Memorias de una pulga (13 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Decir que sus sentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultado natural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la mirada para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras una carrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Bella dirigió a éste una golosa mirada, concibiendo la insanía de apoderarse de él para darse gusto a sí misma.

Obsesionada con tal idea, Bella comprendió que tenía que hacer algo para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino, pero apenas había avanzado una docena de pasos cuando su mirada tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión.

Precisamente frente a ella se encontraba un joven rústico de unos dieciocho años, de facciones bellas, aunque de expresión bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles entregados a su pasatiempo. Una brecha entre los matorrales que bordeaban el camino le proporcionaba un excelente ángulo de vista, y estaba entregado a la contemplación del espectáculo con un interés tan evidente como el de Bella.

Pero lo que encadenó la atención de ésta en el muchacho fue el estado en que aparecía su vestimenta, y la aparición de un tremendo miembro, de roja y bien desarrollada cabeza que desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía impúdico.

No cabía duda sobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la pradera había causado en el muchacho, puesto que éste se había desabrochado los bastos calzones para apresar entre sus nerviosas manos un arma de la que se hubiera enorgullecido un carmelita. Con ojos ansiosos devoraba la escena que se desarrollaba en la pradera, mientras que con la mano derecha desnudaba la firme columna para friccionarla vigorosamente hacia arriba y hacia abajo, completamente ajeno al hecho de que un espíritu afín era testigo de sus actos.

Una exclamación de sobresalto que involuntariamente se le escapó a Bella motivó que él mirara en derredor suyo y descubriera frente a él a la hermosa muchacha, en el momento en que su lujurioso miembro estaba completamente expuesto en toda su gloriosa erección.

—¡Por Dios! —exclamó Bella tan pronto como pudo recobrar el habla—. ¡Qué visión tan espantosa! ¡Muchacho desvergonzado! ¿Qué estás haciendo con esta cosa roja?

El mozo, humillado, trató de introducir nuevamente en su bragueta el objeto que había motivado la pregunta, pero su evidente confusión y la rigidez adquirida por el miembro hacían difícil la operación por no decir que enfadosa.

Bella acudió solícita en su auxilio.

—¿Qué es esto? Deja que te ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga! ¡A fe mía que es tremenda tu cosa, muchacho travieso!

Uniendo la acción a las palabras, la jovencita posó su pequeña mano en el erecto pene del muchacho, y estrujándolo en su cálida palma hizo más difícil aún la posibilidad de poder regresarlo a su escondite.

Entretanto el muchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de ánimo, y advertía la inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo de hacer nada en ayuda de sus loables propósitos de esconder el rígido y ofensivo miembro. En realidad se hizo imposible, aun cuando hubiera puesto algo de su parte, ya que tan pronto como su mano lo asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo tiempo que la hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura.

—¡Ah, muchacho travieso! —observó Bella—. ¿Qué debo hacer? —siguió diciendo, al tiempo que dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz del rústico muchacho.

—¡Ah, cuán divertido es! —suspiró el mozuelo—. ¿Quién hubiera podido decir que usted estaba tan cerca de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosar hasta ponerse como está ahora?

—Esto es incorrecto —observó la damita, apretando más aún y sintiendo que las llamas de la lujuria crecían cada vez más dentro de ella—. Esto es terriblemente incorrecto, picaruelo.

—¿Vio usted lo que hacían los caballos en la pradera? —preguntó el muchacho, mirando con aire interrogativo a Bella, cuya belleza parecía proyectarse sobre su embotada mente como el sol se cuela al través de un paisaje lluvioso.

—Sí, lo vi —replicó la muchacha con aire inocente—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué significaba aquello?

—Estaban jodiendo —repuso el muchacho con una sonrisa de lujuria—. Él deseaba a la hembra y la hembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron a joder.

—¡Vaya, qué curioso! —contestó la joven, contemplando con la más infantil sencillez el gran objeto que todavía estaba entre sus manos, ante el desconcierto del mozuelo.

—De veras que fue divertido, ¿verdad? ¡Y qué instrumento el suyo! ¿Verdad, señorita?

—Inmenso —murmuró Bella sin dejar de pensar un solo momento en la cosa que estaba frotando de arriba para abajo con su mano.

—¡Oh, cómo me cosquillea! —suspiró su compañero—. ¡Qué hermosa es usted! ¡Y qué bien lo frota! Por favor, siga, señorita. Tengo ganas de venirme.

—¿De veras? —murmuró Bella—. ¿Puedo hacer que te vengas?

Bella miró el henchido objeto, endurecido por efecto del suave cosquilleo que le estaba aplicando; y cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. El prurito de observar cuál sería el efecto de su interrumpida fricción se posesionó por completo de ella, por lo que se aplicó con redoblado empeño a la tarea.

—¡Oh, si, por favor! ¡Siga! ¡Estoy próximo a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Apriete más…, frote más aprisa… pélela bien…! Ahora otra vez… ¡Oh, cielos! ¡Oh!

El largo y duro instrumento engrosaba y se calentaba cada vez más a medida que ella lo frotaba de arriba abajo.

—¡Ah! ¡Uf! ¡Ya viene! ¡Uf! ¡Oooh! —exclamó el rústico entrecortadamente mientras sus rodillas se estremecían y su cuerpo adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritos ahogados su enorme y poderoso pene expelió un chorro de líquido espeso sobre las manecitas de Bella, que, ansiosa por bañarlas en el calor del viscoso fluido, rodeó por completo el enorme dardo, ayudándolo a emitir hasta la última gota de semen.

