Memorias de una pulga (12 page)

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Habiéndose así completado el acto, se le dio tiempo a Bella para hacer sus abluciones, y después, tras de apurar un tonificante vaso lleno de vino hasta los bordes, se sentaron los tres para concertar un diabólico plan para la violación y el goce de la bella Julia Delmont.

Bella confesó que el señor Delmont la deseaba, y que evidentemente estaba en espera de la oportunidad para encaminar las cosas hacia la satisfacción de su capricho.

Por su parte, el padre Ambrosio confesó que su miembro se enderezaba a la sola mención del nombre de la muchacha. La había confesado, y admitió jocosamente que durante la ceremonia no había podido controlar sus manos, ya que su simple aliento despertaba en él ansias sensuales incontenibles.

El señor Verbouc declaró que estaba igualmente ansioso de proporcionarse solaz en sus dulces encantos, cuya sola descripción lo enloquecía. Pero el problema estaba en cómo poner en marcha el plan.

—Si la violara sin preparación, la destrozaría —exclamó el padre Ambrosio, exhibiendo una vez más su rubicunda máquina, todavía rezumando las pruebas de su último goce, que aún no había enjugado.

—Yo no puedo gozarla primero. Necesito la excitación de una copulación previa —objetó Verbouc.

—Me gustaría ver a la muchacha bien violada —dijo Bella—. Observaría la operación con deleite, y cuando el padre Ambrosio hubiese introducido su enorme cosa en el interior de ella, tú podrías hacer lo mismo conmigo para compensarme el obsequio que le haríamos a la linda Julia.

—Sí, esa combinación podría resultar deliciosa.

—¿Qué habrá que hacer? —inquirió Bella—. ¡Madre santa, cuán tiesa está de nuevo vuestra verga, querido padre Ambrosio!

—Se me ocurre una idea que sólo de pensar en ella me provoca una violenta erección. Puesta en práctica sería el colmo de la lujuria, y por lo tanto del placer.

—Veamos de qué se trata —exclamaron los otros dos al unísono.

—Aguardad un poco —dijo el santo varón, mientras Bella desnudaba la roja cabeza de su instrumento para cosquillear el húmedo orificio con la punta de su lengua.

—Escuchadme bien —dijo Ambrosio—. El señor Delmont está enamorado de Bella. Nosotros lo estamos de su hija, y a esta criatura que ahora me está chupando el carajo le gustaría ver a la tierna Julia ensartada en él hasta lo más hondo de sus órganos vitales, con el único y lujurioso afán de proporcionarse una dosis extra de placer. Hasta aquí todos estamos de acuerdo. Ahora prestadme atención, y tú, Bella, deja en paz mi instrumento. He aquí mi plan: me consta que la pequeña Julia no es insensible a sus instintos animales. En efecto, ese diablito siente ya la comezón de la carne.

Un poco de persuasión y otro poco de astucia pueden hacer el resto. Julia accederá a que se le alivien esas angustias del apetito carnal. Bella debe alentarla al efecto. Entretanto la misma Bella inducirá al señor Delmont a ser más atrevido. Le permitirá que se le declare, si así lo desea él. En realidad, ello es indispensable para que el plan resulte. Ese será el momento en que debo intervenir yo. Le sugeriré a Delmont que el señor Verbouc es un hombre por encima de los prejuicios vulgares, y que por cierta suma de dinero estará conforme en entregarle a su hermosa y virginal sobrina para que sacie sus apetitos.

—No alcanzo a entenderlo bien —comentó Bella.

—No veo el objeto —intervino Verbouc—. Ello no nos aproximará más a la consumación de nuestro plan.

—Aguardad un momento —continuó el buen padre—. Hasta este momento todos hemos estado de acuerdo. Ahora Bella será vendida a Delmont. Se le permitirá que satisfaga secretamente sus deseos en los hermosos encantos de ella. Pero la víctima no deberá verlo a él, ni él a ella, a fin de guardar las apariencias. Se le introducirá en una alcoba agradable, podrá ver el cuerpo totalmente desnudo de una encantadora mujer, se le hará saber que se trata de su víctima, y que puede gozarla.

—¿Yo? —interrumpió Bella—. ¿Para qué todo este misterio?

El padre Ambrosio sonrió malévolamente.

—Ya lo sabrás, Bella, ten paciencia. Lo que deseamos es disfrutar de Julia Delmont, y lo que el señor Delmont quiere es disfrutar de tu persona. Únicamente podemos alcanzar nuestro objetivo evitando al propio tiempo toda posibilidad de escándalo. Es preciso que el señor Delmont sea silenciado, pues de lo contrario podríamos resultar perjudicados por la violación de su hija. Mi propósito es que el lascivo señor Delmont viole a su propia hija, en lugar de a Bella, y que una vez que de esta suerte nos haya abierto el camino, podamos nosotros entregarnos a la satisfacción de nuestra lujuria. Si Delmont cae en la trampa, podremos revelarle el incesto cometido, y recompensárselo con la verdadera posesión de Bella, a cambio de la persona de su hija, o bien actuar de acuerdo con las circunstancias.

—¡Oh, casi me estoy viniendo ya! —gritó el señor Verbouc—. ¡Mi arma está que arde! ¡Qué trampa! ¡Qué espectáculo tan maravilloso!

Ambos hombres se levantaron, y Bella se vio envuelta en sus abrazos. Dos duros y largos dardos se incrustaban contra su gentil cuerpo a medida que la trasladaban al canapé.

