Tyl Loesp tomó una bocanada de aire profunda y vacilante.
–¿Me permitís hablar con franqueza?
–No se conoce mejor forma. Respectiva, específicamente.
–Sí, bueno –dijo Tyl Loesp–. Enviado, ¿por qué nos habéis ayudado?
–¿Ayudaros, a los sarlos, a derrotar a ellos, los deldeynos?
–Sí. ¿Y por qué tanto énfasis en las Cataratas?
Durante unos momentos se hizo el silencio.
–Por razones –dijo entonces el oct.
–¿Qué razones?
–Razones excelentes.
Tyl Loesp estuvo a punto de sonreír.
–Que no queréis contarme.
–No queremos, así es. Del mismo modo, no podemos. Con el tiempo, tales restricciones cambian, como con todas las cosas que cambian. El poder sobre otros es el menor y el mayor de los poderes, en verdad. Equilibrar tan gran éxito con una carencia transitoria del mismo es lo más conveniente. La conveniencia quizá no sea apreciada por el sujeto, pero, como objeto, es necesario invocar confianza. En esto: confiar para esperar.
Tyl Loesp contempló durante un momento al oct que flotaba en el agua a pocos metros de él. Tanto que se había hecho y, sin embargo, tanto que quedaba por hacer. Ese mismo día había recibido un informe codificado de Vollird hablándole del valiente y osado atentado que habían llevado a cabo Baerth y él contra la vida de «nuestro fugitivo» en la superficie, y solo para que lo frustrara en el último momento una maquinaría alienígena diabólica. Habían tenido resignarse a aceptar la solución que quedaba, asegurarse de que la dicha persona abandonaba el planeta con toda prontitud, que se adentraba en la noche entre las estrellas eternas, aterrado y sintiéndose afortunado de seguir vivo.
A Tyl Loesp no le quedaba duda de que Vollird exageraba el valor de sus acciones y las de Baerth, pero siempre había sabido que matar a Ferbin entre los óptimos, o incluso entre los inferiores inmediatos de los óptimos, era mucho pedir y tampoco podía censurar demasiado a los dos caballeros. Hubiera preferido a Ferbin muerto, pero ausente serviría. Con todo, ¿qué complicaciones podría despertar el príncipe entre las razas alienígenas? ¿Se proclamaría a gritos el legítimo y agraviado heredero ante todo aquel que quisiera escucharlo o bien se escabulliría a buscar a su supuestamente influyente hermana?
Tyl Loesp tenía la sensación de que las cosas nunca terminaban de arreglarse. Por mucho que se actuase de la forma más decisiva posible, por muy despiadado que se fuese, siempre quedaban cabos sueltos y hasta la más concluyente de las acciones dejaba una mezcla confusa de ramificaciones, cualquiera de las cuales (daba a veces la sensación, sobre todo cuando uno se despertaba inquieto en plena noche y tales problemas en potencia parecían magnificarse) podría presagiar el desastre. Suspiró entonces antes de hablar.
–Tengo intención de que nos deshagamos de los monjes de la misión. Estorban y restringen más de lo que ayudan y contribuyen. En la capital seguiré el curso contrario. Necesitamos los restos del ejército y la milicia. Sin embargo, creo que será mejor que se equilibren con alguna otra facción, y propongo la Hueste Celestial como contrapeso. Tienen entre sus enseñanzas una cualidad que los invita a autolesionarse y que debería encontrar su eco en el humor que reina en estos momentos entre los deldeynos, que se culpan a sí mismos de su derrota. Como es obvio, rodarán algunas cabezas.
–A eso que se debe atender, dedíquese. Conviene, y gusta.
–Solo para que lo sepáis. Regreso a Pourl, para celebrar el triunfo y trasladar tesoros y rehenes. Después es posible que permanezca un tiempo en Rasselle. Y hay personas que me gustaría tener cerca. Necesitaré una línea de suministros y de comunicación fiable y siempre disponible entre el Noveno y el Octavo. ¿Puedo contar con eso?
–Las ascensonaves y los autoascensores a ello dedicados así continúan. Como en el pasado reciente, así en el futuro próximo y, con toda la contextualización apropiada, en los ulteriores tiempos.
–¿Tengo ya asignadas las ascensonaves? ¿Son mías para disponer de ellas como quiera?
–A solicitar. Todo favorece su uso probable o posible. Cuando sea necesario, allí estará su presencia.
–Siempre que pueda subir y bajar por esta torre, volver al Octavo o regresar aquí, en cualquier momento, y deprisa.
–Eso no es cuestión de disputa. No determino nada menos, personalmente. Así pedido, así concedido, permitido y con gran placer se da realidad a ello.
Tyl Loesp lo pensó un momento.
–Sí –dijo–. Bueno, me alegro de que haya quedado claro.
