Detalles del informe de la victoria en sí, Neguste.
–¡Nada más, señor! ¡Solo que la victoria es nuestra, han tomado la capital de los deldeynos, su rey se ha suicidado y nuestros valientes muchachos han triunfado, señor! ¡Y Tyl Loesp y el poderoso Werreber están a salvo, señor! Las bajas han sido pocas. ¡Ah! ¡Y a la capital deldeyna se le va a cambiar el nombre, será Ciudad Hausk, señor! –Neguste esbozó una sonrisa radiante–. Eso es magnífico, ¿eh, señor?
–Sí que lo es –dijo Oramen, y después se recostó con una sonrisa. Mientras escuchaba el discurso sin aliento de Neguste sintió que iba recuperando el humor, que poco a poco empezaba a parecerse a lo que suponía que tendría que haber sido desde el principio–. Gracias, Neguste –le dijo al muchacho–. Puedes irte.
–¡Será un placer, señor! –dijo Neguste. Todavía tenía que encontrar una frase fiable y consecuente, adecuada para momentos como aquel. Se dio la vuelta sin tropezar, consiguió encontrar la puerta a la primera y la cerró tras él. Un segundo después volvió a entrar como una tromba–. ¡Ah! –exclamó–. ¡Una carta telegráfica, señor! Acaban de traerla. –Se sacó el sobre sellado del delantal, se lo entregó a Oramen y se retiró.
Luzehl bostezó.
–¿Entonces ha terminado de verdad? –preguntó mientras Oramen rompía el sello y abría la hoja doblada.
Oramen asintió poco a poco.
–Eso parece. –Le sonrió a la chica y empezó a sacar las piernas de la cama mientras leía–. Será mejor que me vaya al palacio.
Luzehl se estiró, sacudió su largo cabello negro, rizado y enmarañado y lo miró ofendida.
–¿Y tiene que ser de inmediato, príncipe?
El telegrama traía la noticia de que tenía un nuevo hermanastro. Lo había escrito no la propia Aclyn, sino su dama de compañía principal. El parto había sido prolongado y difícil, cosa nada sorprendente, según afirmaba la misiva, dada la edad relativamente madura de lady Blisk, pero madre e hijo se estaba recuperando de forma satisfactoria. Eso era todo.
–Sí, de inmediato –dijo Oramen mientras se zafaba de la mano de la chica con un encogimiento de hombros.
El calor alrededor de las Hyeng-zhar se había hecho opresivo. Dos soles (las estrellas rodantes Clissens y Natherley) se alzaban en el cielo y competían por ver cuál hacía sudar más a un hombre. Pronto, en aquella punta purgada por el agua, si se podía creer a los observadores de estrellas y a los sabios del tiempo, la tierra se sumiría en una oscuridad casi absoluta durante casi cincuenta días cortos, y se produciría un invierno repentino que convertiría en hielo el río y las cataratas.
Tyl Loesp observó la inmensa catarata Hyeng-zhar, con sus varios niveles y segmentos, mientras parpadeaba para ahuyentar el sudor y se preguntaba cómo era posible que semejante energía atronadora y colosal, semejante calor furioso, pudiera aquietarse, inmovilizarse y enfriarse tan pronto y solo por la ausencia de unas estrellas pasajeras. Y sin embargo los científicos decían que iba a pasar, de hecho, parecían muy emocionados con el acontecimiento, y los archivos hablaban de sucesos parecidos en el pasado, así que debía de ser verdad. Se secó la frente. Qué calor. Ojalá pudiera estar bajo el agua.
Rasselle, la capital deldeyna, al final había caído con facilidad. Después de muchos gimoteos por parte de Werreber y algunos de los otros militares de mayor graduación (más alguna que otra prueba de que las tropas rasas se mostraban inexplicablemente reticentes a la hora de dar muerte a los deldeynos capturados) Tyl Loesp había rescindido la orden general respecto a la toma de prisioneros y el saqueo de las ciudades.
Si volvía la vista atrás, pensaba que debería haber presionado a Hausk para que hubiera demonizado a los deldeynos un poco más. Chasque se había mostrado entusiasmado y juntos habían intentado convencer a Hausk de que la actitud de la soldadesca y el populacho mejoraría si se podía lograr que odiaran a los deldeynos con una convicción visceral, pero el rey, como siempre, se había mostrado demasiado cauto. Hausk distinguía entre los deldeynos como pueblo por un lado y sus altos mandos y su nobleza corrupta por otro, e incluso admitía que podían constituir un enemigo honorable. En cualquier caso, él tendría que gobernarlos una vez derrotados y el pueblo que alimentaba un resentimiento justificado contra un ocupante con tendencias asesinas hacía imposible un gobierno pacífico y productivo. Por una cuestión puramente práctica, le parecía que las masacres eran un desperdicio e incluso contraproducentes como método de control. El miedo duraba una semana, la furia un año y el resentimiento toda una vida, sostenía. Pero no si se continuaba alimentando ese miedo con cada día que pasaba, había respondido Tyl Loesp, de todos modos, el rey había desestimado su propuesta.
