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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (21 page)

BOOK: Memorias de África
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Todas las mujeres jóvenes tienen una elevada idea de su propio valor. Una virgen mahometana no se puede casar con alguien que esté por debajo de su nivel social, porque semejante cosa significaría la infamia para su familia. Un hombre sí podía casarse por debajo del suyo —lo cual era bastante bueno para él— y ha habido jóvenes somalíes casados con mujeres masai. Pero mientras que una muchacha somalí puede casarse en Arabia, una muchacha árabe no puede casarse en Somalia, porque los árabes son raza superior debido a su relación más cercana con el Profeta, y entre ellos una doncella perteneciente a la familia del Profeta no puede casarse con un marido de fuera. En virtud de su sexo las jóvenes hembras de la raza pueden esperar ascender en la escala social. Inocentemente ellas mismas comparan el principio con el de un acaballadero de pura sangre, ya que los somalíes tienen un alto concepto de las yeguas.

Cuando ellas y yo tuvimos suficiente confianza, me preguntaron si era verdad que en algunos países de Europa se entregaban las doncellas a sus maridos a cambio de nada. Les habían dicho incluso, pero no podían creer tal cosa, que había una tribu tan depravada en que se pagaba al novio para que se casara con la novia. Vergüenza y ludibrio por tales padres y tales muchachas que se dejaban tratar así. ¿En dónde estaba la propia estimación, su respeto por la mujer o la virginidad? Si hubieran tenido la desdicha de nacer en semejante tribu, me dijeron las muchachas, hubieran hecho el voto de ir a la tumba sin casarse.

En nuestros días, en Europa, ya no tenemos oportunidad de estudiar la técnica de la mojigatería de las doncellas, y a través de viejos libros no he podido captar su encanto. Ahora ya entiendo cómo mi abuelo y mi bisabuelo tuvieron que rendirse. El sistema somalí era a la vez una necesidad natural y una forma de las bellas artes, a la vez religión, estrategia y ballet, practicada en todos los aspectos con la debida devoción, disciplina y destreza. La gran dulzura reside en el juego de las fuerzas opuestas en su interior. Detrás del eterno principio del rechazo, había mucha generosidad; detrás de la pedantería, cuánto humor y desprecio de la muerte. Aquellas hijas de una raza guerrera interpretaban el ceremonial de la modestia vital como una danza de guerra grande y elegante; no se hacían las mosquitas muertas, pero no descansaban hasta haber bebido la sangre del corazón de sus adversarios, y eran como tres feroces lobas disfrazadas con pieles de ovejas. Los somalíes forman un pueblo resistente, endurecido desiertos y en el mar. Profundas dificultades, fuertes tensiones, altas olas y muchos años debieron pasar para que sus mujeres se convirtieran en un ámbar tan brillante y duro.

Las mujeres hicieron de la casa de Farah un hogar al estilo de un pueblo nómada, que levantaba su tienda de vez en cuando, con muchos tapices y colgaduras ornamentadas en las paredes. Para ellas el incienso era un importante componente de un hogar: la mayor parte de los inciensos somalíes son muy dulces. En mi vida en la granja yo veía a pocas mujeres y adquirí la costumbre de sentarme, al final del día, para pasar una hora tranquila con la anciana y las muchachas en la casa de Farah.

Les interesaba todo y las cosas pequeñas les gustaban mucho. Menudos incidentes en la granja y bromas referidas a nuestros asuntos locales las hacían reír como un carillón de campanillas. Cuando les enseñé a hacer punto se reían con ello como si fuera una marioneta cómica.

No había ignorancia en su inocencia. Habían asistido a partos y muertes y discutían sus detalles fríamente con su madre. A veces, para entretenerme, me contaban cuentos de hadas al estilo de
Las Mil y Una Noches
, la mayor parte de género cómico, que trataban del amor con mucha franqueza. Había un rasgo común en todos esos cuentos, y era que la heroína, casta o no, vencía a los personajes masculinos y terminaba el cuento triunfante. La madre estaba sentada y escuchaba con una sonrisita en el rostro.

Dentro de aquel cerrado mundo femenino, detrás de sus muros y fortificaciones, percibía la presencia de un gran ideal sin el cual no se hubieran defendido tan valientemente; la idea de un milenio, cuando las mujeres reinaran como soberanas en el mundo. En esos tiempos la anciana madre tomaría una nueva forma y se sentaría en un trono como un enorme y oscuro símbolo de aquella poderosa deidad femenina que había existido en el remoto pasado, antes del tiempo del Profeta de Dios. Nunca lo perdían de vista, pero eran sobre todo gente práctica atenta a las necesidades del momento y con una infinita celeridad de recursos.

Las jóvenes preguntaban mucho por las costumbres europeas y escuchaban atentamente descripciones de las maneras, educación y vestidos de las señoras blancas, como si quisieran completar su educación estratégica con el conocimiento de cómo los varones de una raza extranjera eran conquistados y sometidos.

