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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (10 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Pero Luisa Conti no parecía verlo así. Dio un pequeño grito de alegría y replicó:

—¡Ah, yo no tengo nada contra los hombres que están a mis pies!

—¿Debo volver más tarde? —pregunté.

—¡Aaah, aquí está! —Sin prestar atención a mis palabras, Bittner sacó de debajo de la mesa la pluma de Luisa Conti y se incorporó con un ágil movimiento de pantera antes de entregársela a su dueña con un gesto pomposo.


Voilà!


Merci, monsieur Charles!
¿Monsieur Charles? Irritado, miré a mademoiselle Conti. ¿Me lo estaba imaginando o se había sonrojado levemente?

—Tratándose de usted es siempre un placer. —Bittner hizo una ligera reverencia.

Me pareció que había que poner fin a tanto empalago y carraspeé para hacer notar mi presencia.

Bittner se volvió, y también mademoiselle dirigió un instante su mirada hacia mí. En cualquier caso, se acordaron de que yo estaba allí.

—¿Qué? ¿Nos vamos?

Bittner asintió. Entonces sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo de su chaqueta, dijo: «¿Sí?», y escuchó un momento por el auricular antes de taparlo con la mano.

—Discúlpeme un momento, Jean-Luc, voy a tardar un poco —dijo en voz baja, y salió al pequeño patio interior del hotel.

Miré a través de las puertas de cristal blancas y vi que Bittner iba de un lado a otro sin dejar de gesticular.

Luego me volví hacia mademoiselle Conti. Su cara había recuperado el color habitual, estaba sentada en su sillón de cuero tras el escritorio y hojeaba el enorme libro de la recepción como si no hubiera sucedido nada.

—¡Ah, por cierto, mademoiselle Conti!


Oui, monsieur Champollion?
¿Qué puedo hacer por usted? —Se colocó bien las gafas negras y me miró con la amabilidad profesional y severa de una monja que tiene poco tiempo… Y debo decir que no sonó tan amable como el «monsieur Charles» que yo acababa de escuchar.

—Alguien me ha llamado al hotel… una mujer…

Ella levantó las cejas.

—Sí, exacto. Esta mañana llamó una mujer preguntando por usted, pero dijo que no era nada importante y que volvería a llamarle.

Bajó la mirada como si con eso estuviera zanjada la cuestión.

—¿Y cómo se llama esa mujer? —pregunté con interés.

Mademoiselle Conti se encogió de hombros.

—¡Oh!, si le digo la verdad, no lo sé. Dijo que volvería a llamarle, a la galería, y yo tenía muchas cosas que hacer. —Guardó silencio un instante y mordisqueó su pluma—. Creo que era americana… una tal June Nosequé.

¡¿June?! ¡¿Había preguntado June Miller por mí?!

Me apoyé en el escritorio. ¡Eso lo cambiaba todo!

—¡Mademoiselle Conti, por favor, haga memoria! Conozco a una americana que se llama Jane Hirstmann. Y conozco a una inglesa que se llama June Miller. Así que… ¿quién ha preguntado por mí, Jane o June?

—¡Hmmm! —Mademoiselle Conti arrugó la frente, luego me miró con gesto desvalido—. June… Jane… suena tan parecido, ¿no cree? —Sonrió con timidez.

—No, en absoluto —gruñí yo—. A no ser que se tenga el cerebro como un colador.

Su sonrisa desapareció. Mademoiselle Conti se pasó la mano por su pelo oscuro y brillante, que llevaba, como siempre, recogido en la nuca. Se tocó nerviosa el
chignon
, como para asegurarse de que cada pelo estaba todavía en su sitio. Casi me dio un poco de lástima. No debía haber dicho eso del colador. Arrepentido, la miré intentando pensar una rápida disculpa cuando ella apoyó sus manos juveniles en la mesa y se incorporó.

—Bien, monsieur. —Mademoiselle Conti miró a través de mí—. Me temo que no puedo serle de más ayuda en este asunto. —Parecía muy ofendida—. Es evidente que debía haber anotado correctamente el nombre de esa tal Jane… o June, pero no sabía que fuera tan importante para usted. —Guardó silencio un instante, luego añadió con frialdad—: En cualquier caso, para la mujer no parecía ser tan importante, ni siquiera me pidió que le diera ningún mensaje. A pesar de todo consideré adecuado informarle a usted de la llamada. Tal vez cometí un error.

Suspiré.

—Por favor, mademoiselle Conti, no quería decir eso. Ha actuado usted correctamente, y no es culpa suya, sin duda. —Pasé la mano por el cuero verde oscuro que recubría el escritorio y pensé en la misteriosa Principessa y en esa «desgraciada historia» que no le pegaba a nadie tanto como a June—. Pero…

—¿Pero…? —Luisa Conti me lanzó una mirada interrogante, y decidí convertirla en mi cómplice.

—Pero es que en este momento sería muy importante para mí saber si ha sido Jane o June la que ha preguntado por mí. No quiero aburrirla con detalles de mi vida privada, pero para mí sería muy importante resolver una cuestión difícil. Algo que no se me va de la cabeza y no me deja dormir… —Abrí los brazos y esperé.

