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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

Memorias de una vaca (6 page)

BOOK: Memorias de una vaca
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—¿Que vigilan quiénes? —le pregunté. Se me había olvidado aquel nombre que le daba La Vache a Gafas Verdes, Cuchillos.

—Esos del molino —me respondió sin salir de las cavilaciones en que estaba sumida. Poco después, suspiró e hizo un comentario que me puso alerta—: Sí, ésa es la verdad. En esta casa pasan cosas muy raras. Raras de veras.

Calló una vez más y se quedó pensativa, como si se hubiera olvidado completamente de mí. Por mi parte, le habría hecho más preguntas, por qué decía aquello, cuáles eran las cosas raras de Balanzategui, pero no me animé a mover los labios. Estaba feo hacer tantas preguntas, no era serio. Como dice el refrán:

El que cien preguntas hace

ninguna respuesta merece.

Como La Vache no parecía dispuesta a salir de su ensimismamiento, me quedé callada y mirando a las cruces del pequeño cementerio. El marido de Genoveva. Un compañero suyo. Otro más. Tres soldados fusilados. ¿Habría terminado la guerra en Balanzategui? ¿Las cosas raras que había mencionado La Vache tendrían algo que ver con aquellas muertes? Sí, lo más probable es que la relación existiera.

—Hija mía —escuché entonces. El Pesado me hablaba desde dentro—. Yo también he estado pensando, y he resuelto lo siguiente: que esta vaca, un poco hosca y que a sí misma se llama La Vache qui Rit, dijo en un momento determinado algo que me extrañó. Afirmó que Balanzategui era un paraíso para las vacas y que en esta casa, que por cierto, y a pesar de mis consejos de acostarte, todavía no conoces…, pues que en esta casa las vacas no tienen ninguna tarea, y que en ella no reina la disciplina, que a veces hay banquetes… realmente, y si bien se piensa, ¿no es todo esto un poco llamativo y raro?

El Pesado tenía razón, sin duda. También yo recordaba lo del paraíso y lo de los banquetes, y, efectivamente, eran cosas un poco raras. Giré la cabeza hacia La Vache y me dispuse a hacer la pregunta; una pregunta, esta vez sí, muy adecuada.

No tuve oportunidad de cumplir mi deseo. De pronto, un sonido desconocido y escalofriante llegó hasta el pequeño cementerio y me hizo cambiar de pregunta.

—¿Qué animal hace ese sonido?

La imaginación me mostró, como en sueños, aquel animal: era un pájaro inmenso de grande, con las plumas azules y una forma de volar muy parecida a la del águila.

—¿En qué estás pensando? —me dijo La Vache viendo que yo miraba hacia el cielo—. No se trata de ningún pájaro, sino de uno de los discos de Genoveva; música de violín, si quieres saberlo. Genoveva suele escuchar discos, no todas las noches, pero sí de vez en cuando. Ahora, vamos al establo. El establo está debajo de la sala de Balanzategui, y la música se oye allí mejor que en cualquier otro sitio.

La idea me gustó. No sabía lo que era un disco, pero lo que producía me resultaba emocionante. Como dice el refrán:

Beethoven, Chopin y Mendelssohn,

las alegrías de la vaca son.

—Ya seguiremos con los asuntos de la guerra.

—Todavía tenemos mucho que hablar —me susurró La Vache antes de entrar en el establo.

Por fin entramos, y la música de violín me envolvió. Al fin estaba en Balanzategui, dentro de mi casa. Y cuando las vacas que estaban allí reunidas me saludaron, qué tal Mo, bienvenida Mo, adelante Mo, me sentí alguien. No, no era poca cosa lo de ser vaca.

Capítulo 4

Mi dulce vida en Balanzategui y sus malas consecuencias.

La personalidad de Genoveva.

Nos dan un banquete a las vacas negras.

Lo que sucedió la noche del banquete.

Después de que llegara yo, fuimos doce vacas en Balanzategui, cinco rojizas y siete negras. La mayoría, tal como me había adelantado La Vache, eran bastante tontas, de las que no piensan en otra cosa más que en comer y dormir; pero, por otra parte, y mirando también la parte buena, eran muy amables y afectuosas, unas vacas siempre dispuestas a prestarme cualquier ayuda. Lo mismo las rojizas que las negras, todas querían estar conmigo, hablar conmigo, ir conmigo a los prados o a beber agua al riachuelo. Y durante todo ese tiempo, mis tiernas orejas de recién llegada al mundo no oían más que buenas palabras: «Por favor, Mo, ven a probar esta alfalfa; por favor, Mo, ponte en esta sombra tan fresca». Pasaba un día, pasaba otro, y todo seguía igual, mi vida discurría por el más fácil y cómodo de los caminos.

Quizá fueron demasiadas mieles, no sé. O mejor dicho, claro que lo sé, claro que fueron demasiadas mieles; tantas que al final me convertí en una vaca perezosa y comodona, incapaz de apartarse del amparo de Balanzategui. Del establo a los prados de enfrente, y de los prados de enfrente al establo: ése era todo mi recorrido. Vivía pegada a las paredes de aquella casa, igual que una mosca a un tarro de miel.

