Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
»La concepción del universo es inmensa, por utilizar un término que en este caso resulta pobre, pero el proceso de la evolución de las especies fue un experimento ideado por Él, y nosotros, los ángeles, fuimos creados mucho antes de que éste se iniciara.
—¿Cómo era todo antes de que existiera la materia?
—No te lo sabría decir. Lo sé, pero sinceramente no lo recuerdo. El motivo es muy simple: cuando Dios creó la materia también creó el tiempo. Los ángeles comenzaron a existir no sólo en gloriosa armonía con Dios, sino que al mismo tiempo empezaron a ser testigos y a participar en el tiempo.
»Ahora podemos salirnos de él, e incluso recuerdo vagamente cuando no existía el aliciente de la materia y el tiempo; pero no podría describir ese estadio primitivo. La materia y el tiempo lo modificaron todo. No sólo eliminaron el estado puro que les precede, sino que lo superaron, lo...
—Eclipsaron.
—Exacto. La materia y el tiempo eclipsaron al tiempo anterior al tiempo.
—¿Recuerdas haber sido feliz entonces?
—Una pregunta muy interesante —respondió Memnoch—. No sé si atreverme a decirlo. Recuerdo cierta insatisfacción, la sensación de ser incompleto, más que una absoluta felicidad. Por otra parte, había menos cosas que comprender.
»No puedes suponer el impacto que nos causó la creación del universo físico. Imagina, por un instante, lo que significa el tiempo, lo deprimido que te sentirías si no existiera. No, no me he expresado de forma correcta. Me refiero a que sin el tiempo no tendrías conciencia de ti mismo ni en términos de fracaso ni de triunfo, ni en términos de movimiento hacia atrás ni hacia delante, ni advertirías el efecto que ello produce sobre todo lo demás.
—Comprendo. Debe de ser algo así como unos ancianos que han perdido tanta capacidad intelectual que no recuerdan nada. Se convierten en unos vegetales, dejan de ser humanos, no tienen nada en común con el resto de su raza porque no tienen ningún sentido de nada... ni de sí mismos ni de los demás.
—Una analogía perfecta. Aunque te aseguro que esos ancianos todavía poseen un alma, la cual en un momento determinado deja de depender de sus atrofiados cerebros.
—¡Ah, el alma! —exclamé.
Caminamos despacio, pero sin detenernos. Yo intenté no desviar mi atención hacia los árboles y las flores que nos rodeaban, pero siempre me han seducido las flores. Las flores que vi en aquel lugar tenían un tamaño que en nuestro mundo sería tildado de poco práctico, y sin embargo pertenecían a unas especies que yo conocía. Este era el mundo que había existido antes.
—Sí, tienes razón —dijo Memnoch—. ¿Sientes el calor que nos rodea? Es una etapa de desarrollo evolucionista muy interesante en nuestro planeta. Cuando los hombres se refieren al edén o al paraíso, «evocan» esta época.
—Aún no se ha producido el período glaciar.
—Se aproxima el segundo período glaciar. No cabe la menor duda. El mundo se renovará y el edén resurgirá. Durante el período glaciar, los hombres y las mujeres experimentarán una transformación. Pero ten presente que se trata de una época en la que la vida, tal como la conocemos, hacía millones de años que existía.
Me detuve y me cubrí el rostro con las manos, a fin de repasar todo lo que me había revelado Memnoch. (Si el lector desea hacerlo, puede releer las dos últimas páginas.)
—Pero Él sabía lo que era la materia —observé.
—No, no estoy seguro de que lo supiera —respondió Memnoch—. Tomó aquella semilla, aquel huevo, aquella esencia y con ello produjo la materia. Pero no sé hasta qué punto había previsto el alcance de su acción. Ahí se centra nuestra gran discusión. No creo que Él prevea las consecuencias de sus actos. No creo que preste la debida atención a lo que hace. Por eso nos peleamos.
—De modo que Él creó la materia quizás al descubrir lo que era mientras la creaba.
—Sí, la materia y la energía, que como sabes son intercambiables. Sí, Él las creó, y sospecho que la clave de los orígenes de Dios reside en la palabra «energía». Si alguna vez el ser humano logra dar una explicación satisfactoria a la existencia de los ángeles y Dios, la clave residirá en la energía.
—De modo que Él era energía —dije— y al crear el universo hizo que una parte de esa energía se convirtiera en materia.
—Sí, y para conseguir un intercambio circular independiente de sí mismo. Por supuesto, nadie nos dijo esto al principio. Él no dijo nada. Creo que no lo sabía. Nosotros, desde luego, no lo sabíamos. Lo único que teníamos claro era que sus creaciones nos dejaban asombrados. Estábamos maravillados ante el tacto, el sabor, el calor, la solidez y la acción gravitatoria de la materia en su batalla con la energía. Sólo sabíamos lo que veíamos.
—Y visteis cómo se desarrollaba el universo. Asististeis al Big Bang.