Luisa Conti se quedó callada, parecía pensar si debía aceptar mi intento de hacer las paces. Finalmente dijo:

—¿Conozco a las damas?

—¡Claro que sí! —contesté con alivio—. Jane se ha alojado aquí varias veces, aunque solo una desde que usted trabaja aquí. Jane Hirstmann es esa americana alta de rizos rojos como el fuego y voz fuerte, una buena clienta mía, ¿se acuerda?

Luisa Conti asintió.

—¿Es la que lo encuentra todo
amazing
?

Yo sonreí.

—¡Esa!

—¿Y June? ¿Es también una buena clienta suya?

—Bueno… eh… no. En realidad, no.

Pensé con tristeza en la bella June y en cómo había acabado todo entre nosotros.

—¿Ha estado alguna vez aquí, en el hotel?

—Bueno, no se ha alojado aquí, pero sí estuvo en el hotel… no hace ni un año, una mañana de marzo, llovía mucho… una joven inglesa temperamental de rizos castaños… —Carraspeé apurado—. Usted estaba aquí, no creo que lo haya olvidado. Hubo… bueno… se montó una escena… platos rotos…

Vi a mademooiselle Conti sonrojarse por segunda vez ese día.

—¡Oh…
aquello
! —se limitó a decir, y supe que no lo había olvidado.

De todas las novias que he tenido, June Miller era la más celosa. No es que a veces no tuviera motivos para ello, pues cuando nos conocimos había todavía otra mujer en mi vida, Hélène.

En realidad nos habíamos separado de forma amistosa. Hélène se había marchado de la noche a la mañana con un arquitecto que resultó ser un hombre genial pero no siempre fácil y de vez en cuando me llamaba, y cada vez que June se enteraba había follón.


Fuck!
¿Qué quiere esa mujer? ¡A ver si te deja en paz de una vez! —gritaba furiosa, y lanzaba mi móvil por el dormitorio.

Existen pocas mujeres que cuando se convierten en unas fieras sigan siendo atractivas. June era una de ellas. Continuaba estando preciosa hasta cuando montaba en cólera. Sus largos rizos castaños le caían por los hombros desnudos y sus ojos verdes brillaban con vigor. Yo la agarraba del brazo y volvía a meterla en la cama.

—¡Ven aquí, mi pequeña gata salvaje,
comme tu es belle
, qué guapa eres! —le susurraba al oído—. Olvídate de Hélène. Es una vieja amiga, nada más. Y tiene problemas con su pareja.


So what?
¿Y a ti qué te importa? ¡Que le cuente sus problemas a una amiga, no a ti!
That’s not okay!
—June se cruzaba de brazos con terquedad. Ahora pienso que en parte tenía razón, pero en aquel momento el hecho de que Hélène siguiera confiando en mí alimentaba mi orgullo masculino.

June tenía ojos de lince, no se le escapaba nada, controlaba cada uno de mis pasos con celo. Sobre todo desde que encontró el tique de La Sablia Rosa en mi cartera.

La Sablia Rosa es
la
lencería de París, una pequeña tienda en la Rue Jakob, justo al lado de una de las mejores editoriales de Francia. Si se busca algo especial en materia de lencería, allí se encuentra seguro.

Cuando llevaba dos semanas con June y mi vida transcurría básicamente entre el dormitorio y la galería, una mañana vi un camisón de seda increíble en el escaparate de La Sablia Rosa. Un
petit rien
corto, sin mangas, con delicadas flores, como hecho para un hada de la primavera. En principio quería ese camisón solo para June y cogí la talla M. Luego me acordé de que iba a ser el cumpleaños de Hélène. La llamé y su voz sonó muy triste. Y entonces me pareció una buena idea comprarle también un camisón a Hélène. Como consuelo, por su cumpleaños, como regalo de despedida por los bellos momentos que habíamos pasado juntos.

A las vendedoras de lencería francesas ya no les sorprende nada. Cuando le dije a la señora de cierta edad que atendía en La Sablia Rosa que quería el camisón en una talla más pequeña, al principio me entendió mal y cogió el de la talla M para volver a colgarlo.

—Si a la dama no le está bien, puede venir a cambiarlo —dijo madame, y se acercó al escaparate para coger el camisón del maniquí.


Ah, non, madame, j’ai besoin des deux
, necesitaría los dos —le expliqué apurado—. Una S y una M. Son dos damas… por así decirlo —añadí con una sonrisa estúpida. Ni Woody Allen lo habría hecho mejor.

Madame se giró y sonrió con satisfacción.


Mais, monsieur, c’est tout à fait normal
, no hay ningún problema —dijo, envolvió con cuidado los dos camisones en papel de seda y me hizo dos preciosos paquetitos que en un principio entusiasmaron a las agasajadas.

A Hélène, de la emoción, se le saltaron las lágrimas cuando acarició la delicada tela de flores, y dijo: «¡Qué amable de tu parte!».