–Mejor un respeto reticente que una sumisión aterrada –le había dicho Hausk mientras le daba una palmada en el hombro tras el debate que había decidido al fin el tema. Tyl Loesp se había tragado la respuesta.
Tras la muerte de Hausk no había habido tiempo suficiente para convertir a los deldeynos en esos objetos de miedo y desdén, odiados e inhumanos, que, según Tyl Loesp, deberían haber sido desde el principio, aunque él había hecho todo lo posible por dar comienzo al proceso.
En cualquier caso, después no le habían dejado más alternativa que volverse atrás y retirar la adamantina dureza de sus primeros decretos sobre la toma de prisioneros y ciudades, pero se consoló pensando que un buen comandante siempre estaba listo para modificar tácticas y estrategia a medida que cambiaban las circunstancias, siempre que cada paso del llevara al objetivo definitivo.
En cualquier caso, consideró que había sabido sacarle partido a la situación al hacer saber que tanta magnanimidad era el regalo que les hacía a los soldados del Octavo y el pueblo del Noveno, una forma de revocar de forma gentil y misericordiosa la severidad de las acciones exigidas por Hausk en su lecho de muerte para vengar su fin.
Savidius Savide, el enviado especial itinerante oct de Objetivos Extraordinarios Entre Aborígenes Útiles, observaba al humano llamado Tyl Loesp que llegaba nadando y al que acompañaban al lugar que habían preparado para él en la cámara de recepción de la ascensonave itinerante.
La ascensonave pertenecía a una clase poco común capaz tanto de volar por el aire como de viajar bajo el agua, además de realizar los desplazamientos verticales más habituales por el vacío de las torres. Se encontraba apostada en las aguas relativamente profundas del canal principal del Sulpitine, dos kilómetros por encima del borde de la catarata Hyeng-zhar. Al humano Tyl Loesp lo habían trasladado a la nave sumergida en un pequeño cúter submarino. Iba vestido con un traje de aire y era obvio que no estaba acostumbrado a semejante atavío y que estaba incómodo. Lo llevaron flotando a un sillón especial que habían situado al otro lado de la cámara de recepción, enfrente de donde flotaba Savide y le mostraron cómo debía anclarse a las abrazaderas del respaldo del sillón usando el sistema hidráulico. Después, la guardia oct se retiró. Savide hizo que se formara entre él y el humano un canal de aire protegido por una membrana para poder hablar con algo parecido a sus propias voces.
–Tyl Loesp. Y, bienvenido.
–Enviado Savide –respondió el humano después de abrir con cierta vacilación la máscara conectada con el túnel de aire que vibraba entre ellos. Esperó unos segundos y dijo–: Queríais verme. –Tyl Loesp sonrió aunque siempre se había preguntado si esa expresión significaba algo en realidad para los oct. Encontraba raro e incómodo el traje que tenía que llevar, el aire del interior olía a algo vagamente desagradable, como a quemado. Aquel tubo raro que se parecía a un gusano y que se había extendido de la boca del enviado hasta su cara traía con él un olor adicional a pescado que empezaba a pudrirse. Al menos hacía un fresquito agradable dentro de la nave oct.
Le echó un vistazo a la cámara mientras esperaba la respuesta del oct. Era un espacio esférico o casi esférico, el único muro estaba tachonado de espiráculos plateados y clavos ornamentados con varias gradas. Aquella especie de sillón orejero al revés al que estaba atado era una de las piezas decorativas más sencillas de la cámara.
Seguía molestándole tener que estar allí, convocado como un vasallo cuando acababa de apoderarse de un nivel entero. Savidius Savide podría haber ido a verlo a él y haber rendido tributo a su éxito en el Gran Palacio de Rasselle (que era magnífico, hacía que hasta el palacio de Pourl pareciera aburrido). Pero en lugar de eso había tenido que ir él a ver al oct. Hasta el momento la orden había sido mantener el secreto y era obvio que Savidius Savide no tenía intención de cambiar las cosas a corto plazo, fueran cuales fueran sus razones. Tyl Loesp tenía que admitir que los oct sabían mucho más que él de lo que estaba pasando allí en realidad, así que había que darles el gusto.
