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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (16 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Ya se prepara en el Tocuyo, al mando de Diego de Losada, la tropa que matará a Miguel y aniquilará su reino. Vendrán los españoles armados de arcabuces y perros y ballestas. Los negros y los indios que sobrevivan, perderán sus orejas o sus testículos o los tendones de sus pies, para ejemplo de toda Venezuela.

[2]

Un sueño de Pedro de Valdivia

Tiembla en la bruma la luz de los hachones. Ruido de espuelas que arrancan chispas al empedrado, en una plaza de armas que no es de Chile ni de ningún lugar. En la galería, una fila de hombres nobles, de palacio; largas capas negras, espadas ceñidas, sombreros de plumas. Al paso de Pedro de Valdivia, cada uno de los hombres se inclina y se quita el sombrero. Al quitarse el sombrero, se quita la cabeza.

1553 - Tucapel

Lautaro

La flecha de la guerra ha recorrido todas las comarcas de Chile.

A la cabeza de los araucanos ondula la capa roja de Caupolicán, el cíclope que es capaz de arrancar los árboles de cuajo.

Arremete la caballería española. El ejército de Caupolicán se abre en abanico, la deja entrar y en seguida se cierra y la devora por los flancos.

Valdivia envía el segundo batallón, que se rompe contra una muralla de miles de hombres. Entonces ataca, seguido por sus mejores soldados. A toda carrera embiste gritando, lanza en mano, y los araucanos se desmoronan ante su ofensiva fulminante.

Mientras tanto, al frente de los indios que sirven al ejército español, Lautaro aguarda sobre una loma.

—¿Qué cobardía es ésta? ¿Qué infamia de nuestra tierra?

Hasta este instante, Lautaro ha sido el paje de Valdivia. A la luz de un relámpago de furia, el paje elige la traición, elige la lealtad: sopla el cuerno que lleva terciado al pecho y a galope tendido se lanza al ataque. Se abre paso a garrotazos, partiendo corazas y arrodillando caballos, hasta que llega a Valdivia, lo mira cara a cara y lo derriba.

No ha cumplido veinte años el nuevo caudillo de los araucanos.

[5]

Valdivia

Hay fiesta en torno al árbol de la canela.

Los vencidos, vestidos de taparrabos, asisten a las danzas de los vencedores, que llevan yelmo y coraza. Lautaro luce las ropas de Valdivia, el jubón verde recamado de oro y plata, la fulgurante coraza y el casco de visera de oro, airoso de plumas y coronado de esmeraldas.

Valdivia, desnudo, se despide del mundo.

Nadie se equivocó. Ésta es la tierra que hace trece años Valdivia eligió para morir, cuando salió del Cuzco seguido por siete españoles de a caballo y mil indios de a pie. Nadie se equivocó, salvo doña Marina, su olvidada esposa de Extremadura, que al cabo de veinte años se ha decidido a cruzar el océano y está navegando, ahora, con su equipaje digno del rango de gobernadora, el sillón de plata, la cama de terciopelo azul, las alfombras y toda su corte de parientes y sirvientes.

Los araucanos abren la boca de Valdivia y se la llenan de tierra. Le hacen tragar tierra, puñado tras puñado, le hinchan el cuerpo de tierra de Chile, mientras le dicen:

—¿Quieres oro? Come oro. Hártate de oro.

[5][26]

1553 - Potosí

El alcalde y la bella

Si Potosí tuviera hospital y ella pasara por la puerta, se curarían los enfermos. Pero esta ciudad o rejunte de casas nacido hace menos de seis años, no tiene hospital.

Ha crecido locamente el campamento minero, que ya suma veinte mil almas. Brotan nuevos techos, cada amanecer, al empuje de los aventureros que de todas partes acuden, dándose de codazos y estocadas, en busca de fortuna fácil. Ningún hombre se arriesga por las callejuelas de tierra sin armarse de espada y cota de cuero, y están las mujeres condenadas a vivir atrás de los postigos. Más peligro corren las menos feas; y entre ellas, la bella, soltera para colmo, no tiene más remedio que esconderse del mundo a cal y canto. Sólo sale al alba, muy escoltada, para ir a misa; porque nomás verla a cualquiera le vienen ganas de bebérsela toda, de un trago o de a sorbitos, y los mancos manotean.

El alcalde mayor de la villa, don Diego de Esquivel, le ha echado el ojo. Dicen que por eso anda sonriendo de oreja a oreja, y todo el mundo sabe que él no había vuelto a sonreír desde aquella lejana vez que lo intentó, en la infancia, y le quedaron doliendo los músculos.

[167]

Al son del organito, canta un ciego a la que duerme sola

Señora,

¿por qué duermes sola,

pudiendo dormir

con un mancebo

que tenga calzones

de pulidos botones

y casaca

de ojales de plata?

Arriba

hay una verde oliva.

Abajo

hay un verde naranjo.

Y en medio

hay un pájaro negro

que chupa

su terrón de azúcar.

[196]

El alcalde y el galán

—Que no duerme sola —dice alguien—. Que duerme con ése.