—Te recomiendo que utilices ese término con reservas. Sí, contemplamos el nacimiento del universo; vimos cómo se ponía todo en marcha, por decirlo así. ¡Fue impresionante! Este es el motivo de que prácticamente todas las religiones primitivas que existen en la Tierra celebren la majestuosidad, la grandeza y el genio del Creador, de que los primeros himnos que se cantaron en la Tierra ensalzaran la gloria de Dios. Nos sentimos impresionados, al igual que les sucedería más tarde a los humanos, y en nuestras mentes angelicales Dios era todopoderoso y prodigioso y portentoso antes de que el hombre fuera creado.
»Pero deja que te recuerde, ahora que paseamos por este magnífico jardín, que presenciamos millones de explosiones y transformaciones químicas, tremendos cataclismos, en los que intervenían moléculas no orgánicas antes de que existiera la «vida».
—Ya existían las montañas.
—Sí.
—¿Y las lluvias?
—Torrentes de lluvia.
—Y los volcanes entraban en erupción.
—Continuamente. Fue muy excitante. Observamos cómo se espesaba y desarrollaba la atmósfera, cómo cambiaba su composición.
»Y entonces se produjo lo que llamaré, para que lo entiendas, las trece revelaciones de la evolución física. Con la palabra "revelación" me estoy refiriendo a lo que se nos reveló a nosotros, los ángeles, que fuimos quienes observamos esos fenómenos.
«Podría explicártelo con más detalle, mostrarte el interior de cada especie de organismo básico que ha existido en el mundo. Pero no lo recordarías. Sólo te contaré lo que seas capaz de recordar, a fin de que puedas tomar una decisión mientras todavía estés vivo.
—¿Aún estoy vivo?
—Por supuesto. Tu alma no ha padecido la muerte física; no ha abandonado la Tierra, excepto conmigo y mediante una dispensa especial para el viaje que hemos iniciado. Eres Lestat de Lioncourt, aunque tu cuerpo ha experimentado una mutación debido a la invasión de un espíritu extraño y alquímico cuya historia y tribulaciones tú mismo has relatado.
—Entonces, si decido acompañarte... seguirte... ¿debo morir?
—Naturalmente —contestó Memnoch.
Me detuve de nuevo y me llevé las manos a las sienes. Miré la hierba que había a mis pies. Observé el enjambre de luz insectil que se alimentaba de los últimos rayos del sol. Observé el reflejo del resplandor y la frondosidad del bosque en los ojos de Memnoch.
Memnoch alzó la mano lentamente, como dándome la oportunidad de alejarme de él, y luego la apoyó en mi hombro. Era un gesto de respeto que me encantaba, y que yo mismo procuraba utilizar de vez en cuando.
—Todo depende de ti. Puedes volver a convertirte en lo que eres en estos momentos.
No respondí. Era consciente de las palabras que atravesaban mi mente: inmortal, inmaterial, terrenal, vampiro. Pero no las pronuncié en voz alta. ¿Cómo podía renunciar a aquello? De nuevo vi su rostro y oí sus palabras: «Jamás te convertirás en mi adversario.»
—Veo que respondes perfectamente a lo que te explico —dijo Memnoch sonriendo con afabilidad—. Aunque ya sabía que lo harías.
—¿Por qué? —pregunté—. Dímelo. Necesito que me animes. Me avergüenzo de mis lágrimas y gimoteos, aunque confieso que no me apetece hablar de mí mismo.
—Lo que tú eres forma parte de lo que estamos haciendo —respondió Memnoch.
De pronto nos topamos con una inmensa tela de araña que se mantenía suspendida sobre el sendero por unos gruesos y relucientes hilos. De forma respetuosa, Memnoch agachó la cabeza en lugar de destruirla, plegando las alas para no quedar enganchado en ella, y yo le seguí.
—Tienes la virtud de la curiosidad —dijo Memnoch—. Deseas saber. Eso es lo que el viejo Marius te dijo, que él, tras haber sobrevivido miles de años, más o menos... estaba encantado de responder a las preguntas de un joven ser vampírico que mostraba deseos de saber.
»A pesar de ser un impertinente y un engreído, quieres saber. Nos has ofendido continuamente a Dios y a mí, como toda la gente de tu época. Eso no tiene nada de particular, excepto que en tu caso posees una gran curiosidad y afán de conocer. Contemplaste con asombro el jardín salvaje, en lugar de limitarte a seguir un papel determinado en la función de la vida. Ese es uno de los motivos por los que te he elegido.
—De acuerdo —dije con un suspiro.
Lo que decía Memnoch tenía sentido. Recordaba muy bien las revelaciones que me había hecho Marius. Había dicho las mismas cosas a las que se había referido Memnoch. También sabía que mi amor por David y Dora giraba alrededor de unas características muy similares que ambos poseían: una curiosidad sin límites y la voluntad de aceptar la consecuencia de las respuestas.
—¡Dios mío, Dora! ¿Está bien?