Ambrosio se tumbó sobre sus espaldas, Bella se le montó encima, y tomó su pene de semental entre las manos para llevárselo a la vulva.

El señor Verbouc contemplaba la escena.

Bella se dejó caer lo bastante para que la enorme arma se adentrara por completo; luego se acomodó encima del ardiente sacerdote, y comenzó una deliciosa serie de movimientos Ondulatorios.

El señor Verbouc contemplaba sus hermosas nalgas subir y bajar, abriéndose y cerrándose a cada sucesiva embestida.

Ambrosio se había adentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus grandes testículos estaban pegados debajo de ella, y los gruesos labios de Bella llegaban a ellos cada vez que la muchacha se dejaba caer.

El espectáculo le sentó muy bien a Verbouc. El virtuoso tío se subió al canapé, dirigió su largo y henchido pene hacia el trasero de Bella, y sin gran dificultad consiguió enterrarlo por completo hasta sus entrañas.

El culito de su sobrina era ancho y suave como un guante, y la piel de las nalgas blanca como el alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la menor atención a estos detalles. Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha compresión del músculo del pequeño orificio de entrada como algo exquisito. Los dos carajos se frotaban mutuamente, sólo separados por una tenue membrana.

Bella experimentaba los enloquecedores efectos de este doble deleite. Tras una terrible excitación llegaron los transportes finales conducentes al alivio, y chorros de leche inundaron a la grácil Bella.

Después Ambrosio descargó por dos veces en la boca de Bella, en la que también vertió luego su tío su incestuoso fluido, y así terminó la sesión.

La forma en que Bella realizó sus funciones fue tal, que mereció sinceros encomios de sus dos compañeros. Sentada en el canto de una silla, se colocó frente a ambos de manera que los tiesos miembros de uno y otro quedaron a nivel con sus labios de coral. Luego, tomando entre sus labios el aterciopelado glande, aplicó ambas manos a frotar, cosquillear y excitar el falo y sus apéndices.

De esta manera puso en acción en todo el poder nervioso de los miembros de sus compañeros de juego, que, con sus miembros distendidos a su máximo, pudieron gozar del lascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Bella se hicieron irresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta fueron inundadas con chorros de semen.

La pequeña glotona los bebió por completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena, si hubiera tenido oportunidad para ello.

Capítulo VIII

BELLA SEGUÍA PROPORCIONÁNDOME EL MÁS delicioso de los alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y ligeramente irregular.

Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a sus deleites sexuales.

Pronto pudo verse que la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma desempeñó su papel.

No tardó mucho en encontrarse Bella en la mansión del señor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él.

El señor Delmont advirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o estaba bien dispuesta a alentarlas.

El señor Delmont había ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Bella y, como por accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él.

Lo que Bella podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de experimentar otro similar de placer sensual.

El enamorado señor Delmont la atrajo suavemente hacia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que la excitación podría ser demasiado rápida.

Bella se atuvo estrictamente a su papel en todo momento: era una muchacha inocente y recatada.

El señor Delmont, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos de Bella, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo.

Bella lo rechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente.

—¡Oh, qué atrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo caso nunca antes de…

Bella dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba.

El señor Delmont era tan curioso como enamoradizo.

—¿Antes de qué. Bella?

—¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo han hecho olvidar.

—¿Olvidar qué?

—Algo de lo que me ha hablado a menudo mi tío —contestó sencillamente Bella.

—¿Pero qué es? ¡Dímelo!

—No me atrevo. Además, no entiendo lo que significa.

—Te lo explicaré si me dices de qué se trata.

—¿Me promete no contarlo?

—Desde luego.

—Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que permitir que me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho por ello.

—¿Dijo eso, realmente?

—Sí, claro que sí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchos caballeros ricos que pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido como para dejar perder semejante oportunidad.

—Realmente, Bella, tu tío es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre de esa clase.

—Pues sí que lo es —gritó Bella—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yo apenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender mi doncellez.

—¿Es posible? —pensó Delmont—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo para los negocios ha de tener!

Cuanto más pensaba el señor Delmont acerca de ello, más convencido estaba de la verdad que encerraba la ingenua explicación dada por Bella. Estaba en venta, y él iba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a ser descubierto y castigado por sus relaciones secretas.

Antes, empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de su hija Julia y, aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de Bella y componer sus ropas debidamente.

Bella dio pronto una excusa y regresó a su hogar, dejando que los acontecimientos siguieran su curso.

El camino emprendido por la linda muchachita pasaba a través de praderas, y era un camino de carretas que salía al camino real muy cerca de la residencia de su tío.

En esta ocasión había caído ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvas pronunciadas, y a medida que Bella seguía camino adelante se entretenía en contemplar el ganado que pastaba en los alrededores.

Llegó a un punto en el que el camino estaba bordeado por árboles, y donde una serie de troncos en línea recta separaba la carretera propiamente dicha del sendero para peatones. En las praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la siembra, entretenidas en interesantes coloquios.

Al otro lado del camino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vio algo que la asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua. Evidentemente el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle alcance no lejos de donde se encontraba Bella.

Pero lo que más sorprendió y espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y que de vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra.

Esta debía haber advertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido y permanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor.

El macho estaba demasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembra y trató de introducir su instrumento.

Bella contemplaba el espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las partes posteriores de la hembra.

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