Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
»Durante días y noches permanecí con mi pueblo, transmitiéndole mis conocimientos. Cuando un grupo se cansaba de la lección, me acercaba a otros, examinaba lo que hacían y les corregía.
»No todos los conocimientos se los impartí yo. Al cabo de un tiempo aprendieron por sí solos a tejer, un arte que les permitiría confeccionar unas prendas más perfectas. Les mostré unos pigmentos similares al ocre rojo que ya utilizaban. Extraje sustancias de la tierra para que pudieran obtener con ellas diversos colores. Cada idea que se me ocurría, cualquier cosa que pudiera facilitarles la vida, se la enseñaba de inmediato. Les ayudé a ampliar su lenguaje, les enseñé a escribir y a componer un nuevo tipo de música. También les enseñé muchas canciones. Las mujeres acudían a mí una y otra vez (Lilia se retiraba entonces discretamente) para que impregnara con mi semilla, la semilla del ángel, a las "hermosas hijas del hombre".
Memnoch hizo otra pausa. Parecía muy triste al evocar esos recuerdos. Tenía la mirada distante y en sus ojos se reflejaba el azul pálido del mar.
Suavemente, con cautela, dispuesto a detenerme a la menor señal que me hiciera, cité de memoria un párrafo del Libro de Enoc:
—«Y Azazel les enseñó los metales y el arte de trabajarlos, y a confeccionar pulseras y otros ornamentos, y el uso del antimonio, y la forma de pintar y embellecer sus párpados, y todo tipo de valiosas piedras, y tintes de diversos colores.»
Memnoch se volvió hacia mí. Parecía casi incapaz de pronunciar palabra. Cuando habló, citando otras líneas del Libro de Enoc, lo hizo con una voz tan suave como la mía:
—«Fue una época impía, las gentes fornicaban y se alejaban del camino de la virtud... —Memnoch se detuvo unos instantes y luego prosiguió—: Cuando las gentes morían gritaban de desesperación, y sus gritos alcanzaban el cielo.» —Memnoch se interrumpió de nuevo, y esbozó una amarga sonrisa—. ¿Y qué más, Lestat? ¿Qué es lo que yace entre líneas en los párrafos que hemos citado ambos? ¡Mentiras! Yo les enseñé lo que era la civilización. Les hablé del cielo y de los ángeles. Eso fue lo que les enseñé. No se produjeron derramamientos de sangre ni desmanes, ni tampoco aparecieron gigantes monstruosos en la Tierra. ¡Son mentiras, fragmentos y más fragmentos sepultados entre mentiras!
Yo asentí sin vacilar, convencido, comprendiéndolo perfectamente, a la vez que también entendía el punto de vista de los hebreos, quienes después creyeron firmemente en la purificación y la ley para erradicar la maldad y la perversión... y hablaban sin cesar de esos observadores, esos maestros, esos ángeles que se habían enamorado de las hijas de los hombres.
—No hubo ritos mágicos —dijo Memnoch en voz baja—. Ni encantamientos. No les enseñé a fabricar espadas ni a declarar la guerra a sus semejantes. Cuando averiguaba que existían otras gentes que habían desarrollado otros conocimientos, me apresuraba a informar de ello a mi pueblo. Les decía que en el valle de otro río había gente que recolectaba el trigo con guadañas; que en el cielo había unos ángeles llamados
ofannim
que eran redondos, unas ruedas, y que si copiaban esa forma, uniendo dos piezas redondas mediante un sencillo trozo de madera, podrían transportar un objeto sobre ellas.
Memnoch emitió un suspiro y al cabo de unos momentos prosiguió:
—No descansaba, estaba loco. El hecho de impartir mis enseñanzas era una tarea tan agotadora para mí como lo era para ellos tratar de asimilarlas. Iba a las cuevas y grababa mis símbolos en los muros. Dibujé el cielo, la Tierra y los ángeles. Dibujé la luz de Dios. Trabajé incansablemente hasta que cada músculo de mi cuerpo mortal me dolió.