—Esa es una de las cosas que me sorprenden de ti, la facilidad con que te distraes. Justo cuando creo que te he asombrado con una de mis revelaciones, que he captado tu atención, me haces una pregunta que no tiene nada que ver con el tema. Ello no merma tu curiosidad, pero es una forma de controlar la situación, por decirlo así.
—¿Insinúas que en estos momentos debería olvidarme de Dora?
—Te responderé claramente. No tienes nada de que preocuparte. Tus amigos, Armand y David, han dado con Dora y la están vigilando, sin revelar sus identidades.
Memnoch sonrió para tranquilizarme y sacudió la cabeza en un gesto de perplejidad y reproche.
—Debes tener presente que tu querida Dora posee unos recursos físicos y mentales tremendos —dijo—. Es posible que hayas conseguido lo que Roger te pidió. Dora ha tenido desde muy joven una gran fe en Dios, y eso es lo que siempre la ha distinguido del común de los mortales; lo que tú le has mostrado ahora no ha hecho sino incrementar esa fe. Pero prefiero no seguir hablando de Dora. Quiero seguir describiendo la Creación.
—Continúa, te lo ruego.
—¿Por dónde íbamos? Te decía que existía Dios y que nosotros estábamos con Él. Teníamos una forma antropomórfica pero no la calificábamos así porque nunca habíamos visto nuestra propia forma material. Sabíamos que estábamos dotados de brazos, piernas, cabezas, rostros y una especie de movimiento que es puramente celestial, pero que cohesiona todas nuestras partes con armonía y fluidez. Sin embargo, no sabíamos nada sobre la materia ni la forma material. Luego, Dios creó el universo y el tiempo.
»Nos quedamos al mismo tiempo asombrados y entusiasmados. Absolutamente entusiasmados.
»Dios nos dijo: "Observad con atención, porque vais a contemplar una maravilla que excederá vuestras nociones y vuestras expectativas, al igual que las mías".
—¿Eso es lo que os dijo Dios?
—Sí, a mí y a los otros ángeles. "Observad con atención." Si examinas las Sagradas Escrituras, verás que uno de los primeros términos con que se describía a los ángeles era con el de "observadores".
—Sí, en el Libro de Enoc y en varios textos hebreos.
—Cierto. Y si examinas otras religiones que existen en el mundo, cuyos símbolos y lenguaje te resultan menos familiares, observarás una cosmología de seres similares a nosotros, una raza primitiva de criaturas divinas que custodiaban o precedieron a los seres humanos. Resulta todo bastante confuso, pero en cierta forma... todo está allí. Nosotros fuimos testigos de la Creación de Dios. La precedimos, y por tanto no asistimos a la nuestra. Pero nos hallábamos presentes cuando Dios creó las estrellas.
—¿Insinúas que esas otras religiones poseen la misma validez que la religión a la que nos estamos refiriendo? Estamos hablando de Dios nuestro Señor, como si fuéramos unos europeos católicos...
—Todo es muy confuso, pero puedes hallarlo en innumerables textos en todo el mundo. Algunos, que desgraciadamente han desaparecido, contenían una información extraordinariamente precisa sobre la cosmología; existen otros que los hombres conocen y algunos más que han caído en el olvido, aunque es posible que dentro de un tiempo sean recuperados.
—Dentro de un tiempo...
—Básicamente, es la misma historia. Pero escucha mi punto de vista sobre ella y no tendrás ninguna dificultad en conciliarla con tus propios puntos de referencia y con la simbología que te resulte más comprensible.
—Pero, volviendo a la validez de las otras religiones, lo que dices es que el ser que vi en el cielo no era Jesús.
—Yo no he dicho eso. Al contrario, dije que era Dios Encarnado. Pero espera a que lleguemos a ese punto.
Habíamos salido del bosque y nos hallábamos en las lindes de una estepa. De pronto divisé a lo lejos a los humanos cuyo olor me tenía obsesionado. Era un grupo de nómadas vestidos sucintamente que avanzaban a través de la hierba. Había unos treinta, quizá menos.
—Y todavía no se ha instaurado el período glaciar —dije.
Me volví varias veces en un intento de asimilar y memorizar los detalles de los inmensos árboles. Al hacerlo, advertí que el bosque había cambiado.
—Observa con atención a los seres humanos —dijo Memnoch, señalándolos—. ¿Qué es lo que ves?
Entrecerré los ojos e hice acopio de mis poderes vampíricos para observarlos con más detalle.
—Unos hombres y mujeres muy parecidos a los de hoy en día. Yo diría que pertenecen a nuestra especie, la del
Homo sapiens sapiens.
—Exactamente. ¿No adviertes nada especial en sus rostros?
—Que tienen unas expresiones absolutamente modernas, al menos comprensibles para una mente moderna. Algunos parecen preocupados; otros hablan entre sí; un par de ellos están inmersos en sus pensamientos. El hombre que se ha quedado rezagado, el de la larga pelambrera, parece desgraciado; y aquella mujer de pechos voluminosos... ¿Estás seguro de que no puede vernos?