Y se lo señalan. El preferido de la muchacha es un soldado de buena apostura y con mieles en los ojos y la voz. Don Diego mastica el despecho y resuelve esperar su oportunidad.

La oportunidad llega una noche, en uno de los garitos de Potosí, traída por la mano de un fraile que se ha jugado las limosnas. Un mago de los naipes está recogiendo los frutos de sus afanes cuando el cura desplumado deja caer un brazo, extrae un puñal de la sotana y le clava la mano en el tapete. El galán, que anda por allí de puro curioso, se mete en la pelea.

Marchan todos presos.

Toca al alcalde, don Diego, decidir. Encara al galán y le ofrece:

—Multa o azote.

—Multa, no puedo pagar. Pobre soy, pero hidalgo de sangre pura y solar conocido.

—Doce azotes para este príncipe —decide el alcalde.

—¡A un hidalgo español! —protesta el soldado.

—Cuéntamelo por la otra oreja, que ésta no te lo cree —dice don Diego, y se sienta a disfrutar los latigazos.

Cuando lo desatan, el castigado amante amenaza:

—En vuestras orejas, señor alcalde, cobraré venganza. Os las presto por un año. Podéis usarlas por un año, pero son mías.

[167]

1554 - Cuzco

El alcalde y las orejas

Desde la amenaza del galán, don Diego se palpa las orejas cada mañana, al despertarse, y las mide ante el espejo. Ha descubierto que las orejas crecen cuando están contentas y que las encogen el frío y las melancolías; que las calientan al rojo vivo las miradas y las calumnias y que aletean desesperadamente, como pajaritos en la jaula, cuando escuchan los chasquidos de una hoja de acero que se afila.

Para ponerlas a salvo, don Diego las trae al Cuzco. Guardias y esclavos lo acompañan en el largo viaje.

Un domingo de mañana, sale don Diego de misa, más desfilando que caminando, seguido por el negrito que le lleva el reclinatorio de terciopelo. De pronto un par de ojos se clavan, certeros, en sus orejas, y una capa azul atraviesa en ráfaga el gentío y se desvanece, flameando, en la lejanía.

Quedan las orejas como lastimadas.

[167]

1554 - Lima

El alcalde y el cobrador

De aquí a poco, las campanas de la catedral anunciarán la medianoche. Entonces se cumplirá un año justo de aquel estúpido episodio que obligó a don Diego a mudarse al Cuzco, y de Cuzco a Lima.

Don Diego confirma por milésima vez que están las trancas puestas y que no se han dormido los que montan guardia hasta en la azotea. Él mismo ha revisado la casa rincón por rincón, sin olvidar ni la leña de la cocina.

Pronto ofrecerá una fiesta. Habrá toros y mascaradas, juegos de cañas y castillos de pólvora, aves asándose en las hogueras y barricas de vino con las espitas abiertas. Don Diego dejará a toda Lima bizca de deslumbre. En la fiesta estrenará su capa de damasco y su nueva montura de terciopelo negro, tachonada con clavos de oro, que tan buen juego hace con la gualdrapa carmesí.

Se sienta a esperar las campanadas. Las cuenta. Suspira hondo.

Un esclavo alza el candelabro y le ilumina el camino de alfombras hacia el dormitorio. Otro esclavo le quita el jubón y las calzas, estas calzas que parecen guantes, y las medias blancas caladas. Los esclavos cierran la puerta y se retiran a ocupar sus puestos de vigilancia hasta el amanecer.

Don Diego sopla las velas, hunde la cabeza en el almohadón de seda y, por primera vez en un año, se sumerge en el sueño sin sobresaltos.

Mucho después, empieza a moverse la armadura que adorna un rincón del dormitorio. Espada en mano, la armadura avanza en la oscuridad, muy lentamente, hacia la cama.

[167]

1554 - Ciudad de México

Sepúlveda

El cabildo de la ciudad de México, flor y nata del señorío colonial, resuelve enviar a Juan Ginés de Sepúlveda doscientos pesos de oro en reconocimiento de su tarea y para animarle en el futuro.

Sepúlveda, el humanista, no es solamente doctor y arcipreste, cronista y capellán de Carlos V. Brilla también en los negocios, según prueba su creciente fortuna, y en las cortes trabaja como ardoroso agente de propaganda de los dueños de las tierras y los indios de América.

Ante los alegatos de Bartolomé de Las Casas, sostiene Sepúlveda que los indios son siervos por naturaleza, según lo quiere Dios, y que sobrados ejemplos brindan las Sagradas Escrituras del castigo a los injustos. Cuando Las Casas pretende que los españoles aprendan las lenguas de los indios tanto como los indios la lengua de Castilla, contesta Sepúlveda que la diferencia entre los españoles y los indios es la misma que separa a los machos de las hembras y casi la que distingue a los hombres de los monos. Lo que Las Casas llama abuso y crimen, para Sepúlveda es legítimo sistema de dominio y recomienda el arte de la cacería contra quienes, habiendo nacido para obedecer, rehúsan la esclavitud.

