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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (12 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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—¿Quién te lo dijo?

—Lo dice la Biblia, el libro sagrado.

—Dámela, para que me lo diga.

A pocos pasos, detrás de una pared, Francisco Pizarro desenvaina la espada.

Atahualpa mira la Biblia, le da vueltas en la mano, la sacude para que suene y se la aprieta contra el oído:

—No dice nada. Está vacía. Y la deja caer.

Pizarro espera este momento desde el día en que se hincó ante el emperador Carlos V, le describió el reino grande como Europa que había descubierto y se proponía conquistar y le prometió el más espléndido tesoro de la historia de la humanidad. Y desde antes: desde el día en que su espada trazó una raya en la arena y unos pocos soldados muertos de hambre, hinchados por las plagas, juraron acompañarlo hasta el final. Y desde antes aún, desde mucho antes: Pizarro espera este momento desde que hace cincuenta y cuatro años fue arrojado a la puerta de una iglesia de Extremadura y bebió leche de puerca por no hallarse quien le diera de mamar.

Pizarro grita y se abalanza. A la señal, se abre la trampa. Suenan las trompetas, carga la caballería y estallan los arcabuces, desde la empalizada, sobre el gentío perplejo y sin armas.

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1533 - Cajamarca

El rescate

Para comprar la vida de Atahualpa, acuden la plata y el oro. Hormiguean por los cuatro caminos del imperio las largas hileras de llamas y las muchedumbres de espaldas cargadas. El más espléndido botín viene del Cuzco: un jardín entero, árboles y flores de oro macizo y pedrerías, en tamaño natural, y pájaros y animales de pura plata y turquesa y lapislázuli.

El horno recibe dioses y adornos y vomita barras de oro y de plata.

Jefes y soldados exigen a gritos el reparto. Hace seis años que no cobran.

De cada cinco lingotes, Francisco Pizarro separa uno para el rey. Luego se persigna. Pide el auxilio de Dios, que todo lo sabe, para guardar justicia; y pide el auxilio de Hernando de Soto, que sabe leer, para vigilar al escribano.

Adjudica una parte a la Iglesia y otra al vicario del ejército. Recompensa largamente a sus hermanos y a los demás capitanes. Cada soldado raso recibe más de lo que el príncipe Felipe cobra en un año y Pizarro se convierte en el hombre más rico del mundo. El cazador de Atahualpa se otorga a sí mismo el doble de lo que en un año gasta la corte de Carlos V con sus seiscientos criados —sin contar la litera del Inca, ochenta y tres kilos de oro puro, que es su trofeo de general.

[76][184]

Atahualpa

Un arcoiris negro atravesó el cielo. El Inca Atahualpa no quiso creer.

En los días de la fiesta del sol, un cóndor se desplomó sin vida en la Plaza de la Alegría. Atahualpa no quiso creer.

Enviaba al muere a los mensajeros que traían malas noticias y de un hachazo cortó la cabeza del viejo profeta que le anunció desgracia. Hizo quemar la casa del oráculo y los testigos de la profecía fueron pasados a cuchillo.

Atahualpa mandó amarrar a los ochenta hijos de su hermano Huáscar en los postes del camino y los buitres se hartaron de esa carne. Las mujeres de Huáscar tiñeron de sangre las aguas del río Andamarca. Huáscar, prisionero de Atahualpa, comió mierda humana y meada de carnero y tuvo por mujer una piedra vestida. Después Huáscar dijo, y fue lo último que dijo: Ya lo matarán como él me mata. Y Atahualpa no quiso creer.

Cuando su palacio se convirtió en su cárcel, no quiso creer. Atahualpa, prisionero de Pizarro, dijo: Soy el más grande de los príncipes sobre la tierra. El rescate llenó de oro una habitación y de plata dos habitaciones. Los invasores fundieron hasta la cuna de oro donde Atahualpa había escuchado la primera canción.

Sentado en el trono de Atahualpa, Pizarro le anunció que había resuelto confirmar su sentencia de muerte. Atahualpa contestó:

—No me digas esas burlas.

Tampoco quiere creer, ahora, mientras paso a paso sube las escalinatas, arrastrando cadenas, en la luz lechosa de la madrugada.

Pronto la noticia se difundirá entre los incontables hijos de la tierra que deben obediencia y tributo al hijo del sol. En Quito llorarán la muerte de la sombra que protege: perplejos, extraviados, negada la memoria, solos. En el Cuzco habrá júbilo y borracheras.

Atahualpa está atado de manos, pies y pescuezo, pero todavía piensa: ¿Qué hice yo para merecer la muerte?

Al pie del patíbulo, se niega a creer que ha sido derrotado por los hombres. Solamente los dioses podrían. Su padre, el sol, lo ha traicionado.

Antes de que el torniquete de hierro le rompa la nuca, llora, besa la cruz y acepta que lo bauticen con otro nombre. Diciendo llamarse Francisco, que es el nombre de su vencedor, golpea a las puertas del Paraíso de los europeos, donde no hay sitio reservado para él.