Sus ropas desempeñaban un tremendo papel en sus vidas, lo cual no es de extrañar, porque para ellas aquello era material de guerra, botín de guerra y símbolos de victoria, como banderas conquistadas. Su marido, el somalí, es sobrio por naturaleza, indiferente a la comida, a la bebida y a la comodidad personal, duro y frugal como el país de donde procede: su lujo es la mujer. Para ella es insaciablemente codicioso, para él las mujeres son el supremo bien de la vida: camellos, caballos y ganados pueden ser también deseables, pero no pueden compararse con ellas. Las mujeres somalíes estimulan al hombre en las dos inclinaciones de su naturaleza. Desprecian con crueldad cualquier blandura en el hombre; y con grandes sacrificios personales ponen muy alto su propio precio. Estas mujeres no pueden ni siquiera comprar un par de zapatillas como no sea a través de un hombre, no pueden ser dueñas de sí mismas y necesitan pertenecer a algún varón, un padre, un hermano o a un marido, pero siguen siendo el supremo valor de la vida. Es sorprendente, y honra a las dos partes, las cantidades de seda, oro, ámbar y coral que sacan las mujeres somalíes de sus hombres.

Al final de los largos y agotadores safaris comerciales, las dificultades, los riesgos, las estratagemas y los sufrimientos se convierten en adornos femeninos. Las jóvenes que no tienen hombres a los que exprimir, en las pequeñas tiendas en que viven se arreglan lo mejor que pueden sus bonitos cabellos y sueñan con el momento en que conquisten al conquistador y extorsionen al extorsionador. No tienen inconveniente en prestarse las joyas y les encanta vestir a la hermana pequeña, que es la más bella, con las mejores galas de la hermana casada; e incluso, entre risas, le cubren la cabeza con un paño de oro, adorno que la virgen no puede legalmente usar.

Los somalíes son muy dados a litigios y luchas encarnizadas, y casi siempre había algún asunto que Farah tenía que ir a arreglar a Nairobi, o estaba en reuniones de la tribu en la granja. En estos casos, la anciana, cuando yo iba a su casa, me sonsacaba de una manera cortés e inteligente. Podía preguntarle a Farah, que le hubiera dicho todo lo que quisiera saber, porque tenía un gran respeto por ella. Pero ella buscaba otra vía, me parece que por diplomacia. De esta manera podía seguir, si le venía bien, mostrando ignorancia de los asuntos masculinos, y una incapacidad de entender los típicamente femeninos. Si daba un consejo lo daba de manera sibilina, de inspiración divina, y nadie podía reprochárselo.

En las grandes reuniones de los somalíes en la granja o en las grandes celebraciones religiosas, las mujeres tenían que ocuparse de la organización y de la comida. No asistían al banquete y no podían ir a la mezquita, pero deseaban con todas sus fuerzas el éxito y el esplendor de la fiesta. Nunca hablaban entre ellas de lo que pensaban sobre este hecho. En esas ocasiones me recordaban mucho a las damas de la generación más vieja de mi país, que me figuraba siempre con polisón y vestidos de cola. Las mujeres escandinavas de los días de mi madre y de mi abuela, esclavas civilizadas de unos bárbaros afables, hacían los honores de aquellos tremendos y sagrados festivales masculinos: la cacería del faisán y las grandes batidas otoñales.

Los somalíes habían sido propietarios de esclavos durante innumerables generaciones y sus mujeres se llevaban bien con los nativos, y su trato con ellos era despreocupado y plácido. Para los nativos servir a somalíes o a árabes es menos difícil que a los blancos, porque el tiempo de vida de la gente de color es en todas partes el mismo. La esposa de Farah era muy querida por los kikuyus de la granja y Kamante me dijo muchas veces que era muy lista.

Con mis amigos blancos que frecuentaban la granja, como Berkeley Cole y Denys Finch-Hatton, las jóvenes somalíes se mostraban amistosas, hablaban con frecuencia de ellos y sabían sorprendentemente mucho de sus vidas. Cuando se encontraban conversaban con ellos como si fueran sus hermanas, con sus manos escondidas entre los pliegues de las faldas. Pero las relaciones eran complicadas, porque tanto Berkeley como Denys tenían sirvientes somalíes y las muchachas no podían, por nada del mundo, tratar con ellos. Tan pronto como Jama o Bilea, esbeltos y de ojos oscuros, tocados con turbantes, aparecían por la granja, mis jóvenes somalíes desaparecían sin dejar ni rastro. Si durante ese tiempo querían verme, venían a escondidas pegadas a la casa, y el rostro se lo tapaban con las faldas. Los ingleses decían que les encantaba la confianza que les demostraban, pero en el fondo de sus corazones creo que se sentían desencantados de que los consideraran tan inofensivos.