»Luego, incapaz de seguir soportando la compañía de esas gentes, saturado de mujeres hermosas, aferrándome a Lilia para que me diera solaz, me dirigí al bosque con la excusa de que necesitaba conversar con Dios en silencio. Al llegar allí, me desplomé.
»Permanecí inmóvil, tendido en el suelo, consolado por la silenciosa presencia de Lilia, y pensé en todo lo que había ocurrido. Pensé en los argumentos que iba a exponer ante Dios para defender mi postura, pues nada de lo que había visto en los hombres podía inducirme a cambiar de parecer, sino todo lo contrario. Sabía que había ofendido a Dios y lo había perdido para siempre, que me esperaba el reino de las tinieblas, donde languidecería durante toda la eternidad. Esas cosas me atormentaban sin cesar, pero no podía cambiar de opinión.
»Lo que pensaba exponer ante Dios Todopoderoso era que esas gentes estaban por encima de la naturaleza y exigían más de Él, y que todo cuanto había visto reforzaba mi opinión al respecto. Las gentes deseaban conocer los misterios celestiales. Habían sufrido y buscaban algo que diera sentido a su sufrimiento. Deseaban creer en su Hacedor y que Éste tenía sus motivos... Sí, sufrían de manera atroz. Y en el fondo de todo ello latía el secreto de la lujuria.
«Durante mi orgasmo, al derramar mi semilla en la vagina de la mujer, había sentido un éxtasis semejante al gozo que se experimenta en el cielo, lo había sentido única y exclusivamente con relación al cuerpo que yacía debajo de mí, y en una fracción de segundo había comprendido que los hombres no formaban parte de la naturaleza, sino que eran mejores que ésta y su lugar estaba junto a Dios y junto a nosotros.
»Cuando acudían a mí con sus confusas creencias (¿acaso no existían monstruos invisibles por doquier?) les dije que las rechazaran, que sólo Dios y su corte celestial lo disponían todo en el universo, incluso la suerte de las almas de sus seres queridos que habitaban en el reino de las tinieblas.
»Cuando me preguntaban si las personas malvadas, aquellas que no obedecían sus leyes, eran arrojadas en su muerte a las llamas eternas (una idea muy extendida entre esas y otras gentes) quedé horrorizado y respondí que Dios jamás consentiría tal cosa. ¿Cómo iba a permitir Dios que un alma recién nacida fuera condenada a abrasarse en las llamas eternas? Era una atrocidad. Les repetí que debían venerar a las almas de los muertos para aliviar el dolor de éstas y el propio, y que cuando les sobreviniera la muerte no debían temer, sino partir hacia la región de las tinieblas sin perder de vista la esplendorosa luz de la vida que brilla en la Tierra.
»Les decía esas cosas porque, en el fondo, no sabía qué decir.
«¡Blasfemia! ¡Había cometido el peor de los pecados! ¿Cuál sería ahora mi suerte? Me haría viejo y moriría, un maestro venerado por sus alumnos, y antes de morir de viejo o que la peste o un animal salvaje me arrebataran la vida, dejaría grabado en piedra y arcilla todo cuanto pudiera. Luego partiría hacia el reino de las tinieblas y atraería a las almas hacia mí para decirles: "¡Clamad, clamad al cielo!" Les enseñaría a mirar hacia arriba, a buscar la luz que brilla en el cielo.
»Memnoch hizo una pausa, como si cada una de las palabras que pronunciaba le abrasara los labios.
Yo recité suavemente otro pasaje del Libro de Enoc:
—«Mirad, las almas de los que han muerto gritan desesperadas e imploran misericordia ante las puertas del cielo.»
