Algunos años después, la ignorancia le llevaría a morir junto a su esposa en un desgraciado «accidente».
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
19 de noviembre de 2010, a las 19:38
Now in Vienna there are ten pretty women
.
There’s a shoulder where death comes to cry
.
There’s a lobby with nine hundred windows
.
There’s a tree where the doves go to die
.
There’s a piece that was torn from the morning
,
and it hangs in the gallery of frost
.
Ay, ay, ay, ay
.
Take this waltz, take this waltz
,
take this waltz with the clamp on its jaws
.
E
l tono pausado, ronco y abisal de Leonard Cohen versionando el poema de Federico García Lorca
Pequeño vals vienés
había sumergido a Augusto en un estado placentero de letargo en el que hubiera querido permanecer mucho más tiempo del que disponía esa tarde. Sentado en el sofá, presionándose ligeramente los ojos con las palmas de las manos, buscaba la forma de afrontar el encuentro que tenía en poco más de una hora con Violeta. Se notaba algo alterado, y necesitaba autocontrol.
No recordaba bien cuándo había tenido su última cita con Paloma antes de que ella decidiera marcharse a Madrid para trabajar como directora de recursos humanos en una multinacional alemana. A partir de ahí, todo se torció. Paloma decidió tomar el camino más corto para poner punto final a la única relación estable que Augusto había sido capaz de mantener en su vida.
Encendió un cigarro y le dio un trago al gin tonic antes de bucear en sus recuerdos al ritmo de
Take this waltz
.
This waltz, this waltz, this waltz, this waltz
with its very own breath
of brandy and death
,
dragging its tail in the sea
.
Se habían conocido en clases de conversación de alemán tan solo unos meses después de regresar de Alemania. A Augusto le atrajo la capacidad intelectual de una chica que, por primera vez, no le hacía sentirse como un tipo raro cuando mantenían conversaciones sobre historia, arte o literatura ni le señalaba con el dedo cuando se emborrachaba hasta perder el conocimiento los fines de semana. La relación fue creciendo hasta llegar a entenderse casi a la perfección, incluso en la cama, donde nunca había encontrado sensaciones añadidas a las propias del placer sexual. Pasaron casi tres años en los que llegó a pensar que podría ser capaz de integrarse en el tejido social, pero no fue más que un espejismo que él atribuyó a su propia debilidad para asumir lo que realmente era. El oasis se convirtió en arena estéril el día en que llegó esa oferta y ella decidió anteponer su vida profesional a la sentimental. Al principio, se llamaban casi todos los días y se veían bastantes fines de semana. A los dos meses, Paloma ya se mostraba reacia a que la visitara en Madrid aduciendo razones de trabajo. Un jueves, Augusto quiso darle una sorpresa y ella le correspondió de la misma forma cuando le presentó a su nuevo «compañero» de piso y futuro marido.
And you’ll carry me down on your dancing
to the pools that you lift on your wrist
.
Oh my love, Oh my love
,
Take this waltz, take this waltz
.
Augusto se marchó sin más, y nunca volvió a tener contacto con Paloma. Años después, recibió una invitación de boda y una carta en la que venía a decirle que lo suyo había sido algo muy especial y que le recordaba con mucho cariño, pero que no se había sentido capaz de profundizar en el corazón de Augusto. Nunca tuvo respuesta, él ya había encontrado de nuevo su refugio en Orestes.
El sonido del Whatsapp puso fin a la melancolía.
—¡No queda naaaaaaaaaa!
—¿Para vernos o para el concierto?
—Para el concierto, listo.
—¡Ja, ja, ja!
—¿Estás preparado?
—Siempre estoy preparado.
«En realidad, no —reconsideró—. Tengo que ducharme, vestirme y ponerme un poco a tono».
Tenía cuarenta minutos.
—Violeta, te dejo que tengo que maquillarme.
—Vale. Te veo en un rato, besos.
—Besos.
Tiró el iPhone encima de la mesa y salió disparado a cambiar la música. Desde que tuvo las entradas en el bolsillo, se hizo con casi toda la discografía de Satriani con el fin de prepararse para el concierto. Le gustaba. La única duda era si un concierto instrumental le produciría las sensaciones que buscaba. Puso
Surfing with the alien
y subió el volumen a tope. El final de la copa y el principio de la coca hicieron el resto.
Algo más tarde, el nombre de Pílades apareció en el móvil. Deslizó el dedo por la pantalla para atender la llamada.
—Me pillas en mal momento, amigo.