El rey, que publica los ataques de Las Casas, prohíbe, en cambio, el tratado de Sepúlveda sobre las justas causas de la guerra colonial. Sepúlveda acepta la censura sonriendo y sin protestar. Puede más, al fin y al cabo, la realidad que la mala conciencia, y bien sabe él lo que en el fondo saben todos los que mandan: que es el afán de ganar oro, y no el de ganar almas, el que levanta imperios.

[90][118]

1556 - Asunción del Paraguay

Las conquistadoras

A sus espaldas cargaron la leña y los heridos. Como a niñitos trataron las mujeres a los hombres: les dieron agua fresca y consuelo y telarañas para las lastimaduras. Las voces de aliento y de alarma brotaron de sus bocas, y también las maldiciones que fulminaron a los cobardes y empujaron a los flojos. Ellas dispararon las ballestas y los cañones mientras ellos se arrastraban buscando sombrita donde morir. Cuando llegaron a los bergantines los sobrevivientes del hambre y las flechas, fueron las mujeres quienes izaron las velas y buscaron rumbo, río arriba, remando y remando sin quejas. Así ocurrió en Buenos Aires y en el río Paraná.

Al cabo de veinte años, el gobernador Irala ha repartido indios y tierras en Asunción del Paraguay.

Bartolomé García, que fue de aquellos que llegaron en los bergantines desde el sur, masculla sus protestas. Irala no le ha dado más que dieciséis indios, a él que tiene todavía hundida en el brazo una punta de flecha y supo pelear cuerpo a cuerpo con los pumas que saltaban las empalizadas de Buenos Aires.

—¿Y yo? Si te quejas tú, ¿qué diré yo? —chilla doña Isabel de Guevara.

Ella también estuvo desde el principio. Vino desde España para fundar Buenos Aires junto a Mendoza y junto a Irala subió hasta Asunción. Por ser mujer, el gobernador no le ha dado ni un indio.

[120]

«El Paraíso de Mahoma».

Ruedan los dados. Una india sostiene el candil. Desnuda se la lleva quien la gana, porque sin ropas la ha apostado quien la pierde.

En el Paraguay, las indias son los trofeos de las ruedas de dados o naipes, el botín de las expediciones a la selva, el motivo de los duelos y los asesinatos. Aunque hay muchas, la más fea vale tanto como un tocino o un caballo. Los conquistadores de Indias y de indias acuden a misa seguidos de manadas de mujeres. En esta tierra estéril de oro o plata, algunos tienen ochenta o cien, que durante el día muelen caña y por la noche hilan algodón y se dejan amar, para dar a sus señores mieles, ropas, hijos: ellas ayudan a olvidar las riquezas soñadas que la realidad negó y las lejanas novias que en España envejecen esperando.

—Cuidado. Van a la cama con odio —advierte Domingo Martínez, padre de infinitos mestizos y futuro fraile. Él dice que son las indias rencorosas y testarudas, siempre ávidas de regresar al monte donde las cazaron, y que no se les puede confiar ni una onza de algodón porque lo esconden o lo queman o lo dan, que su gloria no es sino echar a perder a los cristianos y destruir cuanto hay. Algunas se han matado ahorcándose o comiendo tierra y hay quienes niegan el pecho a sus hijos recién nacidos. Ya la india Juliana mató una noche al conquistador Nuño de Cabrera y a gritos incitó a las otras a seguir su ejemplo.

[73][74]

Coplas del mujeriego, del cancionero español

Como los moros gastan

siete mujeres,

también los españoles

gastarlas quieren.

¡Ay, qué alegría,

que ya se ha vuelto España

la morería!

Querer una no es ninguna,

querer dos es falsedad,

querer tres y engañar cuatro,

¡eso es gloria que Dios da!

[196]

1556 - La Imperial

Marino de Lobera

El caballo, pelo de oro y mucho brío, decide el rumbo y el ritmo. Si quiere galopar, galopa; busca el campo y retoza entre los altos pastos, se asoma al arroyo y regresa; respetuoso, al paso, va y viene por las calles de tierra de la ciudad nuevita.

A rienda suelta, montando en pelo, Pedro Marino de Lobera pasea y celebra. Todo el vino que había en La Imperial circula por sus venas. De vez en cuando, echa risitas y comentarios. El caballo vuelve la cabeza, mira y aprueba.

Hoy hace cuatro años que don Pedro abandonó el séquito del virrey en Lima y emprendió el largo camino hacia Chile.

—Yo tengo cuatro años —dice don Pedro al caballo—. Cuatro añitos. Tú eres más viejo y más bruto.

En este tiempo, es mucho lo que ha visto y peleado. Él dice que de estas tierras chilenas brotan alegrías y oro como las plantas crecen en otras comarcas. Y cuando hay guerra, que siempre hay, la Virgen echa niebla espesa para cegar a los indios y el apóstol Santiago suma su lanza y su caballo blanco a las huestes de la conquista. No lejos de aquí, hace poco, estando los escuadrones araucanos de espaldas a la mar, una ola gigantesca los arrebató y se los tragó.

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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