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1533 - Xaquixaguana

El secreto

Pizarro marcha rumbo al Cuzco. Encabeza, ahora, un gran ejército. Manco Cápac, nuevo rey de los incas, ha sumado miles de indios al puñado de conquistadores.

Pero los generales de Atahualpa hostigan el avance. En el valle de Xaquixaguana, Pizarro atrapa a un mensajero de sus enemigos.

El fuego lame las plantas de los pies del preso.

—¿Qué dice ese mensaje?

El chasqui es hombre curtido en trotes de nunca acabar a través de los vientos helados de la puna y los ardores del desierto. El oficio lo tiene acostumbrado al dolor y a la fatiga. Aúlla, pero calla.

Después de muy largo tormento, suelta la lengua:

—Que los caballos no podrán subir las montañas.

—¿Qué más?

—Que no hay que tener miedo. Que los caballos espantan, pero no hacen mal. —¿Y qué más?

Lo hacen pisar el fuego.

—¿Y qué más?

Ha perdido los pies. Antes de perder la vida, dice:

—Que ustedes también mueren.

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1533

1533 - Cuzco

Entran los conquistadores en la ciudad sagrada

En el radiante mediodía, a través de la humareda se abren paso los soldados. Un olor a cuero mojado se alza y se mezcla con el olor de la quemazón, mientras resuena un estrépito de cascos de caballos y ruedas de cañones.

Nace un altar en la plaza. Los pendones de seda, bordados de águilas, escoltan al dios nuevo, que tiene los brazos abiertos y usa barba como sus hijos.

¿No está viendo el dios nuevo que sus hijos se abalanzan, hacha en mano, sobre el oro de los templos y las tumbas?

Entre las piedras del Cuzco, tiznadas por el incendio, los viejos y los paralíticos aguardan, mudos, los días por venir.

[47][76]

1533 - Riobamba

Alvarado

Hace medio año, las naves desembarcaron en Puerto Viejo.

Llamado por las promesas de un reino virgen, Pedro de Alvarado había salido de Guatemala. Lo seguían quinientos españoles y dos mil esclavos indios y negros. Los mensajeros le habían dicho:

—El poder que te espera humilla al que conoces. Al norte de Tumbes, multiplicarás la fama y la riqueza. Del sur, Pizarro y Almagro ya son dueños, pero el fabuloso reino de Quito a nadie pertenece.

En los pueblos de la costa, encontraron oro, plata y esmeraldas. Cargados de rápidas fortunas, emprendieron la marcha hacia la cordillera. Atravesaron la selva, las ciénagas, las fiebres que matan en un día o dejan loco y las aterradoras lluvias de cenizas de volcán. En los páramos de los Andes, los vientos cuchilleros y las tormentas de nieve rompieron en pedazos los cuerpos de los esclavos, ignorantes del frío, y los huesos de muchos españoles se incorporaron a las montañas. Quedaron por siempre helados los soldados que se bajaron a apretar las cinchas de los caballos. Los tesoros fueron arrojados al fondo de los abismos: Alvarado ofrecía oro y los soldados clamaban por comida y abrigo. Quemados los ojos por los resplandores de la nieve, Alvarado continuó avanzando, a los tumbos, y a golpes de espada iba cortando las cabezas de los esclavos que caían y los soldados que se arrepentían.

Casi difuntos, músculos de hielo, congelada la sangre, los más duros han logrado llegar a la meseta. Hoy alcanzan, por fin, el camino real de los incas, el que conduce a Quito, al paraíso. No bien llegan, descubren en el barro las huellas frescas de las herraduras de los caballos. El capitán Benalcázar les ha ganado de mano.

[81][97]

1533 - Quito

Esta ciudad se suicida

Irrumpen, imparables, los hombres de Benalcázar. Espían y pelean para ellos miles de aliados indígenas, enemigos de los incas. Al cabo de tres batallas, la suerte está echada.

Ya se está yendo el general Rumiñahui cuando prende fuego a Quito por los cuatro costados. Los invasores no podrán disfrutarla viva, ni encontrarán otros tesoros que los que puedan arrancar a las tumbas. La ciudad de Quito, cuna y trono de Atahualpa, es una fogata gigantesca entre los volcanes.

Rumiñahui, que jamás ha sido herido por la espalda, se aleja de las altas llamas. Le lloran los ojos, por el humo.

[158][214]

1533 - Barcelona

Las guerras santas

Desde América han llegado los heraldos de la buena nueva. El emperador cierra los ojos y asiste al avance de los velámenes y siente el olor de la brea y de la sal. Respira el emperador como la mar, pleamar, bajamar; y sopla para apurar los navíos hinchados de tesoros.