Ojalá pudiera pensar que le habían llamado para contarle al fin lo que habían ocultado los últimos años, pero no se hacía ilusiones vista la capacidad de los oct para ocultar, prevaricar y confundir. Con todo, todavía tenía la leve sospecha de que los oct habían supervisado toda aquella empresa por un simple capricho, o por alguna razón secundaria que después habían olvidado, aunque seguro que hasta ellos dudarían antes de organizar el traslado de todo un nivel de un mundo concha de un grupo a otro sin permiso del exterior y sin tener una buena razón, ¿verdad? Pero, oye, mira: esas pequeñas partes azules de la boca del enviado estaban funcionando y un par de los brazos/patas naranjas se estaban moviendo, ¡estaba a punto de hablar!
–Las tierras deldeynas están controladas ya –dijo Savidius Savide, su voz era un borboteo profundo.
–Así es. En Rasselle reina ya la estabilidad. Apenas se alteró el orden, pero donde se alteró, ya está restablecido. Todos los demás territorios del reino deldeyno, incluyendo los principados, las provincias, las tierras restringidas y las satrapías imperiales periféricas, están bajo nuestro control, ya sea mediante la ocupación física por parte de nuestras fuerzas o (en el caso de las colonias más lejanas y menos importantes) con la aquiescencia incondicional de sus funcionarios de más rango.
–Entonces todos pueden regocijarse en lo dicho. Los sarlos pueden unirse a los oct, herederos del manto de aquellos que hicieron los mundos concha, en justificada celebración.
Tyl Loesp decidió suponer que lo acababan de felicitar.
–Gracias –dijo.
–Todos están complacidos.
–Estoy seguro. Y me gustaría agradecer a los oct la ayuda que nos han prestado en esto. Ha sido inestimable. Inescrutable también, pero inestimable, sin duda alguna. Incluso de nuestro querido y fallecido rey Hausk era sabido que admitía que quizá hubiéramos tenido que esforzarnos mucho más para vencer a los deldeynos si los oct no hubieran estado, de hecho, de nuestro lado. –Tyl Loesp hizo una pausa–. Me he preguntado con frecuencia cuál podría ser la razón para que vuestro pueblo haya sido tan comunicativo con sus consejos y ayuda. Hasta el momento me ha sido imposible llegar a una conclusión satisfactoria.
–En la celebración se encuentra algo de naturaleza explicativa, solo pocas veces. La naturaleza de la celebración es extática, misteriosa y vehemente, independiente de toda razón, de ahí que presagie cierta confusión. –El oct cogió aire, o el líquido equivalente que cogieran los oct–. La explicación no debe convertirse en obstrucción, desviación –añadió Savidius Savide–. Que comprensión final siga siendo incentivo es el uso más fructífero disponible.
Pasó un cierto tiempo durante el cual el largo tubo de aire de aspecto plateado que los unía se meció con suavidad y se retorció poco a poco, unas burbujitas perezosas subieron tambaleándose desde la base de la cámara esférica, una secuencia de zumbidos apagados, profundos y distantes resonaron por el agua que los envolvía y al fin Tyl Loesp desentrañó lo que había querido decir el enviado especial itinerante.
–Estoy seguro de que es tal y como decís –asintió por fin.
–¡Y, vea! –dijo el enviado mientras señalaba con dos patas una semiesfera agrupada de pantallas que cobraron vida con un destello, cada una proyectada por una de las agujas brillantes que sobresalían de la pared de la cámara. Las escenas que aparecían en las pantallas (por lo que Tyl Loesp podía discernir a través del agua) mostraban varias partes famosas e importantes del reino deldeyno. Tyl Loesp creyó distinguir a los soldados sarlos que patrullaban el borde de las cataratas Hyeng-zhar y los estandartes sarlos que ondeaban sobre las grandes torres de Rasselle. Había más banderas apareciendo junto al cráter provocado por la estrella caída Heurimo y perfiladas contra la inmensa columna de vapor que se alzaba de forma constante sobre el mar Hirviente de Yakid.
–¡Es como dice! –Savidius Savide parecía muy contento–. ¡Regocíjese en tal confianza! ¡Todos están complacidos! –repitió el enviado oct.
–Espléndido –dijo Tyl Loesp cuando las pantallas se apagaron con un parpadeo.
–El acuerdo es agradable, acordado –le informó Savide. Se había alzado un poco por encima de la posición que había estado manteniendo hasta el momento. Un diminuto eructo o pedo expulsado por alguna parte de la sección central del torso del oct envió un banco de diminutas burbujas plateadas temblando a las alturas y contribuyó a restablecer la posición del enviado en las aguas de la cámara.