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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (8 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Esta noche, por orden del capitán Balboa, los perros clavarán sus dientes en la carne desnuda de cincuenta indios de Panamá. Destriparán y devorarán a cincuenta culpables del nefando pecado de la sodomía, que para ser mujeres sólo les faltan tetas y parir. El espectáculo tendrá lugar en este claro del monte, entre los árboles que el vendaval de hace unos días arrancó de cuajo. Los soldados disputan los mejores lugares a la luz de las antorchas.

Vasco Núñez de Balboa preside la ceremonia. Su perro, Leoncico, encabeza a los vengadores de Dios. Leoncico, hijo de Becerrillo, tiene el cuerpo cruzado de cicatrices. Es maestro en capturas y descuartizamientos. Cobra sueldo de alférez y recibe su parte de cada botín de oro y esclavos.

Faltan dos días para que Balboa descubra el océano Pacífico.

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1513 - Golfo de San Miguel

Balboa

Con el agua a la cintura, alza la espada y grita a los cuatro vientos.

Detrás, sus hombres clavan una inmensa cruz en la arena. El escribano Valderrábano estampa en el acta los nombres de quienes acaban de descubrir la nueva mar y el padre Andrés entona el Te Deum Laudamus.

Balboa se despoja de sus quince kilos de armadura, arroja lejos la espada y se zambulle.

Chapotea y se deja arrastrar por las olas, mareado de una alegría que no sentirá otra vez. La mar se abre para él y lo abraza y lo mece y Balboa quisiera beberla toda hasta dejarla seca.

[142]

1514 - Río Sinú

El requerimiento

Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.

Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.

Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.

Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.

Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.

Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.

Entonces, corre la sangre.

En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.

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1514 - Santa María del Darién

Por amor de las frutas

Gonzalo Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.

La guayaba le parece muy superior a la manzana.

La guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.

El mamey tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.

Pero muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.

Pela, entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz, los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.

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1515 - Amberes

Utopía

Las aventuras del Nuevo Mundo hacen hervir las tabernas de este puerto flamenco. Una noche de verano, frente a los muelles, Tomás Moro conoce o inventa a Rafael Hithloday, marinero de las naves de Américo Vespucio, que dice que ha descubierto la isla de Utopía en alguna costa de América.

Cuenta el navegante que en Utopía no existe el dinero ni la propiedad privada. Allí se fomenta el desprecio por el oro y el consumo superfluo y nadie viste con ostentación. Cada cual entrega a los almacenes públicos el fruto de su trabajo y libremente recoge lo que necesita. Se planifica la economía. No hay acaparamiento, que es hijo del temor, ni se conoce el hambre. El pueblo elige al príncipe y el pueblo puede deponerlo; también elige a los sacerdotes. Los habitantes de Utopía abominan de la guerra y sus honores, aunque defienden ferozmente sus fronteras. Profesan una religión que no ofende a la razón y que rechaza las mortificaciones inútiles y las conversiones forzosas. Las leyes permiten el divorcio pero castigan severamente las traiciones conyugales, y obligan a trabajar seis horas por día. Se comparte el trabajo y el descanso; se comparte la mesa. La comunidad se hace cargo de los niños mientras sus padres están ocupados. Los enfermos reciben trato de privilegio; la eutanasia evita las largas agonías dolorosas. Los jardines y las huertas ocupan el mayor espacio y en todas partes suena la música.

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1519 - Francfort

Carlos V

Hace medio siglo que ha muerto Gutenberg y las imprentas se multiplican en toda Europa: editan la Biblia en letras góticas y en números góticos las cotizaciones del oro y de la plata. El monarca devora hombres y los hombres cagan monedas de oro en el jardín de las delicias del Bosco; y Miguel Ángel, mientras pinta y esculpe sus atléticos santos y profetas, escribe: La sangre de Cristo se vende por cucharadas. Todo tiene precio: el trono del papa y la corona de los reyes, el capelo de los cardenales y la mitra de los obispos. Se compran indulgencias, excomuniones y títulos de nobleza. La Iglesia considera pecado el préstamo a interés, pero el Santo Padre hipoteca a los banqueros las tierras del Vaticano; y a orillas del Rin se ofrece al mejor postor la corona del Sacro Imperio.

Tres candidatos disputan la herencia de Carlomagno. Los príncipes electores juran por la pureza de sus votos y la limpieza de sus manos y se pronuncian al mediodía, hora del ángelus: venden la corona de Europa al rey de España, Carlos I, hijo del seductor y la loca y nieto de los reyes católicos, a cambio de ochocientos cincuenta mil florines que ponen sobre la mesa los banqueros alemanes Függer y Welser.

Carlos I se convierte en Carlos V, emperador de España, Alemania, Austria, Nápoles, Sicilia, los Países Bajos y el inmenso Mundo, defensor de la fe católica y vicario guerrero de Dios en la tierra.

Mientras tanto, los musulmanes amenazan las fronteras y Martín Lutero clava a martillazos, en la puerta de una iglesia de Wittemberg, sus desafiantes herejías. Un príncipe debe tener la guerra por único objetivo y pensamiento, ha escrito Maquiavelo. A los diecinueve años, el nuevo monarca es el hombre más poderoso de la historia. De rodillas, besa la espada.