—Ya veo que conoces bien las Sagradas Escrituras, como todo diablo que se precie —señaló Memnoch con amargura. Pero su rostro expresaba tanta tristeza y compasión que su burla no llegó a ofenderme—. ¿Quién sabe lo que puede pasar? —preguntó—. ¿Quién sabe? Sí, yo proporcionaría fuerza a las almas que habitaban el reino de las tinieblas hasta que sus gritos consiguieran derribar las puertas del cielo. Si existen unas almas y son capaces de crecer, pueden llegar a ser ángeles. Esa era la única esperanza que me quedaba, gobernar entre los seres abandonados por Dios.
—Pero Dios no permitió que eso sucediera, ¿no es así? No dejó que murieras dentro de ese cuerpo.
—No. Tampoco envió una inundación ni todo cuanto yo había enseñado a la gente desapareció con el diluvio. Lo que se convirtió en mito y quedó plasmado en las Sagradas Escrituras fue que yo había estado ahí y que el hombre había aprendido esas cosas que nada tenían de extraordinario; todo tenía su lógica, no se trataba de magia e incluso las almas habrían llegado a descubrir por sí mismas los secretos del cielo. Más pronto o más tarde, lo habrían descubierto.
—¿Pero cómo conseguiste escapar? ¿Qué fue de Lilia?
—¿Lilia? Ah, Lilia. Murió venerada por sus semejantes, la esposa de un dios. Lilia. —El rostro de Memnoch se animó y lanzó una alegre carcajada—. Lilia —repitió, como si su memoria fuera capaz de sacarla del relato y devolverla a su lado—. Mi Lilia. La habían expulsado del poblado y ella eligió unir su destino al de un dios.
—¿Fue por esa época cuando Dios puso fin a lo que estabas haciendo? —pregunté.
Ambos nos miramos unos instantes.
—No fue tan sencillo. Hacía unos tres meses que había llegado al poblado, cuando un día me desperté y comprobé que Miguel y Rafael habían acudido en mi busca. «Dios desea que regreses», dijeron.
»Y yo, el irreductible Memnoch, respondí:
»—¿Ah, sí? ¿Pues por qué no me saca de aquí, por qué no me obliga a volver?
»Miguel me miró con tristeza, como si sintiera lástima de mí, y dijo:
»—Memnoch, por el amor de Dios, regresa voluntariamente a tu forma anterior. Deja que tu cuerpo recupere las dimensiones que poseía antes; deja que tus alas te transporten al cielo. Dios desea que regreses por tu propia voluntad. Piénsalo bien antes de...
»—No es necesario que me aconsejes cautela, querido amigo —dije a Miguel—. Iré con lágrimas en los ojos, pero iré —Luego me arrodillé y besé a Lilia, que estaba dormida. Ella abrió los ojos y me miró—. Me despido de ti, mi compañera, mi maestra —dije, besándola de nuevo. Luego me volví y me convertí en ángel; en ese momento dejé que la materia me definiera para que Lilia, que se había incorporado y me miraba estupefacta, contemplase aquella última visión que la consolaría en los momentos de tristeza.
»Luego, ya invisible, me reuní con Miguel y Rafael y regresé al cielo.
»En los primeros momentos apenas podía dar crédito a lo que estaba pasando; cuando atravesé el reino de las tinieblas y oí los lamentos de las almas extendí las manos para consolarlas y dije:
»—¡No os olvidaré, lo juro! ¡Llevaré vuestras plegarias al cielo! —Mientras me elevaba la luz descendió para acogerme y envolverme en su calor, el cálido amor de Dios; no sabía si aquello presagiaba un severo juicio, un castigo o el perdón. Al aproximarme al cielo percibí un vocerío ensordecedor.
»Todos los ángeles del
bene ha elohim
se habían reunido para darme la bienvenida. La luz de Dios se extendía, vibrante, desde el centro.
»—¿Acaso vas a castigarme? —pregunté. Sentí una profunda gratitud ante el hecho de que Dios me hubiera permitido ver de nuevo, siquiera durante unos instantes, su luz.
