Memnoch, el diablo (32 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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«Nosotros, los ángeles, sabíamos perfectamente que teníamos cabeza. Los procesos intelectuales de los organismos en permanente evolución se centraban en la cabeza. Por tanto, era evidente que nuestra inteligencia angelical sabía cómo estábamos organizados. La clave radicaba en los ojos. Poseíamos ojos, los cuales formaban parte de nuestro cerebro; la vista guiaba nuestros movimiento, nuestras respuestas y la búsqueda del saber, más que ningún otro sentido.

»En el cielo se produjo un tumulto.

»—¿Qué es lo que está pasando, Señor? —pregunté—. Esas criaturas están desarrollando unas formas... dotadas de patas, cabeza... —De nuevo se elevaron los himnos, pero estaba vez un elemento de confusión se unía a la exaltación, de temor a que Dios pudiera crear a partir de la materia unas extrañas criaturas dotadas de cabeza.

»Luego, antes de que los reptiles brotaran del mar y se pasearan por terreno firme, se produjo la sexta revelación, la cual me dejó aterrado. Aquellas criaturas dotadas de patas y cabeza, que presentaban todo tipo de extrañas formas y estructuras, tenían rostro. Un rostro como el nuestro. El antropoide más simple poseía dos ojos, una nariz y una boca. ¡Un rostro como el mío! Primero había aparecido la cabeza y ahora el rostro, la expresión de una mente inteligente.

»Yo estaba desconcertado.

»—¿Es esto obra de tu voluntad? —pregunté a Dios—. ¿Dónde va a terminar esto? ¿Qué clase de criaturas son? La chispa de la vida que las anima se vuelve cada vez más potente, más resistente, y tarda más en extinguirse. ¡Presta atención!

»Algunos de mis compañeros se escandalizaron al oírme increpar a Dios de esa forma. Me dijeron:

»—Ten cuidado, Memnoch, estás yendo demasiado lejos. Es evidente que existe un gran parecido entre nosotros, los excelsos hijos de Dios, los miembros del
bene ha elohim
, yesas criaturas. La cabeza, el rostro, sí, todo parece indicarlo... Pero ¿cómo te atreves a criticar el plan de Dios?

»Sin embargo, yo no me resignaba. Estaba receloso, al igual que los ángeles que coincidían conmigo. Nos sentíamos perplejos. Regresamos a la Tierra y nos paseamos por ella, tratando de comprender aquellos fenómenos. Aprendí a calcular mi tamaño comparándolo con el de los seres que me rodeaban. Solía tumbarme entre los lechos de las plantas para oír como crecían, pensando en ellas, dejando que sus colores deleitaran mis ojos. No obstante, seguía obsesionado por el temor de que se produjera un desastre. Luego ocurrió algo extraordinario. Dios vino a hablar conmigo.

»Dios no abandona el cielo para hablar con sus ángeles. Simplemente se extiende, por decirlo así. Su luz se extendió hasta alcanzarme, me envolvió por completo y me habló.

»Lógicamente, eso me tranquilizó. Hacía tiempo que no gozaba de la presencia de Dios, y el hecho de que Él acudiera a mí para envolverme con su amor me produjo un gran consuelo. Todas mis dudas y recelos desaparecieron al instante. Dejé de sufrir. Me olvidé del proceso de muerte y descomposición que padecían todos los seres vivos.

«Cuando Dios me habló, sentí que me fundía con Él; en aquellos momentos no tenía conciencia de mi forma. Antiguamente habíamos estado muy unidos, sobre todo cuando Él me había creado. Sentí una profunda calma y un inmenso bienestar.

»—Tú ves más allá que otros ángeles —dijo Dios—. Piensas en el futuro, un concepto que ellos apenas conocen. Son como espejos que reflejan la magnificencia de cada paso, mientras que tú recelas de mi plan. Desconfías de mí.

»Sus palabras me llenaron de tristeza. "Desconfías de mí." Esa frase me desconcertó, pues yo no había interpretado mis temores como una falta de confianza en Él. El caso es que Dios me ordenó que regresara al cielo para que observara los acontecimientos que se producían con una cierta perspectiva, en lugar de descender a los valles y estepas de la Tierra.

Yo no aparté los ojos de Memnoch mientras me explicaba esas cosas. Estábamos todavía junto al arroyo. Pese a hablarme del consuelo que sintió al hablar con Dios, parecía inquieto, impaciente por continuar su relato.

—Regresé al cielo, pero, tal como te he dicho, el carácter del cielo había cambiado. Todo se centraba ahora en la Tierra. La Tierra constituía el «discurso celestial». Me presenté ante Dios, me arrodillé delante de Él, le conté mis dudas y temores, y sobre todo le expresé mi gratitud por haberme tranquilizado. Cuando terminé, le pregunté si me autorizaba a regresar de nuevo al mundo.

»Dios contestó con una de sus sublimes y ambiguas respuestas, que venía a decir: "No te prohíbo que vayas. Eres un observador y tu deber es observar." De modo que descendí de nuevo a la Tierra...

—Espera —le interrumpí—. Quiero hacerte una pregunta.