—Orestes, no tienes que hablar, solo escucha. Quería haberte llamado antes, pero me ha sido imposible. Esa gente sabe más de lo que tú crees. Están buscando a Gabriel García Mateo y tienen una descripción física tuya.
—No te preocupes, estaba previsto. No van a encontrar nada por ese camino.
—¿Estás seguro?
—Sí. Como te dije ya nos hemos ocupado de eso entre el Emperador y yo.
—Solo quería asegurarme. Ten mucha precaución.
—Muchas gracias por avisarme. Lo haré.
—Hazlo. Cuídate.
Cuando Augusto salió fuera, ya estaba el taxi esperando.
«Otra mierda de Skoda Octavia», sentenció.
El pelo rojo de Violeta llamaba la atención como una sotana en un burdel sobre el resto de cabezas que hacían cola para entrar. La gélida temperatura exterior era notoria por el vaho que salía de las muchas bocas que se congregaban impacientes para entrar al concierto. Muchos trataban de combatir el frío dando saltitos sin despegar las punteras del suelo; otros se desplazaban lateralmente golpeándose la espalda con las manos. Violeta solo fumaba. Se acercó por un lado y susurró:
—Hola, preciosa.
Ella le dio la bienvenida con una sonrisa y un beso en la boca. Augusto no supo qué decir y Violeta salió al rescate:
—¡Menuda rasca!, ¿no?
—Es lo que tiene noviembre —atinó a decir mientras saboreaba el beso.
Media hora antes de que comenzara el concierto, ya habían serpenteado entre la gente y cogido posiciones cerca del escenario. Era extraño, a Augusto ni siquiera le importaban el contacto con otras personas y los empujones, y solo estaba pendiente de no perder la mano que le guiaba. De repente, quince minutos antes de la hora prevista, se apagaron las luces y apareció Joe Satriani en el escenario tras una guitarra naranja, vestido de riguroso negro, calvo y con gafas de sol. Los primeros punteos fueron recompensados con los aplausos de un público entregado que casi llenaba el aforo.
—¡Es un puto genio! —gritó Violeta.
Augusto asintió sin poder evitar que su cara se tiñera de entusiasmo.
Las miradas entre ellos fueron subiendo de tono entre los alardes de guitarra y las escapadas al baño que encontraron su excusa en una excesiva ingestión de cerveza. Satriani dejó patente con
Big bad moon
que lo de cantar no era precisamente lo suyo, y mientras sonaba
Andalusia
, la lengua de Violeta ya jugueteaba dentro de su boca. El apoteósico final del concierto pasó desapercibido para ambos, encerrados en la hermética burbuja del magreo. Augusto tenía la firme intención de rematar la noche en el Zero Café, pero la contrapropuesta de Violeta de tomar unas copas en su casa le hizo cambiar de planes sin reparos. El taxista que les dejó frente a un portal de una calle en el barrio de La Rubia no pudo dejar de mirar por el retrovisor añorando sus años de juventud, cuando él también tenía éxito con las chicas. En el ascensor que les llevaba al quinto piso, las manos de Augusto se aventuraron dentro de la ropa de Violeta. Ella no solo se dejó hacer, sino que respondió con un contraataque feroz agarrándole el trasero para empujarle contra su pubis. Entraron a trompicones, y cuando la puerta del piso se cerró a sus espaldas, ella ya estaba desnuda de cintura para arriba y él de cintura para abajo. Augusto sabía de su incapacidad para proporcionar placer oral debido a la intolerancia que le producían los efluvios del sexo, por lo que quiso tomar la iniciativa y dar el salto directamente a la penetración. Violeta no se lo permitió, no sin preservativo.
—¿Tienes?
—Cojones, no —reconoció.
—Dame un segundo.
No fue uno, sino diecisiete los segundos que tardó en llegar al dormitorio, abrir el primer cajón de la mesilla, cerrarlo, abrir el segundo, localizar la caja de preservativos entre su medicación, cogerla y volver al salón. Los mismos segundos que tardó él en ajustarse uno y entrar dentro de Violeta sobre la mesa del comedor. Cambiaron de postura y de escenario haciendo gala de una gran creatividad y alternando el protagonismo en la dominación. Cruzaron miradas con destino a los tatuajes que lucían en las pieles contrarias, pero no hubo preguntas. El diálogo se redujo a monosílabos hasta el momento en que ella gritó «¡Cuidado!» cuando empezó a notar demasiada presión en su cuello.