Bella, sorprendida y gozosa bombeó cada gota —que hubiera chupado de haberse atrevido— y extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de sus manos la espesa y perlina masa.

Después el jovenzuelo, humillado y con aire estúpido, se guardó el desfallecido miembro, y miró a su compañera con una mezcla de curiosidad y extrañeza.

—¿Dónde vives? —preguntó al fin, cuando encontró palabras para hablar…

—No muy lejos de aquí —repuso Bella—. Pero no debes seguirme ni tratar de buscarme, ¿sabes? Si lo haces te iría mal —prosiguió la damita—, porque nunca más volvería a hacértelo, y encima serias castigado.

—¿Por qué no jodemos como el semental y la potranca? —sugirió el joven, cuyo ardor, apenas apaciguado, comenzaba a manifestarse de nuevo.

—Tal vez lo hagamos algún día, pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengo que irme enseguida.

—Déjame tentarte por debajo de tus vestidos. Dime, ¿cuándo vendrás de nuevo?

—Ahora no —dijo Bella, retirándose poco a poco—, pero nos encontraremos otra vez.

Bella acariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía tras sus calzones.

—Dime —preguntó ella—. ¿Alguna vez has… has jodido?

—No, pero deseo hacerlo. ¿No me crees? Está bien, entonces te diré que… si, lo he hecho.

—¡Qué barbaridad! —comentó la jovencita.

—A mi padre le gustaría también joderte —agregó sin titubear ni prestar atención a su movimiento de retirada.

—¿Tu padre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes?

—Porque mi padre y yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor que el mío.

—Eso dices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú hacéis estas horribles cosas juntos?

—Sí, claro está que cuando se nos presenta la oportunidad. Deberías verlo joder. ¡Uyuy!

Y rió como un idiota.

—No pareces un muchacho muy despierto —dijo Bella.

—Mi padre no es tan listo como yo —replicó el jovenzuelo riendo más todavía, al tiempo que mostraba otra vez la verga semienhiesta—. Ahora ya sé cómo joderte, aunque sólo lo haya hecho una vez. Deberías verme joder.

Lo que Bella pudo ver fue el gran instrumento del muchacho, palpitante y erguido.

—¿Con quién lo hiciste, malvado muchacho?

—Con una jovencita de catorce años. Ambos la jodimos, mi padre y yo nos la dividimos.

—¿Quién fue el primero? —inquirió Bella.

—Yo, y mi padre me sorprendió. Entonces él quiso hacerlo también y me hizo sujetarla. Lo hubieras visto joder… ¡Uyuy!

Unos minutos después Bella había reanudado su camino, y llegó a su hogar sin posteriores aventuras.

Capítulo IX

CUANDO BELLA RELATÓ EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico jovenzuelo con quien había tropezado por el camino. De aquella parte de sus aventuras del día consideró del todo innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su no menos sagaz pariente.

El complot estaba evidentemente a punto de tener éxito. La semilla tan discretamente sembrada tenía que fructificar necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso agasajo que algún día iba a darse en la persona de la hermosa Julia Delmont, se alegraban por igual su espíritu y sus pasiones animales, solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas, con el ostensible resultado de que se produjera una gran distensión de su miembro y que su modo de proceder denunciara la profunda excitación que se había apoderado de él.

Tampoco el señor Verbouc permanecía impasible. Sensual en grado extremo, se prometía un estupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólo pensamiento de este convite producía los correspondientes efectos en su temperamento nervioso.

Empero, quedaban algunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmont daría los pasos necesarios para averiguar lo que había de cierto en la afirmación de Bella de que su tío estaba dispuesto a vender su virginidad.

El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre le había hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pío varón que ha tenido el privilegio de ser su confesor?

El padre Ambrosio era discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión. Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que tenía conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas.

El plan quedó, pues, ultimado. Cierto día, a convenir de común acuerdo, Bella invitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se acordó asimismo que el señor Delmont sería invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habría explicado, ella se retiraría, y bajo el pretexto de que había que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el que quedarían a merced suya sus encantos personales si bien la cabeza permanecería oculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno encuentro, podría arrebatar la codiciada joya que tanto apetecía de su adorable víctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente de violación, ni tampoco avergonzarse delante de él.

A Delmont tenía que explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una sola cosa tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a Bella. Esto no debía saberlo hasta que fuera demasiado tarde.

Mientras tanto Julia tendría que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que en realidad consumaría el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en su elemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, había ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes había soñado, todo lo cual Bella se habría apresurado a explicar y confirmar.

Todos los detalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y la consideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel entonces.

La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasías, y como quiera que en aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a punto de reclamarla.

Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dos encantadoras entradas del amor.

El señor Verbouc, como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito.

El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios que tenía enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de él su amigo y patrono, se contuvo por el momento.

—Las dilaciones son peligrosas —dijo—. Mis testículos están repletos, la querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mío, tiene que deleitarse con la abundante lubricación que puedo proporcionarle.

Esta vez, cuando menos, Ambrosio no había dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón, se erguía frente a su vientre, y sus inmensos testículos, pesados y redondos, se veían sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota —un avant courrier del chorro que había de seguir— asomó a la roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba a su víctima.

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