Memnoch, el diablo (33 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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»—Naturalmente —respondió Dios.

»Nos reconciliamos y me quedé adormecido bajo su divina luz, aunque de vez en cuando me despertaba alarmado, como un animal temeroso de que su enemigo estuviera al acecho. ¿Pero qué está pasando allí abajo?, me preguntaba a mí mismo.

»"¡He aquí mi Creación!" ¿Son ésas las palabras que debía utilizar? o acaso debería expresarme en el mismo tono que el Libro del Génesis y decir "¡Mirad!", con toda su fiereza. A todo esto, los seres peludos llevaban a cabo un extraño ritual. Se comportaban de una forma muy curiosa y compleja. Permíteme que vaya directamente al grano y me salte los detalles: los seres peludos enterraban a sus muertos.

Miré a Memnoch con perplejidad. Se hallaba tan conmovido por su relato que su rostro mostraba por primera vez una expresión de auténtica tristeza, aunque conservaba su belleza. Nada podía mermarla, ni siquiera el dolor.

—¿Se trataba de la undécima revelación de la evolución? —pregunté—. ¿El hecho de que enterraran a sus muertos?

Memnoch me observó durante unos minutos. Noté su frustración, su incapacidad de describir todo lo que deseaba explicarme.

—¿Qué significaba? —insistí, impaciente por conocer la respuesta—. ¿Por qué enterraban a sus muertos?

—Por muchos motivos —murmuró Memnoch, sacudiendo el dedo enérgicamente—: ese ritual de enterrar a sus muertos iba acompañado de una solidaridad que rara vez habíamos observado en otras especies. Los más fuertes cuidaban de los más débiles, todo el grupo ayudaba y alimentaba a los enfermos e indefensos, y por último enterraban a sus muertos con flores. ¡Imagínate, Lestat! Depositaban flores sobre la fosa. La undécima revelación de la evolución significó que el hombre moderno había comenzado a existir. Caminaba por la Tierra con un aspecto salvaje, las espaldas encorvadas, movimientos torpes, cubierto de pelo como los monos pero con un rostro muy parecido al nuestro. El hombre moderno conocía el significado del afecto como sólo los ángeles lo habían conocido hasta entonces, los ángeles y Dios, que los había creado y prodigaba ese afecto a sus semejantes; el hombre moderno amaba las flores, como nosotros, y lloraba y demostraba su dolor —con flores— cuando enterraba a sus muertos.

Guardé silencio durante largo rato y pensé, sobre todo, en lo que me había explicado Memnoch, cuando afirmó que Dios y los ángeles representaban el ideal hacia el que la forma humana evolucionaba ante sus mismos ojos. No lo había considerado desde esa perspectiva. De nuevo vi la imagen de Él, junto a la balaustrada, volviéndose hacia mí y diciéndome con absoluta convicción: «¡Jamás te convertirás en mi adversario, ¿no es cierto Lestat?»

Memnoch me observó y yo aparté la vista. Sentía una profunda lealtad hacia él, debido a la historia que relataba y a las emociones que ésta suscitaban en él, y las palabras de Dios me confundían.

—Es lógico que te sientas confuso —dijo Memnoch—. La pregunta que debes hacerte es la siguiente: «Conociéndote como sin duda te conoce, Lestat, ¿cómo es que Dios no te considera su adversario?» ¿No adivinas la respuesta?

Me quedé atónito, incapaz de articular palabra.

Memnoch esperó a que me recuperase, para proseguir su relato; temí que no lo reanudara nunca. Me sentía poderosamente atraído hacia él, cautivado por su historia, y al mismo tiempo ansioso de huir de algo que me abrumaba, algo que amenazaba mi cordura.

—Cuando estaba junto a Dios —continuó Memnoch— veía lo que Él veía: seres humanos que se reunían con sus familias para asistir a un nacimiento o cubrir las sepulturas de sus muertos con piedras ceremoniales. Veía lo que veía Dios, la eternidad, en todas las direcciones, y era como si la complejidad de cada aspecto de la Creación, cada molécula de humedad y cada vibración que emitían las aves o los seres humanos, no fuera sino el resultado de la grandeza de Dios. En aquellos momentos brotaban de mi corazón unas canciones como jamás había cantado.

»Dios me repetía una y otra vez:

»—Memnoch, permanece junto a mí en el cielo. Observa la Tierra desde aquí.

»—¿Es preciso? —contestaba yo—. Deseo observar a los humanos de cerca, velar por ellos. Deseo sentir con mis manos invisibles la suavidad de su piel.

»—Tú eres mi ángel, Memnoch. Ve y obsérvalos, pero recuerda que todo cuanto veas ha sido creado y deseado por mí.

»Miré hacia bajo antes de abandonar el cielo; hablo en sentido figurado, ambos los sabemos. Pues bien, miré hacia abajo y vi el mundo lleno de ángeles que lo observaban, fascinados, desde los valles hasta el mar.

»Pero se advertía algo en la atmósfera de la Tierra que la había cambiado, un nuevo elemento, o quizás unas minúsculas partículas; no, eso sugiere algo más grande de lo que en realidad era. En cualquier caso, el cambio era evidente.

