Memorias de una pulga (14 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios de la tierna vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro.

—¡Oh, qué dura! ¡Cuán grande es! —comentó Bella—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, deteneos!

Igual hubiera sido que Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó empalada.

—¡Ah! —exclamó el violador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto es verdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro. Estoy en su interior hasta los testículos!

El señor Verbouc practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella.

Mientras tanto Bella sentía el calor del invasor en su vientre. Podía darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenía adentro se descubría y se volvía a cubrir, y acometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar un grito desmayado.

El señor Verbouc estaba encantado.

—¡Empuja, empuja! —decía—. Ahora le da gusto. Dáselo todo… ¡Empuja!

Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el interior del delicado cuerpo de Bella.

La muchacha sintió el cálido y cosquilleante chorro disparado a toda violencia en su interior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padre Ambrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximo durante las descargas.

Apenas se hubo retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tío inició su goce, hasta que dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginados por una mente enferma.

—Me pregunto —dijo el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con un buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquilla me inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mí y del mundo entero. Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el límite del éxtasis.

La observación del tío —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba en parte dirigida al buen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras.

—Creo poder decírtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no quieras seguir mi razonamiento.

—De todos modos puedes exponérmelo —replicó Verbouc—. Soy todo oídos, y me interesa mucho saber cuál es la razón, según tú.

—Mí razón, o quizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis.

Después, tomando un poco de rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a alguna reflexión importante— prosiguió:

—El placer sensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en dichas circunstancias.

Hay que entender bien lo que quiero decir, y por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeres deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción de sus apetitos.

Precisamente es en la falta de Consentimiento donde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre de mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujer que se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayor motivo que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir al acto características de delito, o de violencia que agregan un deleite que de otro modo no existiría. Es malo, está prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una verdadera obsesión poder alcanzarlo.

—¿Por qué, también —siguió diciendo— un hombre de constitución vigorosa y capaz de proporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en lo anormal de la situación, que proporciona placer a su imaginación, y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación. La ley de los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos los demás. La simple diferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otros contrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantes son infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altos prefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los fuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa, anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan la incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increíbles incongruencias.

Nadie, salvo los animales inferiores, los verdaderos brutos, se entregan a la cópula indiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a veces preferencias y deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no ha visto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros callejeros, o no se ha reído de los apuros de la vieja vaca que, llevada al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el lomo de su vecina más próxima?

—De esta manera contesto a tus preguntas —terminó diciendo— y explico tus preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida compañera de juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos momentos.

Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma adquiriera sus mayores dimensiones.

—Ven, mi fruto prohibido —dijo él—. Déjame que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plena satisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mía ¡ven!

Bella echó una mirada al enrojecido y rígido miembro de su confesor, y pudo observar la mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, se dispuso a darles satisfacción.

Como ya su majestuoso pene había entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión, el dolor de la distensión había ya cedido su lugar al placer, y su juvenil y elástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con dificultad apenas limitada a tener que efectuar la introducción cautelosamente.

El buen hombre se detuvo por unos momentos a contemplar el buen prospecto que tenía ante sí; luego, adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Bella, y metió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Bella la recibió con un estremecimiento de emoción.

Ambrosio siguió penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas, hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió hasta los testículos.

Siguieron una serie de embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozos espasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre pío era intenso, el de su joven compañera de juego era por igual inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de su apetito, y Bella sintió los chorros de semen abrasándole violentamente las entrañas.

—¡Ah, cómo me habéis inundado los dos! —dijo Bella. Y mientras hablaba podía observarse un abundante escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corría por sus piernas basta llegar al suelo.

Antes de que ninguno de los dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquila alcoba un griterío procedente del exterior que acabó por atraer la atención de todos los presentes, no obstante que cada vez se debilitaba más.

Llegando a este momento debo poner a mis lectores en antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar esta desventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros insectos.

Debería haber explicado, como cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que la tía de Bella, la señora Verbouc, que ya presenté a mis lectores someramente en el capítulo inicial de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su sobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa.

El señor Verbouc había ya alcanzado el estado de indiferencia ante los requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su alcoba, o perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos maritales.

La señora Verbouc, sin embargo, era todavía joven —treinta y dos primaveras habían transcurrido sobre su devota y piadosa cabeza— era hermosa, y había aportado a su esposo una considerable fortuna.

No obstante sus píos sentimientos, la señora Verbouc apetecía a veces el consuelo más terrenal de los brazos de su esposo y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus derechos en las ocasionales visitas que él hacía a su recámara.

En esta ocasión la señora Verbouc se había retirado a la temprana hora en que acostumbraba hacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar lo que sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette, que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante personaje, cuyo comportamiento será también necesario que analicemos.

Sucedió, pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor hemos ya tenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven Bella de la Sociedad de la Sacristía, y sabiendo bien quién era ella y dónde podía encontrarla, rondó durante varios días la residencia del señor Verbouc, a fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padre Ambrosio les había escamoteado a sus cofrades.

Le ayudó en la empresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida, aunque no sospechaba el papel que en la misma había desempeñado el padre Ambrosio.

Aquella tarde el padre Clemente se había apostado en las proximidades de la casa, y en busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través de ella, seguro de que era la que daba a la habitación de Bella.

¡Cuán vanos son, empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habían sido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perder detalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales.

Mientras, la noche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logró empinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba la habitación en la que el ansioso cura pudo descubrir una dama entregada al pleno disfrute de un sueño profundo.

Sin dudar que sería capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó el haber disfrutado de sus encantos, el audaz pícaro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras su gigantesco miembro ya despierto al placer que se le prometía, se erguía contra su hirsuto vientre.

La señora Verbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió con amor hacia el intruso, y nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque.

Clemente, por su parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenía entre sus brazos, con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus caricias, apresuró los preliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señora para llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó con fuerza hacia el interior.

Hubo un movimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo, hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras entraba, la señora Verbouc advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado rostro del feroz padre Clemente.

Instantáneamente se produjo una lucha, un violento alboroto, y una vana tentativa por parte de la dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante.

Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en toda su longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego de ira y de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de la habitación, ni la lluvia de golpes que caía sobre sus posaderas, hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un toro, le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente matriz de su víctima.

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