»Era incapaz de mirarla de frente. Tuve que taparme los ojos con las manos. Entonces, como suele suceder siempre que se reúnen todos los habitantes del cielo, los serafines y los querubines rodearon a Dios de modo que su luz se extendiera en unos rayos, gloriosa, arrojando un resplandor que nos resultara soportable.
»La voz de Dios se dejó oír de forma inmediata y rotunda.
»—Tengo algo que decirte, mi valiente y arrogante ángel —me dijo—. Deseo que medites, con tu angelical sabiduría, sobre un determinado concepto. Se trata del concepto de
gehenna,
el infierno. —Tan pronto como Dios pronunció esa palabra comprendí su significado—. El fuego y el tormento eternos —dijo Dios—, lo contrario del cielo. Dime, Memnoch, con sinceridad: ¿crees que ése sería el castigo adecuado para ti, lo opuesto al goce al que renunciaste para permanecer con las hijas del hombre? ¿Crees que sería una sentencia justa condenarte a padecer eternamente o hasta que el tiempo deje de existir?
—No tardé ni un segundo en responder —dijo Memnoch, arqueando ligeramente las cejas y mirándome.
»—No, Señor —contesté—, tú no le harías eso a nadie. Todos somos hijos tuyos. Sería un castigo demasiado cruel. No, Señor, cuando los hombres y las mujeres de la Tierra me dijeron que habían soñado esos tormentos para quienes les habían causado grandes sufrimientos y tristeza, les aseguré que ese lugar no existía y nunca existiría.
»Mis palabras fueron acogidas con grandes carcajadas que resonaron de un extremo al otro del cielo. Todos los ángeles se echaron a reír; era una risa alegre y melodiosa, como de costumbre, pero eran risas, no canciones. Sólo uno no rió. Memnoch, un servidor. Había hablado completamente en serio, y me asombraba que mis palabras provocaran esa hilaridad.
»En aquel momento se produjo un fenómeno muy curioso. Dios se unió a las risas de los ángeles, pero en un tono más suave, más tranquilo. Al fin, cuando su risa se fue desvaneciendo ellos también dejaron de reír.
»—De modo que tú, Memnoch, les dijiste que jamás podría existir un lugar como el infierno, el castigo eterno para los malvados.
»—Así es, Señor —contesté yo—. No podía imaginar de dónde habían sacado eso. Claro que a veces se enfurecen con sus enemigos y...
»—¿Has dejado todas tus células mortales en la Tierra, Memnoch? —preguntó Dios—. ¿Conservas tus facultades angélicas o es que te haces el ignorante?
»Los ángeles estallaron de nuevo en sonoras carcajadas. Yo respondí:
»—No, Señor. He soñado muchas veces con este momento. Sufría al verme separado de ti. Lo que hice lo hice por amor. Lo sabes tan bien como yo.
»—Sí, fue por amor, de eso no cabe duda —contestó Dios.
»—Señor, soñé con presentarme ante ti para exponerte mis argumentos, cuando de repente apareció la hija del hombre y me sentí atraído por ella. ¿Me permites que lo haga ahora?
» Silencio.
»Dios no dijo nada, pero de pronto advertí que algunos de los ángeles se habían aproximado a mí. Al principio pensé que se habían movido para desplegar sus alas y filtrar así la intensa luz que emitía Dios, pero luego vi que detrás de mí se había congregado una pequeña legión de ángeles a modo de escolta. Por supuesto, los conocía a todos, algunos más íntimamente que otros, por haber comentado y discutido con ellos los fenómenos que habíamos presenciado. Pertenecían a todas las jerarquías celestiales. Los miré perplejo y luego dirigí la vista hacia la Divina Presencia.
»—Memnoch —dijo el Señor—, esos ángeles que se han agrupado detrás de ti, tus compañeros, también desean que te permita exponer tu caso, defender tu postura, que es la misma que sostienen ellos.