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1519 - Acla

Pedrarias

Ruido de mar y de tambores. Ha caído la noche, pero hay una luna alumbradora. En torno a la plaza, penden mazorcas y pescados secos de los techos de paja.

Llega Balboa, encadenado, atadas las manos a la espalda. Lo desatan. Balboa fuma el último tabaco. Sin decir una palabra, coloca el cuello en el tajo. El verdugo alza el hacha.

Desde su casa, Pedro Arias de Ávila mira, furtivo, por entre las cañas de la pared. Está sentado en el ataúd que se trajo de España. Usa el ataúd de silla o de mesa y una vez al año lo cubre de velas, durante el réquiem que año tras año celebra su resurrección. Lo llamaron Pedrarias el Enterrado, desde que se alzó de este ataúd, envuelto en el sudario, mientras las monjas cantaban el oficio de difuntos y lloraban a moco tendido las parientas. Antes lo habían llamado Pedrarias el Galán, por invencible en los torneos, las batallas y los amores; y ahora, aunque anda ya cerca de los ochenta años, merece el nombre de Furor Dómine. Cuando Pedrarias despierta sacudiendo la melena blanca, porque la noche anterior ha perdido cien indios a los dados, más vale evitarle la mirada.

Desde que pisó estas playas, Pedrarias desconfió de Balboa. Por ser Balboa su yerno, no lo mata sin juicio previo. Por aquí no sobran los letrados, de modo que el juez ha sido también abogado y fiscal. Fue largo el proceso.

La cabeza de Balboa rueda sobre la arena.

Había sido Balboa quien había fundado este pueblo de Acla, entre los árboles torcidos por los vientos, y el día que Acla nació, un pajarraco negro se lanzó en picada, desde más allá de las nubes, y arrancó el casco de acero de la cabeza de Balboa y se alejó graznando.

Aquí estaba construyendo Balboa, pieza por pieza, los bergantines que lo lanzarían a explorar la nueva mar que había descubierto.

El verdugo lo hará. Fundará una empresa de conquista y Pedrarias será su socio. El verdugo, que vino con Colón en el último viaje, será marqués con veinte mil vasallos en los misteriosos reinos del sur. Se llama Francisco Pizarro.

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1519 - Tenochtitlán

Presagios del fuego, el agua, la tierra y el aire

Un día ya lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias. México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los aztecas.

Pasó el tiempo.

Desde hace diez años, se suceden los signos.

Una hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una noche.

Un súbito fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.

Se suicidó la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de agua y el agua avivaba las llamas.

Otro templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.

La laguna donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron hasta los cimientos.

Las redes de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.

Cada noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?

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1519 - Cempoala

Cortés

Crepúsculo de altas llamas en la costa de Veracruz. Once naves están ardiendo y arden los soldados rebeldes que cuelgan de los penoles de la nave capitana. Mientras abre sus fauces la mar devorando las fogatas, Hernán Cortés, de pie sobre la arena, aprieta el pomo de la espada y se descubre la cabeza.

No sólo las naves y los ahorcados se han ido a pique. Ya no habrá regreso; ni más vida que la que nazca desde ahora, así traiga consigo el oro y la gloria o la acompañe el buitre de la derrota. En la playa de Veracruz se han hundido los sueños de quienes bien quisieran volverse a Cuba, a dormir la siesta colonial en hamacas de redes, envueltos en melenas de mujer y humos de tabaco: la mar conduce al pasado y la tierra al peligro. A lomo de caballo irán los que han podido pagarlo, y a pie los demás: setecientos hombres México adentro, hacia la sierra y los volcanes y el misterio de Moctezuma.

Cortés se ajusta su sombrero de plumas y da la espalda a las llamas. De un galope llega al caserío indígena de Cempoala, mientras se hace la noche. Nada dice a la tropa. Ya se irán enterando.

Bebe vino, solo en su tienda. Quizás piensa en los hombres que mató sin confesión o en las mujeres que acostó sin boda desde sus días de estudiante en Salamanca, que tan remotos parecen, o en sus perdidos años de burócrata en las Antillas, durante el tiempo de la espera. Quizás piensa en el gobernador Diego Velázquez, que pronto temblará de furia en Santiago de Cuba. Seguramente sonríe si piensa en ese soposo dormilón, cuyas órdenes nunca más obedecerá; o en la sorpresa que espera a los soldados que está escuchando reír y maldecir en las ruedas de dados y naipes del campamento.

Algo de eso le anda en la cabeza, o quizás la fascinación y el pánico de los días por venir; y entonces alza la mirada, la ve en la puerta y a contraluz la reconoce. Se llamaba Malinali o Malinche cuando se la regaló el cacique de Tabasco. Se llama Marina desde hace una semana.

Cortés habla unas cuantas palabras mientras ella, inmóvil, espera. Después, sin un gesto, la muchacha se desata el pelo y la ropa. Un revoltijo de telas de colores cae entre sus pies desnudos y él calla cuando aparece y resplandece el cuerpo.

A pocos pasos de allí, el soldado Bernal Díaz del Castillo escribe, a la luz de la luna, la crónica de la jornada. Usa de mesa un tambor.

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