A veces me llevaba a alguna de las muchachas para dar un paseo en coche o hacer una visita; precavidamente preguntaba a la madre si podía hacerlo, porque no quería empañar reputaciones frescas como el rostro de Diana. Cerca de la granja vivía una joven australiana casada, que para mí era desde hacía unos pocos años una vecina encantadora; invitaba a tomar el té a las somalíes. Era un gran acontecimiento. Se ponían vestidos tan bonitos que parecían un ramo de flores y cuando íbamos en el automóvil gorjeaban detrás de mí como una pajarera. Demostraban un gran interés por la casa, los vestidos, hasta por el marido de mi amiga cuando lo veían cabalgar o cavar en la distancia. Al servir el té sólo la hermana casada y los niños podían tomarlo, porque a las jóvenes les estaba prohibido por demasiado excitante. Tenían que conformarse con pasteles y lo hacían con mucha gracia y compostura. Había discusiones sobre la chiquilla que nos acompañaba: ¿podía seguir tomándolo o ya había llegado a una edad en que hacerla era demasiado peligroso? La hermana casada sostenía que podía hacerla, pero la chica nos lanzaba una mirada profunda, oscura y orgullosa y rechazaba la taza.

La prima era una muchacha pensativa, con ojos pardos, podía leer en árabe y sabía pasajes del Corán de memoria. Tenía un espíritu proclive a la teología y nos enzarzábamos en muchas discusiones religiosas y charlas sobre las maravillas del mundo. De ella aprendí la verdadera paráfrasis de la historia de José y la mujer de Putifar. Admitía que Cristo hubiera nacido de una virgen, pero no que fuera hijo de Dios, porque Dios no podía tener hijos de carne. Marammo, que era la más adorable de las doncellas, estaba paseando por el jardín y un gran ángel, enviado por el Señor, le tocó el hombro con su ala de pluma, y de ello concibió. En el curso de nuestras discusiones un día le enseñé una postal de la estatua de Cristo de Thorvaldsen en la catedral de Copenhague. Con ella se enamoró de una manera delicada y extática del Salvador. No se cansaba de escuchar hablar de él, suspiraba y cambiaba de color mientras le hablaba. Le preocupaba mucho Judas. ¿Qué clase de hombre sería?, ¿cómo podía haber gente como esa?, le encantaría poder sacarle los ojos. Era una gran pasión, de la misma naturaleza del incienso que quemaban en sus casas, y que, hecho de las oscuras maderas que crecen en las lejanas montañas, es dulce y extraño a nuestros sentidos.

Le pregunté a los padres franceses si podía llevar mi grupo de jóvenes mahometanas hasta la Misión, y como se mostraron de acuerdo en su cordial y simpático estilo —encantados de que ocurriera algo— una tarde fuimos allá, y una por una entraron solemnemente en la fresca iglesia. Las jóvenes nunca habían visto un edificio tan elevado, mientras lo contemplaban se ponían las manos sobre la cabeza para protegerse si se les caía encima. Había imágenes en la iglesia y, con la excepción de la postal, jamás habían visto en sus vidas nada semejante. En la Misión francesa había una estatua de tamaño natural de la Virgen, toda blanca y azul celeste, con un lirio en la mano, y al lado otra de San José con el niño en brazos. Se quedaron suspensas ante ellas, la belleza de la Virgen les hizo suspirar. Ya conocían a San José, del cual tenían la más elevada opinión por ser un marido tan leal y protector de la Virgen, ahora le miraban profundamente agradecidas porque también llevaba al niño. La esposa de Farah que esperaba un hijo, estuvo todo el tiempo en la iglesia cerca de la Sagrada Familia. Los padres estaban muy orgullosos de las vidrieras de la iglesia, hechas de un papel que imitaba los vitrales y representaba la pasión de Cristo. La prima joven, que parecía perdida y absorta por aquellas ventanas, dio vueltas a la iglesia con los ojos puestos en ellas, retorciéndose las manos y doblando las rodillas como bajo el peso de la cruz. Al volver a casa apenas hablaron; no hacían preguntas por miedo, yo creo, de traicionar su ignorancia de aquellas cuestiones. Sólo un par de días más tarde me preguntaron si los padres podían hacer que la Virgen o San José se bajaron de sus pedestales.

La prima joven se casó en la granja, en un bonito
bungalow
que entonces estaba vacío y que presté a los somalíes para esa ocasión. La boda fue espléndida y duró siete días. Estuve presente en la ceremonia principal, cuando una procesión de mujeres que cantaban, llevó a la novia al encuentro de una procesión de hombres que también cantaban y que traían al novio. No le había visto nunca y me pregunté si se lo imaginaría como el Cristo de Thorvaldsen, o si tendría dos ideales, un amor celestial y un amor terreno, como en los libros de caballería. Durante la semana fui hasta allí más de una vez. A la hora que llegara siempre encontraba la casa resonante de animación y llena del incienso de la boda. Había danzas de espadas y grandes bailes femeninos; se hacían tratos sobre ganado entre los ancianos, se disparaban armas de fuego y llegaban o marchaban carretas tiradas por mulas. De noche, a la luz de los fanales de la terraza, en los carros y en la casa, iban y venían los tintes más apreciados de Arabia y Somalia: carmesí, ciruela pura, pardo del Sudán, rosa de bengala azafranado.

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