»Me dirigí a la Tierra de inmediato y los otros ángeles me confirmaron que ellos también habían notado la presencia de ese nuevo elemento en la atmósfera de la Tierra, aunque no dependía del aire como los otros organismos vivos.

»—¿Cómo es posible? —pregunté.

»—Presta atención —contestó el ángel Miguel—. Escucha y lo oirás.

»—Es algo invisible pero vivo —apostilló el ángel Rafael—. ¿Qué puede existir bajo el cielo que sea invisible y esté vivo salvo nosotros?

«Cientos de ángeles se congregaron para comentar esta novedad, para relatar su propia experiencia respecto a ese nuevo elemento, esa nueva realidad invisible que nos rodeaba, ajena a nuestra presencia pero que la sentíamos vibrar, producir un sonido inaudible.

»—¡Estarás satisfecho! —exclamó un ángel, al que prefiero no nombrar, dirigiéndose a mí—. Has conseguido enojar a Dios con tus acusaciones y recelos, y ha creado a otro ser que es invisible pero que posee nuestros poderes. Ve ahora mismo a hablar con Él, Memnoch, y averigua si se ha propuesto deshacerse de nosotros para dejar que gobierne ese nuevo ser invisible.

»—¿Pero cómo es posible? —inquirió Miguel. Miguel, de entre todos los ángeles, es el más sosegado y razonable. Lo afirma la leyenda, la angelología, el folclore. Es cierto. Jamás pierde la calma. Miguel advirtió a los ángeles que estaban alarmados que aquellas presencias invisibles no poseían nuestro poder. Eran incapaces de hacerse visibles ante nosotros, que éramos ángeles, ante los cuales nada en la Tierra podía permanecer oculto.

»—Tenemos que averiguar de qué se trata —dije yo—. Es algo terrenal, que forma parte de la Tierra. No es celestial. Se halla aquí, junto a los bosques y las colinas.

»Todos se mostraron de acuerdo. Nosotros conocíamos la composición de todo lo que contenía la Tierra. Otros seres pueden tardar años en descifrar lo que es la cinobacteria o el nitrógeno, pero nosotros lo sabíamos. Sin embargo, no comprendíamos lo que era ese nuevo elemento. Es decir, no reconocíamos su composición.

—Entiendo.

—Escuchamos con atención y extendimos los brazos. Notamos que era incorpóreo e invisible, sí, pero que poseía una permanencia, una individualidad, o mejor dicho, una multitud de individualidades. Poco a poco percibimos un sonido en nuestro ámbito de invisibilidad, a través de nuestros oídos espirituales, y nos dimos cuenta de que esas individuales estaban llorando.

Memnoch hizo otra pausa.

—¿Comprendes lo que digo? —preguntó.

—Se trataba de unos individuos espirituales —contesté.

—Cuando entonamos unos cánticos con los brazos extendidos para consolar a esas extrañas presencias mientras atravesábamos de forma hábil e invisible la materia de la Tierra con objeto de intentar descifrar el enigma, de pronto se nos apareció un portento que nos dejó atónitos. Ante nuestros ojos se hallaba la duodécima revelación de la evolución física. Nos causó un impacto brutal que hizo que nos olvidáramos de los extraños gemidos. Nos dejó confusos y desorientados. Nuestros cánticos dieron paso a unas risas y unos alaridos histéricos.

»La duodécima revelación de la evolución consistía en que la hembra de la especie humana había empezado a asumir un aspecto distinto al del macho, en un grado muy superior a cualquier otro ser antropoide. Se trataba de una hembra muy hermosa y seductora, sin pelo en el rostro, con los brazos y las piernas bien formados. Su talante trascendía las necesidades de la supervivencia; era tan bella como las flores, como las alas de las aves. De la unión entre los peludos simios había surgido una hembra de piel suave y rostro radiante. Aunque los ángeles no teníamos pechos y ella carecía de alas, ¡se parecía a nosotros!

Memnoch y yo nos miramos en silencio.

Lo comprendí al instante.

Lo supe de forma instintiva. Miré su amplio y hermoso rostro, su larga cabellera, sus suaves piernas y brazos, su expresión afable, y comprendí que tenía razón. No era necesario ser un estudioso de la evolución de las especies para comprenderlo. Al mirarlo me di cuenta de que encarnaba a la perfección la seducción de lo femenino. Era como los ángeles de mármol, como las estatuas de Miguel Ángel; su físico contenía la absoluta precisión y armonía de lo femenino.

Memnoch estaba visiblemente nervioso. Parecía a punto de estrujarse las manos de desesperación. Clavó la mirada en mí, como si quisiera traspasarme con los ojos.

—En resumidas cuentas —dijo—, asistimos a la decimotercera revelación de la evolución. Los machos copularon con las hembras más hermosas, más gráciles y esbeltas, las que tenían la piel más suave y la voz más melodiosa. De ese acto nacieron unos machos tan hermosos como las hembras. Presentaban aspectos muy diversos. Algunos tenían la piel clara y otros oscura; los había de cabello pelirrojo, rubio, negro, castaño e incluso blanco. Tenían los ojos grises, marrones, verdes o azules. Los rasgos simiescos desaparecieron, los peludos rostros y el torpe caminar, y el macho brilló con la belleza de un ángel, al igual que la hembra, su compañera.

