Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—En efecto.
Memnoch suspiró y extendió los brazos. Luego aspiró una profunda bocanada de aire, como si se dispusiera a lanzar un rugido. Levantó la vista y miró el cielo a través de los gigantescos árboles.
Yo permanecí inmóvil.
El frondoso bosque pareció hacerse eco del suspiro de Memnoch. Advertí que estaba temblando, a punto de lanzar un grito que estallaría con la fuerza de un terrible heraldo. Pero al cabo de unos instantes agachó la cabeza y se limitó a guardar silencio.
El bosque había cambiado de nuevo. Era un bosque de nuestra época. Reconocí los robles, los árboles de oscuros troncos, las flores silvestres, el musgo, los pájaros y los pequeños roedores que correteaban a través de las sombras.
Aguardé.
—La atmósfera estaba invadida por esos espíritus —dijo Memnoch—. Tras haberlos visto, tras haber detectado su tenue silueta y sus persistentes voces, jamás podríamos dejar de verlos. Pululaban alrededor de la Tierra entre gemidos y sollozos de rabia. Eran los espíritus de los muertos, Lestat. Los espíritus de los muertos humanos.
—¿Unas almas, Memnoch?
—Sí.
—¿Unas almas creadas a partir de la materia?
—Sí, creadas a imagen y semejanza de Dios. Unas almas, unas esencias, unas individualidades invisibles. ¡Unas almas!
Yo aguardé de nuevo en silencio.
—Ven conmigo —dijo Memnoch al cabo de unos momentos. Se enjugó el rostro con el dorso de la mano.
Cuando alargué la mía noté por primera vez el tacto de una de sus alas al roce con mi cuerpo. Sentí que me recorría un escalofrío, pero no estaba atemorizado.
—Habían brotado unas almas de esos seres humanos —dijo Memnoch—. Estaban intactas y vivas, suspendidas sobre los cuerpos materiales de los humanos de cuya tribu provenían.
»No podían vernos; no alcanzaban a ver el cielo. Sólo veían a quienes los habían sepultado, a quienes los habían amado en vida, su progenie, los cuales arrojaban un puñado de tierra ocre sobre sus cadáveres antes de enterrarlos, de cara al Este, en unas sepulturas que contenían los ornamentos que les habían pertenecido.
—Y los humanos que creían en ellos —dije—, los que adoraban a sus antepasados, ¿notaban su presencia? ¿La intuían? ¿Sospechaban que sus antepasados se hallaban todavía presentes en forma de espíritu?
—Sí —respondió Memnoch.
Yo callé durante unos minutos, inmerso en mis pensamientos.
Tenía la sensación de que mi conciencia estaba inundada del olor de la madera y sus oscuras tonalidades, la infinita variedad de marrones, dorados y rojos que nos rodeaban. Elevé la vista al cielo y miré la luz, gris, sombría, fragmentada, pero grandiosa.
No hacía sino pensar en el torbellino que nos había envuelto durante nuestro viaje hacia al cielo y en la multitud de almas que nos rodeaban, como si el aire que se extendía desde la Tierra hasta el cielo estuviera plagado de éstas. Unas almas condenadas a vagar eternamente. ¿Adonde puede dirigirse uno entre aquellas tinieblas? ¿Qué puede buscar? ¿Qué puede saber?
De pronto me pareció que Memnoch reía. Era una risa tenue, melancólica, íntima, llena de dolor. O quizás estaba cantando en voz baja, como si la melodía constituyera una prolongación natural de sus pensamientos. Era un sonido que provenía de sus pensamientos, como el perfume brota de las flores; el canto, el sonido de los ángeles.
—Memnoch —dije, consciente de que él sufría pero yo no podría resistirlo por mucho más tiempo—. ¿Lo sabía Dios? —pregunté—. ¿Sabía Él que los hombres y las mujeres poseían una esencia espiritual? ¿Lo sabía, sabía que poseían un alma?
Memnoch no respondió.
Oí de nuevo un murmullo, su canción. Memnoch alzó también la mirada al cielo, cantando con más energía; era un cántico sombrío y monótono, distinto a la música más contenida y pautada que conocemos nosotros, pero aun así pleno de elocuencia y dolor.
Memnoch observó las nubes que se deslizaban por el firmamento, densas y blancas.
¿Era comparable la belleza de aquel bosque a lo que yo había visto en el cielo? Resultaba imposible responder. Sin embargo, lo que sí sabía era que la belleza del cielo no mermaba la hermosura de aquel paraje. El jardín salvaje, ese posible Edén, ese antiguo lugar, era prodigioso en sí mismo y en sus espléndidas limitaciones. De pronto comprendí que no podía seguir contemplándolo, ver las pequeñas hojas desprendiéndose de los árboles, enamorarme de él, sin conocer la respuesta a mi pregunta. Nada me había parecido jamás tan esencial como eso.
—¿Sabía Dios lo de las almas, Memnoch? —pregunté—. ¿Lo sabía?
Memnoch se volvió hacia mí.