—De acuerdo —contestó Memnoch pacientemente—. Pero prosigamos nuestro camino.

Atravesamos el arroyo saltando de piedra en piedra y al cabo de unos minutos ya habíamos dejado atrás el sonido de la cascada y nos hallábamos en un bosque aún más denso que el anterior, poblado de animales que no alcanzaba a ver pero cuya presencia intuía.

—Mi pregunta es la siguiente —dije—: ¿Te parecía el cielo aburrido comparado con la Tierra?

—No, pero la Tierra centraba toda nuestra atención. No podíamos estar en el cielo y olvidarnos de la Tierra, porque todos la observábamos y cantábamos sus alabanzas. Eso es todo. No, el cielo seguía siendo un lugar tan fascinante y maravilloso como siempre; de hecho, la nota sombría que constituía la muerte y descomposición de los organismos vivos añadió una infinita variedad de elementos sobre los que reflexionar y cantar.

—Comprendo. Supongo que podría decirse que esas revelaciones ampliaron e intensificaron el cielo.

—¡Sin duda! Y no olvides la música, no creas que se trataba de un lugar común inventado por la religión. La música alcanzaba continuamente unas cotas inimaginables en su celebración de los prodigios a los que asistíamos. Pasaron milenios antes de que los instrumentos musicales alcanzaran un nivel siquiera comparable a la música que creaban los ángeles con sus voces, el batir de sus alas y el murmullo de los vientos que se alzaban de la Tierra.

Yo asentí.

—¿Qué pasa? —preguntó Memnoch—. ¿Querías decir algo?

—No sé cómo explicarlo. Sólo sé que nuestra concepción del cielo está destinada a fallar una y otra vez porque no nos enseñan que el cielo tiene puesta su atención en la Tierra. Siempre he oído decir lo contrario, que es la denigración de la materia, que constituye una cárcel para el alma.

—Bien, has visto el cielo con tus propios ojos —respondió Memnoch—. Pero, permíteme proseguir:

»La séptima revelación consistía en que los animales surgieron del mar. Penetraban en los bosques que cubrían la Tierra y aprendieron a habitar en ellos. Nacieron los reptiles, los cuales se convirtieron en grandes lagartos, unos monstruos de tal tamaño que ni siquiera la fuerza de los ángeles habría podido detenerlos. Esos seres poseían una cabeza y un rostro, y no sólo nadaban con unas patas semejantes a nuestras piernas, sino que caminaban sobre ellas; algunos caminaban sobre dos patas en lugar de cuatro, sosteniendo contra su pecho dos diminutas patas similares a nuestros brazos.

»Yo observé este acontecimiento como quien observa la propagación de un incendio. El pequeño fuego que había brotado tiempo atrás, proporcionándonos calor, se había convertido en una conflagración.

«Aparecieron insectos de toda clase. Algunos volaban de una forma distinta y monstruosa comparada con la nuestra. El mundo estaba plagado de unas nuevas especies de seres vivos, móviles y hambrientos que se devoraban entre sí, como siempre había sucedido en el caso de los organismos vivos, pero ahora las matanzas eran más espectaculares y se producían aparatosas escaramuzas entre los lagartos, que se despedazaban unos a otros, y las grandes aves reptiles se deslizaban sigilosamente para apoderarse de animales más pequeños y llevárselos a sus nidos.

»La forma de reproducción empezó a cambiar. Algunas criaturas nacían de unos huevos que ponían las hembras.

«Durante millones de años estudié esos fenómenos. De vez en cuando los comentaba con Dios en el cielo, y cantaba sus alabanzas cuando me sentía abrumado por su belleza. Mis preguntas, como de costumbre, seguían incomodando a todo el mundo. Se produjeron grandes discusiones. ¿Acaso no debíamos cuestionar nada de lo que veíamos? ¡Fijaos, la chispa de la vida estalla violentamente y derrama su calor cuando el gigantesco lagarto muere! Pero cuando mi agitación alcanzaba un nivel insostenible, Dios me atraía con suavidad hacia sí para envolverme con su amor.

»—Observa el plan de forma más detenida. Sólo te fijas en una parte —me decía Dios. Me hizo ver que nada se desperdiciaba en el universo, que los restos putrefactos de un organismo se convertían en alimento para otros, que el intercambio consistía en matar y devorar, digerir y excretar.

»—Cuando estoy contigo —dije a Dios—, veo la belleza de lo que has creado. Pero cuando bajo a la Tierra, cuando me tumbo en la hierba y observo lo que me rodea, lo percibo de manera distinta.

»—Eres mi ángel y mi observador. Debes superar esa contradicción —contestó Dios.

«Regresé a la Tierra, y entonces se produjo la octava revelación de la evolución: la aparición de aves de sangre caliente dotadas de alas con plumas.

Yo sonreí. Por una parte me divertía la expresión de su rostro, paciente, resignada, y por otra la vehemencia con que había descrito a esos nuevos seres con alas.

—¡Unas alas como las nuestras! —exclamó Memnoch—. Primero descubrimos nuestros rostros en las cabezas de los insectos, lagartos y otros monstruos. Y ahora de pronto aparecían unas criaturas de sangre caliente mucho más frágiles, de vida más precaria y dotadas de alas, que volaban como nosotros. Se alzaban, extendían sus alas y se echaban a volar.