Unas barcazas remolcadoras de vapor sacaron a todo el continente de monjes (la misión entera Hyeng-zhar, desde el más humilde de los pequeños limpiadores de letrinas hasta el propio archipontino) del trabajo de toda su vida. Tyl Loesp, recién regresado de su frustrante audiencia con el enviado, contempló el embarque y fue con el primer remolcador, que arrastraba a las tres barcazas que contenían al archipontino y a todos los miembros de más rango de la orden. Cruzaron el Sulpitine, a un kilómetro más o menos del inmenso semicírculo de las Cataratas. Habían exonerado a los monjes de sus obligaciones y los estaban trasladando a todos al otro lado del río, al pequeño pueblo de Amerizaje Opuesto, un puerto móvil que siempre se mantenía a unos cuatro o cinco kilómetros de las Cataratas, río arriba.
Tyl Loesp se quedó a la sombra del toldo de popa del primer remolcador, y a pesar de todo tuvo que usar un pañuelo para secarse la frente y las sienes de vez en cuando. Los soles se cernían en el cielo, un yunque y un martillo de calor que golpeaban juntos, ineludibles. La zona de sombra auténtica, oculta de ambas estrellas rodantes, era mínima, incluso bajo el amplio toldo. A su alrededor, los hombres de la Guardia del Regente observaban el remolino de aguas pardas del río, y a veces levantaban las cabezas sudorosas para mirar la espuma vaporosa de nubes blanquecinas que se acumulaban en el cielo más allá del borde de las Cataratas. El sonido de la cascada llegaba apagado y siempre estaba tan presente que la mayor parte del tiempo era fácil dejar de advertirlo, aunque llenaba el aire lánguido y asfixiante con un rumor extraño y subacuático que se oía con las tripas, los pulmones y los huesos tanto como con los oídos.
Los seis remolcadores y las veinte barcazas comenzaron a atravesar la rápida corriente, salvaron un par de kilómetros hacia la lejana orilla aunque solo aumentaron la distancia con las Cataratas en unos doscientos metros mientras luchaban contra la rápida sección central del río. Los motores de los remolcadores resoplaban y gruñían. Sus altas chimeneas eructaban humo y vapor y flotaban sobre el río pardo en sombras dobles de aspecto desvaído, apenas más oscuras que el color arenoso del propio río. Los navíos olían a vapor y aceite de roasoaril. Sus maquinistas subían a cubierta siempre que podían para cambiar el calor agobiante de las calderas por el horno más fresco de la brisa del río.
El agua se enturbiaba, estallaba y tropezaba alrededor de los barcos como si estuviera viva, como bancos enteros de criaturas vivas que remontaban y se hundían sin parar para volver a resurgir con una especie de insolencia perezosa. En las barcazas, a unos cien pasos de distancia, bajo toldos y sombras improvisadas, los monjes se sentaban, se echaban o se quedaban de pie, y la visión de su multitud de túnicas blancas hacía daño a los ojos.
Cuando la pequeña flota de barquitos se colocó justo en medio del río y cada orilla parecía tan lejana como la contraria (apenas se podían ver en medio de la calima, un simple horizonte presentido de algo más oscuro que el río con unos cuantos árboles altos y agujas que rielaban con el calor), el propio Tyl Loesp aplicó una maza al perno que aseguraba la cuerda que arrastraba los botes a las trabas principales del estribo del remolcador. El perno cayó con un gran estrépito por la cubierta de gruesas maderas. La maroma se fue deslizando con sequedad por la cubierta (al principio bastante despacio, pero después fue cogiendo velocidad) hasta que el último cubo saltó de repente por el yugo de popa y desapareció sin apenas un solo sonido entre las agitadas olas marrones del río.
El remolcador sufrió un tirón apreciable y alteró el rumbo para dirigirse directamente río arriba. Tyl Loesp se asomó para mirar a los otros remolcadores y asegurarse de que también estaban soltando las maromas de remolque. Observó las cuerdas que saltaban por las popas de todos los remolcadores hasta que todos y cada uno se alejaron río arriba propulsados por sus motores, liberados, con las olas hinchándose y salpicando las abruptas proas.
Los monjes de las barcazas todavía tardaron un tiempo en darse cuenta de lo que estaba pasando. Tyl Loesp nunca estuvo del todo seguro si los oyó en realidad empezar a gemir, llorar y gritar o si solo se lo había imaginado.
Pensó que deberían alegrarse. Las Cataratas habían sido su vida, que fueran también su muerte. ¿Qué más querían aquellos desgraciados que a todo ponían objeciones?
Había apostado hombres de confianza río abajo, no lejos de los recodos en los que caían las cataratas. Ellos se ocuparían de los monjes que sobrevivieran a la caída, aunque si podía uno basarse en los archivos históricos, aunque se arrojara a un millar de monjes a las cataratas, no era muy probable que llegara a sobrevivir ninguno.
Todas las barcazas salvo una se desvanecieron entre la calima y se perdieron de vista con la caída, una decepción. Pero una debió de chocar con una roca o un afloramiento justo delante del borde de las cataratas y su proa se alzó en el aire de una forma de lo más dramática y satisfactoria antes de deslizarse y precipitarse al fin al vacío.
De regreso al puerto, uno de los remolcadores se estropeó, su motor se rindió con un alto estallido de vapor que brotó por la chimenea. Dos de sus compañeros le tiraron unas cuerdas y rescataron al navío y a la tripulación superviviente antes de que ellos también fueran víctimas de las Cataratas.