—¡Cómo podía no saberlo, Lestat! —respondió—. ¿Quién crees que fue al cielo a informarle? Él se mostró muy sorprendido, como si le hubiera pillado por sorpresa. Su luz parecía intensificarse y disminuir por momentos, hacerse más brillante y oscurecerse, como si aquélla fuera la noticia más portentosa que hubiera oído jamás.
Memnoch suspiró de nuevo. Parecía a punto de estallar de ira, pero luego se calmó y se quedó pensativo.
Seguimos caminando. El bosque cambió una vez más, los descomunales árboles dejaron lugar a otros más airosos, cuyas ramas se extendían con gracia. La alta hierba se inclinaba bajo la brisa.
La brisa, impregnada del olor del agua, agitaba suavemente el cabello rubio y espeso de Memnoch, levantándolo sobre su frente. Sentí que me refrescaba el rostro y las manos, pero no mi corazón.
Nos detuvimos para contemplar un valle profundo y agreste. Contemplé las lejanas montañas, las verdes laderas, un pequeño bosque, unos claros donde se oreaba el trigo u otro tipo de grano salvaje. El bosque trepaba por las laderas hacia la cima de las montañas, hundiendo sus raíces en la roca. A medida que nos aproximábamos al valle, conseguí ver a través de las ramas de los árboles las relucientes aguas de un río o un mar.
Dejamos atrás el frondoso bosque. Nos hallábamos en un paraje maravilloso y fértil. El suelo estaba tapizado de flores amarillas y azules, cuyos vividos colores relucían bajo el sol. Había numerosos olivos y árboles frutales de ramas bajas y retorcidas, propias de los árboles que han dado fruto durante muchas generaciones. El sol derramaba sus rayos sobre el paisaje.
Me volví bruscamente. A nuestras espaldas, el paisaje no había cambiado. Allí estaban las escarpadas colinas que daban paso a gigantescas montañas, con kilómetros y kilómetros de laderas practicables, tachonadas de árboles frutales y misteriosas cuevas.
Memnoch no dijo nada.
Contemplaba con tristeza el curso del río, el lejano horizonte donde las montañas parecían cerrar el paso a las aguas, para después verse forzadas a dejar que éstas siguieran su inexorable destino.
—¿Dónde estamos? —pregunté con suavidad.
Memnoch tardó unos momentos en responder. Luego dijo:
—Las revelaciones de la evolución, de momento, han concluido. Te he contado lo que vi, un mero esbozo de lo que sabrás cuando mueras.
»Aún falta el núcleo central de mi historia, que deseo relatarte aquí, en este hermoso paraje, aunque los ríos hace tiempo que desaparecieron de la Tierra, al igual que los hombres y las mujeres que lo poblaban en esa época. Para responder a tu pregunta acerca de dónde nos encontramos, te diré que aquí es donde caí cuando Él me expulsó del cielo.
—Dios dijo: «¡Aguarda!», de modo que me detuve a las puertas del cielo, junto con mis compañeros, los ángeles que solían apoyarme. Miguel, Gabriel y Uriel, aunque no coincidían conmigo, también se hallaban presentes.
»—Memnoch, mi acusador —dijo Dios, pronunciando las palabras con su característica suavidad y rodeadas de un gran resplandor—. Antes de que entres en el cielo e inicies tu diatriba, regresa a la Tierra y estudia detenidamente y con respeto todo lo que has visto, de forma que cuando regreses hayas tenido oportunidad de comprender todo lo que he creado. La humanidad forma parte de la naturaleza, y está sometida a esas leyes de la naturaleza que has observado cómo se iban desplegando. Nadie puede comprender esto mejor que tú, salvo Yo, naturalmente. Ve de nuevo a la Tierra y compruébalo por ti mismo. Entonces, y sólo entonces, convocaré en reunión a los ángeles, de todas las jerarquías y categorías y escucharé lo que tengan que decir. Lleva contigo a aquellos que buscan las mismas respuestas que tú y deja aquí a los que nunca les ha preocupado ni interesado otra cosa que vivir bajo mi Luz.
Memnoch se detuvo.
Caminamos despacio por la orilla del estrecho mar hasta que alcanzamos un lugar donde nos sentamos sobre unas piedras para descansar. No me sentía físicamente fatigado, pero el cambio de postura agudizó mis sentidos, mis temores y mi impaciencia por escuchar su relato. Memnoch se sentó a mi derecha, se volvió hacia mí y sus alas volvieron a desvanecerse. Antes, sin embargo, su ala izquierda se alzó durante unos segundos sobre mi cabeza, lo cual me sobresaltó. Pero desaparecieron de inmediato. Su enorme tamaño, impedía que al sentarse pudiera plegarlas a sus espaldas, de modo que las hacía desaparecer.
—Tras las palabras pronunciadas por Dios —prosiguió Memnoch—, se produjo un gran revuelo a la hora de establecer quiénes serían los ángeles que descenderían conmigo a la Tierra para examinar la Creación y quiénes permanecerían en el cielo. Como te he dicho, los ángeles habían visitado toda la Tierra, seducidos por los valles, las ensenadas e incluso los desiertos que habían comenzado a aparecer. Pero éste era un mensaje especial de Dios dirigido a mí que venía a decir «ve a aprender todo cuanto puedas sobre la humanidad», y mis compañeros comenzaron a discutir sobre quiénes se sentían tan interesados como yo en los misterios de la raza humana.