»Por una vez, no fui el único que protesté enérgicamente. Miles de ángeles se quedaron estupefactos al comprobar que aquellas pequeñas criaturas nacidas de la materia poseían alas, igual que nosotros. También estaban cubiertas de suaves plumas, que les permitían deslizarse por el aire... Todo ello tuvo su corolario en el mundo material.

»El cielo se llenó de cánticos, exclamaciones y gritos de protesta. Los ángeles echaban a volar detrás de las aves, imitándolas y siguiéndolas hasta sus nidos para ver cómo salían las crías de los huevos y se desarrollaban hasta alcanzar la madurez.

»Como te he explicado, habíamos visto a otras criaturas nacer, crecer y alcanzar la madurez, pero no a unos seres tan parecidos a nosotros.

—¿Dios no decía nada?

—No. Pero nos convocó a todos los ángeles y nos recriminó el no haber logrado superar nuestros temores y orgullo. El orgullo, según dijo, era lo que nos hacía sufrir; nos sulfuraba el hecho de que unos seres tan pequeños, con unas cabezas y unos rostros minúsculos, poseyeran alas como nosotros. Por último nos hizo una severa advertencia: «Este proceso continuará y veréis cosas que os asombrarán. Sois mis ángeles, me pertenecéis, y debéis confiar en mí.»

»La novena revelación de la evolución fue muy dolorosa para todos los ángeles. A algunos les infundió horror, a otros pavor. Esa novena revelación hizo aflorar todas las emociones que se agitaban en nuestro corazón. Me refiero a la aparición de los mamíferos en la Tierra, unos seres cuyos angustiosos gritos de dolor se elevaban al cielo, produciendo un sonido de sufrimiento y muerte como jamás habíamos oído. El horror que nos inspiraba la muerte y descomposición de los seres vivos se multiplicó.

»La música que brotaba de la Tierra se transformó. Lo único que podíamos hacer era cantar para expresar nuestro temor y sufrimiento. Los cánticos se hicieron más complejos y adquirieron unos tonos aún más sombríos. La faz de Dios, la luz de Dios, permanecía inmutable.

»Al fin se produjo la décima revelación de la evolución: la aparición de unos monos que caminaban en posición erecta. ¡Era como si imitaran a Dios! Unos seres peludos, grotescos, dotados de dos piernas y dos brazos, a cuya imagen y semejanza habíamos sido creados nosotros. Al menos, éstos no poseían alas. De hecho, las criaturas aladas no guardaban la menor semejanza con esos monstruos que se paseaban por la Tierra, garrote en mano, brutales, salvajes, despedazando a sus enemigos con los dientes, golpeando, mordiendo y aniquilando a todo aquel que se les resistiera. ¡La imagen de Dios y sus excelsos hijos, sus ángeles, en una versión peluda y pertrechada con todo tipo de siniestros instrumentos!

»Estupefactos, examinamos las manos de aquellos seres. ¿Tenían pulgares? Casi. Atónitos, los espiamos cuando se reunían. ¿Eran capaces de hablar, de expresar sus pensamientos de forma audible y elocuente? ¡Casi! ¿Qué era lo que se había propuesto Dios? ¿Qué le había llevado a hacer eso? ¿No se indignaría al contemplar el resultado de su obra?

»Pero la luz de Dios fluía eterna e incesante, como si los gritos de los simios moribundos no pudieran alcanzarlo, como si ningún testigo presenciara la muerte del mono despedazado por unos agresores más grandes y fuertes que él, ni observara el estallido de la chispa antes de que ésta se extinguiera definitivamente.

»No, esto es impensable, me dije. Me presenté de nuevo ante Dios y Él me dijo lisa y llanamente, sin tratar de consolarme:

»—Memnoch, yo mismo he creado a ese ser y no me siento ridiculizado por él. ¿A qué viene tanta indignación? Tranquilízate, asómbrate y goza de estos prodigios, y no vuelvas a molestarme. Los himnos que suenan por doquier me informan sobre cada detalle de mi Creación. ¡Y tú, Memnoch, te atreves a interrogarme y acusarme! ¡Basta, no estoy dispuesto a consentirlo!

»Me sentí humillado. La palabra "acusarme" me asustó y me hizo reflexionar. ¿Sabías que el nombre de Satanás significa en hebreo "el acusador"?

—Sí —contesté.

—Permite que prosiga. El concepto de acusación me resultaba totalmente nuevo, pero lo comprendí; había reprochado a Dios el haberse equivocado, insistiendo en que el proceso evolutivo que experimentaba el mundo no podía ser lo que Él se había propuesto en un principio.

»Dios me indicó sin rodeos que dejara de protestar y de importunarlo, que examinara más detenidamente su plan. Luego me permitió contemplar durante unos instantes desde su perspectiva, que lógicamente abarcaba mucho más que la mía, la inmensidad y diversidad de los prodigios que presenciaba.

»Como digo, me sentí humillado.

»—¿Puedo permanecer junto a ti, Señor? —pregunté.

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