Yo permanecí en silencio.

Memnoch se volvió de espaldas a mí, aunque no por una cuestión personal. Deduje que necesitaba concederse una pausa, renovar sus fuerzas.

Observé sus grandes alas plegadas, con los extremos casi rozando el suelo, cubiertas de plumas tornasoladas. Al cabo de unos minutos se situó de nuevo de frente. Su rostro había perdido su aire angelical y su expresión me desconcertó.

—Ahí estaban, el macho y la hembra, creados por Él y, salvo por el hecho de que uno era macho y la otra hembra, habían sido creados a la imagen y semejanza de Dios y de sus ángeles. ¡Imagínate, Lestat! ¡Dios dividido en dos! ¡Los ángeles divididos en dos!

»No sé cuánto tiempo lograron retenerme los otros ángeles, pero al final me dirigí hacia el cielo, atormentado por las dudas, las conjeturas y los recelos. Estaba furioso. Los gritos de los mamíferos que sufrían, así como los gemidos y alaridos de las guerras entre aquellas criaturas simiescas, me habían enseñado lo que era la ira. La muerte y descomposición de los organismos vivos me había enseñado lo que era el temor. Todo cuanto Dios había creado había suscitado en mí unas emociones que me confundían y angustiaban. Quería presentarme ante Él e increparle: "¿Es eso lo que deseabas? ¿Dividir tu imagen en un macho y una hembra? ¡La chispa de la vida estallará con estrépito cuando uno o la otra mueran! ¡Es grotesco! ¡Es monstruoso! ¿Qué te propones?"

»Me sentía indignado. Lo consideraba un desastre. Estaba furioso. Extendí los brazos y rogué a Dios que razonara conmigo, que me perdonara, que me salvara con su prudencia y sabiduría, pero no obtuve respuesta. Nada. Ni luz envolvente ni palabras, ni un castigo, ni una amonestación.

»Me di cuenta de que me hallaba en el cielo, rodeado de ángeles que me observaban y aguardaban.

»La única señal que me envió Dios fue una apacible luz. Desesperado, rompí en sollozos.

»—Mirad —dije a los otros ángeles—, lloro como ellos. —Por supuesto, mis lágrimas eran inmateriales. Al cabo de un rato comprendí que no era el único que estaba llorando.

»Me volví y miré a mis compañeros, a los coros de ángeles, los observadores, los querubines, los serafines. Sus rostros mostraban una expresión absorta y misteriosa.

»—¿Quién de vosotros está llorando? —pregunté.

»De súbito lo comprendí y también mis compañeros. Formamos un corro, con las alas plegadas y las cabezas agachadas, y escuchamos atentamente. De la Tierra brotaban las voces de los espíritus invisibles, las misteriosas individualidades. ¡Eran ellos los que lloraban! Su llanto alcanzó el cielo mientras la luz de Dios seguía brillando eternamente, sin que nosotros experimentáramos ningún cambio.

»—Observemos lo que sucede —dijo Rafael—, tal como nos ha ordenado Dios que hiciéramos.

»—Sí, quiero comprobar de qué se trata —contesté yo. Descendí a la atmósfera de la Tierra, seguido por el resto de ángeles; el torbellino que produjimos dispersó a esos minúsculos seres que lloraban y que no alcanzábamos a ver.

»Los gemidos humanos se confundían con el llanto de las presencias invisibles.

»Los ángeles y yo, condensados pero formando una multitud, nos acercamos a un pequeño grupo de seres humanos, de piel suave y muy hermosos, que se encontraban en un campamento.

»En medio de éstos yacía un joven agonizante, presa de violentas convulsiones, sobre un lecho de hierba y flores que habían confeccionado sus compañeros. Tenía mucha fiebre, debida a la mordedura de un insecto mortal. Todo formaba parte del ciclo, como habría dicho Dios.

»El llanto de los seres invisibles rodeaba a la víctima, mientras los lamentos de los seres humanos se hacían más intensos y alcanzaban un nivel insoportable.

»Yo me eché llorar de nuevo.

»—Silencio —indicó Miguel, con su infinita paciencia.

»Luego señaló más allá del pequeño campamento, donde yacía el joven moribundo, y vimos a los espíritus que lloraban y gemían.

»Por primera vez contemplamos con nuestros ojos a los misteriosos espíritus; se congregaban en grupos, se dispersaban e iban y venían con torpes movimientos. Presentaban una forma que recordaba vagamente la de los seres humanos. Indefensos, confundidos, perdidos, desorientados, se deslizaban por la atmósfera con los brazos extendidos hacia el joven que agonizaba postrado sobre un catafalco. Al cabo de unos instantes, éste expiró.

Silencio.

Memnoch me miró como si desease que yo pusiera fin a su relato.

—Cuando el joven expiró, la chispa de la vida no se extinguió —dije—, sino que se convirtió en un espíritu que adquirió la forma humana del difunto y se unió al resto de los espíritus que habían acudido para llevárselo.

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