La Providencia acaba de regalarle un nuevo reino, donde el oro y la plata abundan como el hierro en Vizcaya. El asombroso botín está en camino. Con él podrá tranquilizar a los banqueros que lo ahorcan y podrá por fin pagar a sus soldados, piqueros suizos, lansquenetes alemanes, infantes españoles, que no ven una moneda ni en sueños. El rescate de Atahualpa financiará las guerras santas contra la media luna del Islam, que ha llegado hasta las puertas de Viena, y contra los herejes que siguen a Lutero en Alemania. El emperador armará una gran flota para barrer del Mediterráneo al sultán Solimán y al viejo pirata Barbarroja.

El espejo le devuelve la imagen del dios de la guerra: la armadura damasquinada, con encajes cincelados al borde de la gola y el peto, el casco de plumas, el rostro iluminado por el sol de la gloria: las cejas al ataque sobre los ojos melancólicos, el barbudo mentón lanzado hacia adelante. El emperador sueña con Argel y escucha el llamado de Constantinopla. Túnez, caída en manos infieles, también espera al general de Jesucristo.

[41][47]

1533 - Sevilla

El tesoro de los incas

De la primera de las naves, se vuelcan el oro y la plata sobre los muelles de Sevilla.

Los bueyes arrastran las tinajas repletas hacia la Casa de Contratación. Murmullos de estupor ascienden desde el gentío que asiste al desembarco. Se habla de misterios y del monarca vencido más allá de la mar.

Dos hombres, dos uvas, salen abrazados de la taberna que da a los muelles. Se meten en la muchedumbre y preguntan, a los gritos, que dónde está el notario. Ellos no celebran el tesoro de los incas. Están rojizos y resplandecientes por la jornada de buen vino y porque han hecho un pacto de mucha fraternidad. Han resuelto cambiarse las mujeres, tú la mía, que es una alhaja, y yo la tuya, aunque no valga nada, y buscan al notario para documentar el acuerdo.

Ellos no hacen caso del oro y la plata del Perú; y la gente, deslumbrada, no hace caso del náufrago que ha llegado junto al tesoro. El navío, atraído por la fogata, ha rescatado al náufrago en una islita del Caribe. Se llama Pedro Serrano y hace nueve años se había salvado nadando. Usa ahora el cabello de asiento y la barba de delantal, tiene la piel de cuero y no ha cesado de hablar desde que lo subieron a bordo. Sigue contando su historia, ahora, en medio del alboroto. Nadie lo escucha.

[41][76]

1534 - Riobamba

La inflación

Cuando llegaron a Santo Domingo las noticias del oro de Atahualpa, todo el mundo buscó barco. Alonso Hernández, repartidor de indios, fue de los primeros en salir corriendo. Se embarcó en Panamá y al llegar a Tumbes compró un caballo. El caballo costaba en Tumbes siete veces más que en Panamá y treinta veces más que en Santo Domingo.

El paso de la cordillera ha dejado a Hernández de a pie. Para seguir viaje hacia Quito, compra otro caballo. Lo paga noventa veces más caro que en Santo Domingo. Compra también, por trescientos cincuenta pesos, un esclavo negro. En Riobamba, un caballo cuesta ocho veces más que un hombre.

Todo se vende en este reino, hasta las banderas enchastradas de barro y sangre, y todo se cotiza por las nubes. Se cobra una barra de oro por dos hojas de papel.

Los mercaderes, recién llegados, derrotan a los conquistadores sin desenvainar la espada.

[81][166][184]

1535 - Cuzco

El trono de latón

En las rodillas del rey chiquito, rey vasallo de otro rey, no yace el cetro de oro, sino un palo brilloso de vidrios de colores. Manco Inca luce en la cabeza la borla escarlata, pero el triple collar de oro le falta del pecho, donde no brilla el sol, y de sus orejas no cuelgan los discos resplandecientes. El hermano y enemigo y heredero de Atahualpa no lleva a la espalda el manto de hilos de oro y plata y lana de vicuña. De las banderas, que el viento golpea, han desaparecido los halcones para dejar paso a las águilas del emperador de Europa.

Nadie se arrodilla a los pies del Inca coronado por Pizarro.

[53]

1536 - Ciudad de México

Motolinía

Fray Toribio de Motolinía camina, descalzo, cerro arriba. Va cargando una pesada bolsa a la espalda.

Motolinía llaman, en letanía del lugar, al que es pobre o afligido, y él viste todavía el hábito remendado y haraposo que le dio nombre hace años, cuando llegó caminando, descalzo como ahora, desde el puerto de Veracruz.

Se detiene en lo alto de la ladera. A sus pies, se extiende la inmensa laguna y en ella resplandece la ciudad de México. Motolinía se pasa la mano por la frente, respira hondo y clava en tierra, una tras otra, diez cruces toscas, ramas atadas con cordel, y mientras las clava las va ofreciendo:

—Esta cruz, Dios mío, por las pestes que aquí no se conocían y con tanta saña se ceban en los naturales.

—Ésta por la guerra y ésta por el hambre, que tantos indios han matado como gotas hay en la mar y granos en la arena.

—Ésta por los recaudadores de tributos, zánganos que comen la miel de los indios; y ésta por los tributos, que para cumplir con ellos han de vender los indios sus hijos y sus tierras.

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