—Aguarda un momento —le interrumpí—. Disculpa, ¿cuántos ángeles había? Según he creído entender, Dios habló de «los ángeles de todas las jerarquías y categorías».
—Supongo que conocerás una parte de la verdad que encierra el folclore —contestó Memnoch—. Dios nos creó primero a nosotros, los arcángeles Memnoch, Miguel, Gabriel, Uriel y muchos otros cuyos nombres nunca se han dado a conocer, de forma intencionada o por descuido, así que prefiero no citarlos. ¿El número total de arcángeles? Cincuenta. Nosotros fuimos los primeros, como he dicho, aunque el orden en que fuimos creados se ha convertido en un exaltado tema de debate en el cielo, que no me interesa en absoluto. Por lo demás, estoy convencido de que yo fui el primero. Pero eso no tiene importancia.
«Nosotros somos quienes nos comunicamos de forma más directa con Dios, y también con la Tierra. Por este motivo nos llaman ángeles custodios, además de arcángeles, y a veces en la literatura religiosa nos otorgan una jerarquía inferior a otros. Pero no somos inferiores. Somos los que poseemos una personalidad más acusada y una mayor capacidad de mediación, entre Dios y el hombre.
—Comprendo. ¿Y Raziel, Metatrón y Remiel?
Memnoch sonrió.
—Sabía que esos nombres te resultarían familiares —contestó—. Todos ocupan su lugar entre los arcángeles, pero no puedo explicártelo con detalle. Ya lo averiguarás cuando mueras. Es demasiado complicado para que una mente humana, incluso una mente vampírica como la tuya, lo comprenda.
—Está bien —dije—. Pero lo que dices es que los nombres se refieren a unas entidades reales. Sariel es una entidad.
—Sí.
—¿Y Zagzagel?
—También. Pero permíteme que prosiga. Deja que continúe mi relato. Como he dicho, nosotros somos los mensajeros de Dios, los ángeles más poderosos. Como habrás podido comprobar, me había convertido en el acusador de Dios.
—El nombre de Satanás significa «acusador» —dije—, y todos esos espantosos nombres que te disgustan guardan relación con esa idea. Acusador.
—Exacto —contestó Memnoch—. Los escritores primitivos de temas religiosos, que sólo conocían una parte de la verdad, creían que yo acusé al hombre, no a Dios; existen motivos para ello, como enseguida comprenderás. Puede decirse que me he convertido en el gran acusador de todo el mundo. —Memnoch parecía ligeramente irritado, pero al cabo de unos instantes reanudó su relato con calma y midiendo perfectamente sus palabras—. Me llamo Memnoch —me recordó—, y no existe un ángel más poderoso ni astuto que yo.
—Comprendo —dije educadamente. Por otra parte, no ponía en duda esa afirmación. ¿Por qué iba a hacerlo?—. ¿Y los nueve coros?
—Los nueve coros son los que conforman el
bene ha elohim
—respondió Memnoch—. Han sido muy bien descritos por los eruditos hebreos y cristianos gracias a los tiempos de las revelaciones y quizás a los desastres, aunque sería difícil determinar la naturaleza de cada acontecimiento. La primera tríade se compone de tres coros, los serafines, querubines, tronos u
ofannim,
como prefiero llamarlos. Los ángeles de la primera tríade están vinculados a la gloria de Dios. Son sus siervos, gozan de la luz capaz de cegar o deslumbrar a otros y casi nunca se alejan de esa luz.
»En ocasiones, cuando estoy enfadado y suelto mi discurso en el cielo los acuso, y disculpa la expresión, de estar pegados a Dios como por un imán y de no ser libres ni tener la personalidad que tenemos nosotros. Pero ellos tienen otras ventajas, incluso los
ofannim,
que son los menos inteligentes y elocuentes. De hecho, son capaces de permanecer durante siglos sin decir una palabra. Cualquier ángel de la primera tríade puede ser enviado por Dios a cumplir una misión en la Tierra. Algunos serafines se han aparecido de forma espectacular a hombres y mujeres. Debo reconocer que adoran a Dios, hasta el punto de experimentar sin reservas el éxtasis de su presencia. Dios les llena por completo, de modo que no cuestionan nada de lo que Él hace y son más dóciles, o más conscientes de Dios, según el punto de vista de cada cual.
»La segunda tríade está formada por tres coros a los que los hombres han impuesto los nombres de dominaciones, virtudes y poderes. Pero, a decir verdad, existe poca diferencia entre esos ángeles y los de la primera tríade. La segunda tríade se halla un poco más alejada de la luz de Dios, es decir, tan cerca de Él como se lo permiten sus dotes, y demuestra una menor inteligencia en materia de lógica o preguntas. ¿Quién sabe? En todo caso, la segunda tríade es más dócil que la primera; pero se producen más idas y venidas a la Tierra entre la segunda tríade que entre los devotos, magnetizados y arrogantes serafines. Como supondrás, todo ello conduce con frecuencia a ásperas disputas en el cielo.