Tyl Loesp se encontraba en un armazón, una especie de puente a medio terminar que sobresalía sobre el borde del acantilado orientado al polo cercano que se asomaba a las Hyeng-zhar, la mayor parte de las cuales estaban ocultas por la bruma y las nubes, lo que resultaba de lo más frustrante. A su lado estaba un hombre llamado Jerfin Poatas (anciano, encorvado, vestido de oscuro y apoyado en un bastón). Poatas era un erudito y arqueólogo sarlo que había dedicado su vida al estudio de las Cataratas y que había vivido allí (en aquella gran ciudad, eterna y temporal a la vez, y siempre adelantada, del asentamiento Hyeng-zhar) durante veinte de sus treinta años largos. Se sabía desde siempre que su lealtad era para con el estudio y el conocimiento más que para con un país o un Estado, aunque eso no había evitado que los deldeynos lo encarcelaran durante un breve periodo de tiempo en el momento culminante de la guerra contra los sarlos. Una vez desaparecidos los monjes de la misión Hyeng-zhar y por decreto de Tyl Loesp, él era el que se había quedado al cargo de las excavaciones.
–Los hermanos eran cautos y conservadores, como cualquier buen arqueólogo en una excavación –le dijo Poatas a Tyl Loesp. Tuvo que levantar la voz para que lo oyeran por encima del rugido atronador de las cataratas. De vez en cuando la espuma subía en grandes espirales brumosas que depositaban gotitas de agua en los rostros de los dos hombres–. Pero llevaron esa cautela demasiado lejos. Una excavación normal espera, uno se puede permitir tener cuidado. Se puede proceder con toda la debida deliberación, anotándolo todo, investigándolo todo, conservando y documentando el lugar y la secuencia de todos los hallazgos. Pero esta no es una excavación normal y no espera a nada ni a nadie. Se va a congelar pronto y nos pondrá las cosas más fáciles durante un tiempo, aunque haga más frío, pero incluso entonces los hermanos estaban decididos a hacer lo que habían hecho en el pasado y suspender todas las excavaciones mientras las cataratas estaban congeladas, por culpa de un exceso de piedad. Hasta el rey se negó a intervenir. –Poatas se echó a reír–. ¿Os lo imagináis? ¡El único momento del ciclo solar meteorológico (en toda una vida) en el que las Cataratas van a permitir que se hagan exploraciones y que se excave y ellos pretendían detenerlo todo! –Poatas sacudió la cabeza–. Cretinos.
–Desde luego –dijo Tyl Loesp–. Bueno, aquí ya no gobiernan ellos. Espero grandes cosas de este sitio, Poatas –le dijo al otro hombre, al tiempo que se volvía un instante hacia él–. Según vuestros informes, esto es una mina de tesoros a cuyo potencial los monjes le quitaron siempre importancia y que no explotaron como debían.
–Una mina de tesoros que se negaron en redondo a explorar como es debido –dijo Poatas, asintiendo–. Una mina cuyos mayores rincones quedaron sin abrir, o se dejaron a merced de corsarios, poco más que bandidos con licencia, para que los abrieran ellos. Con un número suficiente de hombres, todo eso se puede cambiar. Serán muchos los exploradores mercantes de las Cataratas que aullarán de rabia cuando se les niegue la continuidad de su fácil estipendio, pero es lo mejor. Hasta ellos terminan haciéndose arrogantes y perezosos y, en los últimos tiempos, que yo haya presenciado, estaban más preocupados por evitar que los demás entraran en sus concesiones que por explotarlas ellos. –Poatas miró con intención a Tyl Loesp cuando empezó a cambiar el viento–. No hay ninguna garantía de que vayamos a encontrar los tesoros en los que quizá estéis pensando, Tyl Loesp. Las armas milagrosas del pasado capaces de dominar el futuro son un mito. Sofocad ese pensamiento si eso es lo que buscáis. –Hizo una pausa. Tyl Loesp no dijo nada. El viento había cambiado de dirección y les lanzaba una corriente de aire caliente y seca del desierto en la cara, las nubes y la bruma estaban empezando a cambiar y a despejarse en aquella gran garganta, todavía oculta en su mayor parte–. Pero sea lo que sea lo que se pueda encontrar, lo encontraremos, y si hace falta arrancarlo de algún edificio que los hermanos de la misión habrían dejado intacto, así se hará. Se puede hacer todo eso. Si tengo hombres suficientes.
–Tendréis hombres –le dijo Tyl Loesp–. Medio ejército. Mi ejército. Y otros. Algunos serán poco más que esclavos pero trabajarán para llenar la barriga.
Las nubes que cubrían la inmensa complejidad que tenían delante se iban apartando, empujadas por los nuevos vientos, alzándose y disipándose a la vez.
–Los esclavos no son los mejores trabajadores del mundo. Y ¿quién va a ponerse al mando de ese ejército, un ejército que lo más probable es que espere regresar a casa, con sus seres queridos, ahora que cree que aquí ha terminado su trabajo? ¿Vos? Pero vos regresáis al Octavo, ¿no?