June soltó un grito de alegría, me dio un beso y enseguida se quitó la ropa para representar el cuento de las estrellas caídas del cielo. Bailó entusiasmada por toda la casa. Pero tres días más tarde el hada de la primavera se transformó en una diosa vengadora.

Para abreviar: a June no le pareció
tout à fait normal
cuando descubrió en mi cartera el tique de compra de dos camisones idénticos en dos tallas diferentes. Y que encima el más pequeño de los dos fuera el destinado a su predecesora me hizo recibir un torrente de insultos y una sonora bofetada.

Debo admitir que el asunto de los dos camisones no fue una buena idea. Al final June me perdonó. El enfado se le pasó con la misma rapidez con que había empezado.

Pero mi
faux-pas
en La Sablia Rosa preparó el terreno para la horrible escena que se montó unos meses más tarde en los salones del Duc de Saint-Simon.

Fue el momento más penoso y absurdo de mi vida, y todavía hoy me siento fatal cuando lo recuerdo.

Y aunque esa vez, lo juro, yo era totalmente inocente, June me abandonó.

Las apariencias jugaban en mi contra. Una tarde había llevado a Jane Hirstmann al Duc después de una cita de trabajo. Estaba muy nerviosa porque su novio (el tipo de dos metros del Medio Oeste que no cabía en las «camitas de los enanitos de Blancanieves», ¿recuerdan?) había regresado a su país antes de tiempo después de una discusión. June se había marchado unos días a Deauville con una amiga de Londres. Le pregunté a Jane si nos tomábamos algo, sin ninguna intención, solo porque me daba lástima. Ella asintió y se limitó a decir «
Double
», con lo que se refería a un güisqui doble. Después de varios
doubles
la llevé a su habitación. Jane Hirstmann no es el tipo de mujer que llora y se lamenta cuando algo le sale mal en la vida. Pero me pidió que me quedara un rato con ella. Y eso hice.

No pasó nada más.

Me eché un rato a su lado, le cogí la mano y le dije que todo iba a salir bien. Yo me iba a ir a casa en cuanto ella se durmiese. Pero de pronto me sentí terriblemente cansado y los dos nos quedamos dormidos, uno al lado del otro, como si fuéramos hermanos.

Pero a la mañana siguiente, antes de que pudiera abrir los ojos, oí la voz de June.


Salaud!
—gritó—.
Cela suffit!
¡Ya está bien! —Y no, no era una pesadilla. A los pies de la cama
king size
estaba June. Estaba pálida de rabia y nos miraba con odio a mí y a la desconcertada Jane—. ¡No me lo puedo creer! —siguió gritando—. ¡Sencillamente no me lo puedo creer!

Antes de que pudiera abrir la boca para explicárselo, ella me cortó.

—No, ahórrate las explicaciones. No quiero oír nada. ¡Se acabó!

Yo me levanté de un salto. En realidad estaba vestido, pero eso no pareció impresionar a June.

—June, por favor… —Y luego pronuncié la frase más estúpida que dicen los hombres—: Esto no es lo que parece.

Aunque esa vez era verdad.

June soltó un bufido de rabia y se dirigió hacia la puerta, que estaba abierta de par en par.

—¡No ha pasado absolutamente nada!

Descalzo, corrí tras ella escaleras abajo, hasta la recepción.

—Jane es una vieja conocida, anoche no se encontraba bien…

—¿Que Jane no se encontraba bien? —repitió June en un tono peligrosamente bajo, y luego de pronto gritó tan fuerte que su voz retumbó por todo el hotel—: ¡¿
QUE JANE NO SE ENCONTRABA BIEN
?! ¡
Pobre
Jane! ¿Es otra de tus exnovias a las que tienes que regalarles camisones para consolarlas? ¡¿Esta vez de la talla L?! —Pasó como una exhalación por delante de la recepción, donde mademoiselle Conti estaba sentada detrás de su escritorio con gesto impertérrito.

—June, por favor… tranquilízate… espera…

Conseguí agarrarla del brazo, y entonces me resbalé en el suelo de piedra pulida. Debió de resultar muy ridículo, y en ese momento pagué por todos mis pequeños pecados.

June había llegado al final del quinto acto con un dramatismo propio de Shakespeare.


Fuck off!
—Me escupió las palabras antes de salir corriendo bajo la lluvia. Y eso fue lo último que oí decir a June Miller.

Me incorporé como pude y mi mirada se posó sobre mademoiselle Conti, que se había convertido en testigo mudo de mi gran humillación. Para mi indignación, encima noté que me ponía como un tomate. Luisa Conti estaba ahí sentada, con su traje impecable, su peinado impecable, sin hacer ningún gesto. Ella era perfecta, no le pasaban tales cosas, y su impasibilidad propia de Blancanieves me provocó.

—¡No sea tan neutral! —le ladré, y vi con cierta satisfacción que se estremecía. Luego me dirigí a la entrada y me quedé un rato mirando la lluvia sin saber qué hacer.

June se había marchado.

Cuando me volví, observé que mademoiselle Conti no estaba en su escritorio. Todo el hotel parecía de pronto muerto, era como si contuviera la respiración.

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