Calles del centro histórico de Valladolid
Un gorro de lana negro, una bufanda gris y unos guantes de cuero complementaban la indumentaria de abrigo con la que Sancho trataba de combatir el frío nocturno de noviembre. Contrastaba, y mucho, con el atuendo del psicólogo: cazadora de excombatiente de Vietnam sobre camiseta de mismo verde caqui y vaqueros desgastados. Caminaban al ritmo que marcaba la cadera del psicólogo en dirección a la plaza del Coca
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.
—Esta es la iglesia de San Benito —le ilustró Sancho señalando con un movimiento de cuello para no sacar las manos del plumas.
—Bonita chabola para el Benito ese —contestó Carapocha sin quitar la vista del suelo—. La Santa Madre Iglesia y yo no nos llevamos muy bien que digamos.
—Nadie lo diría con esa pinta de monaguillo fracasado que gastas.
—Ya veo que tus ancestros irlandeses te tatuaron bien el crucifijo en el culo.
—No, en el culo tengo la hoz y el martillo para acordarme bien de dónde empiezan y dónde terminan los regímenes comunistas.
—Ramiro, vas a tener que ser más ácido si quieres ofender a este camarada marxista leninista.
—Mira, igual que yo. Marxista por Groucho Marx y leninista por Lenny Kravitz.
—Esa me ha gustado. ¡Sí señor! Veo que debajo de esa fachada de provinciano pusilánime se esconde un tipo brillante. Al final creo que te voy a poder enseñar algo.
—Mientras no me enseñes dónde tienes tatuada la cara de Lenin, me conformo.
—Justo al lado de la de Trotski, separados por los Urales. ¿Quieres que te lo muestre?
—Otro día. Ahora que lo mencionas, ¿no fue un español quien se cepilló a Trotski?
—Efectivamente. Se llamaba Ramón Mercader, y está enterrado en el cementerio de Kúntsevo, reservado a los héroes de la Unión Soviética. Fue condecorado con la Orden de Lenin y con la Medalla de Oro, que era la más alta distinción que se concedía en aquellos tiempos. En El Centro, tuve la suerte de tener como profesor al doctor Gregori Rabinovitch, el cual asumió la dirección del atentado contra el viejo mientras era el máximo responsable de la delegación de la Cruz Roja soviética en Estados Unidos. Actuó bajo el nombre de Roberts, y nos relató con pelos y señales la forma en que se organizó todo. Allí estudiamos la hazaña de Ramón Mercader con gran admiración desde el punto de vista operativo, no por la víctima. Sin embargo, aquí, en España, enterráis a vuestros ciudadanos ilustres en el mayor de los ostracismos, como hacéis siempre.
—No deja de ser un asesino. No creo que se le pueda equiparar con Cervantes, Felipe II, Picasso o Rafa Nadal.
—No. Con Nadal, no. Mira, Ramiro, Ramón era un soldado que luchó en una guerra, la Guerra Fría, y le tocó quitar la vida a uno de los hombres más brillantes que ha dado la Unión Soviética, padre de la Revolución de Octubre, creador del Ejército Rojo y sucesor natural de Lenin. León Trotski dominaba nueve idiomas y fue un gran orador y escritor, excelente estratega militar, amante del arte y la cultura. En definitiva, una enorme amenaza para Stalin que debía ser borrada del mapa. Como veo que no sabes de lo que te hablo, me vas a dejar que te ilustre un poco. ¿A qué hora dices que has quedado con Martina?
Sancho miró su reloj: las 23:50.
—En cuarenta minutos.
—Tiempo de sobra. Para entender la historia de Ramón Mercader, hay que empezar hablando de su madre, Caridad del Río, que tomó el apellido Mercader al casarse con un indiano que sería el padre de Ramón. Por cierto, su hermano Luis fue otro de los niños de Rusia, como mi padre. La buena señora, cansada de la vida burguesa de Barcelona, se trasladó a París, donde destacó en el seno de los círculos comunistas más subversivos, llamando la atención del NKVD, antigua Cheka y futuro KGB. Así, fue su propia madre la que reclutó a Ramón para ingresar en los servicios secretos soviéticos y la que le inculcó el odio al capitalismo y la sumisión total al estalinismo.
—Madre no hay más que una.
—O ninguna, pero como esta mujer, muy pocas; te lo aseguro. Luchó activamente en la Guerra Civil, en la Columna Durruti, y resultó herida por un mortero que tenía que haberla dejado seca con más de diecisiete impactos, pero no. Salió de aquella con energías renovadas.