¿Y la cabeza?, me dirá alguien. ¿Qué pasaba con tu cabeza? Pues que, tal como hacía al caso, no era muy superior a la de una mosca mosquísima, y no tenía capacidad para darse cuenta de nada. No se daba cuenta, por ejemplo, del feo que le estaba haciendo a La Vache al no acudir a los alrededores del molino y al no ayudarla en su vigilancia de Gafas Verdes y compañía. Cierto que todos los días pensaba en hacerle una visita; pero llegaba la noche y yo seguía con las cuatro patas metidas en el dulce barro de Balanzategui. Había también veces que, acordándome de la conversación que habíamos tenido junto al pequeño cementerio, me ordenaba a mí misma acudir donde La Vache y continuar con el asunto de la guerra; pero, al cabo, siempre dejaba el cumplimiento de mi propia orden para otra ocasión. Como dice el refrán:

La vaca que no tiene cabeza todas las cosas aplaza.

Así me pasaba a mí, y, como consecuencia, corría el riesgo de perder una amiga. El riesgo de perder una amiga de veras, quiero decir, porque, a excepción de La Vache, yo no tuve amigas en Balanzategui: compañeras de establo, sí, pero no amigas.

Con todo, la miel que yo encontraba en Balanzategui no la hacían únicamente las vacas tontas. Tenía otra razón para quedarme en las proximidades del establo, y esa razón era Genoveva, la dueña de la casa.

Genoveva era una persona muy seria, de pocas palabras, y tendría en aquella época unos cincuenta años bien cumplidos. Viéndolo desde el día de hoy y con la experiencia que da la vida, tengo la impresión de que su espíritu era opuesto al de Pauline Bernardette: que lo que en aquélla era reciedumbre y sobriedad, en ésta es ligereza, alegría y contradicción. Porque, efectivamente, no parece que la pequeña monja tenga un solo corazón, sino que tenga diez; diez corazones repartidos por aquí y por allá, pequeños como las campanillas que suelen llevar los gatos; diez corazones que, además, nunca acaban de ponerse de acuerdo y que al sonar suenan todos diferentes. Por eso da respuestas como la que, después de una visita a su pueblo, me dio no hace mucho:

—¡Qué día mucho bonito yo he pasado, Mo! —comenzó contenta, agitando dos o tres campanillas muy agudas—. Después de tiempo, yo tenía verdaderamente ganas de ver a ma mère y a mon père. Pero qué tristesse a la hora de la despedida, Mo, ¡qué tristesse! —continuó haciendo sonar una campanilla grave y melancólica—. ¿Y tú sabes? ¡Han quitado de la autobús para Altzürükü! ¡Sin derecho para eso! ¡Es una cochonnerie! Que Mon Dieu me perdone esta forma de decir, ¡pero es una cochonnerie! —terminó por fin, completamente enfadada y haciendo sonar secamente las campanillas que le quedaban.

Genoveva, la señora de Balanzategui, no tenía tal abundancia en su interior, sino un único corazón, sólido y profundo; un corazón con un sonido semejante al de los cencerros que alguna vez solemos llevar las vacas. Aquel corazón no se conmovía fácilmente, no se ponía a resonar por cualquier bobada; pero cuando eso ocurría, cuando algo golpeaba con dureza en aquel pecho, el sonido que seguía solía ser terrible y sombrío, capaz incluso de quebrar las paredes del propio pecho. Quizá fuera eso lo que le había ocurrido cuando el fusilamiento de su marido en el bosque, que su corazón y su carácter se habían ensombrecido para siempre.

Genoveva organizaba la vida de Balanzategui prácticamente sin ayuda de nadie. Tenía, eso sí, un criado que nosotras llamábamos El Encorvado; un anciano que le hacía los recados y algún que otro trabajo. Pero El Encorvado poca ayuda podía dar, porque —tal como daba a entender el apodo que le pusimos— su condición física era deplorable; y porque, además, sólo permanecía en Balanzategui durante la mañana. Al mediodía, cogía su bicicleta y se marchaba al pueblo a comer, despacio, muy despacio, como con miedo a caerse. Viéndole, lo que parecía era que Genoveva le tenía de criado por la compañía…, que eso parecía, digo, y está muy bien dicho, porque el viejo criado resultaría al cabo una sorpresa. En realidad, El Encorvado era una de las rarezas de aquella casa. Una rareza entre muchas, porque otra era que no había perros, ni gallinas, ni cerdos; animales muy habituales en las demás casas del valle. Y también resultaba raro que allí nadie supiera segar bien, porque ni Genoveva ni el criado eran capaces de cortar, no digo ya como Pauline Bernardette, sino medianamente bien. Pero me detengo, no alargaré más las rarezas de Balanzategui. Ya se mencionarán a su debido tiempo. Como dice la sentencia:

El que quiera saber enseguida todo,

que abra el libro por el otro lado.

Mujer de espíritu fuerte, a Genoveva no le veíamos un momento de debilidad, ni siquiera cuando se retiraba al pequeño cementerio del bosque para arrodillarse ante las cruces, y era tan reservada en palabras y gestos, que uno solo de ellos cobraba enorme importancia. Así nos pasaba a todas: un saludo suyo era alegría para todo el día; una palmada suya en la espalda, casi una fiesta. Y sucedió que aquella mujer fuerte y reservada me llamó una vez a su lado, diciendo:

—¡Así que esta negra es la nueva!

Bastó aquella frase para que yo, sintiéndome la vaca más feliz del mundo, me rindiera a sus pies. Viéndolo con mis ojos de ahora, qué voy a decir: que no era para tanto, que ya se notaba que en aquella temporada mi cabeza era como la de una mosca. Pero, en fin, cada edad tiene lo suyo, y hay que conformarse. Ahora me cuida Pauline Bernardette, una suerte que pocos merecen; pero soy vieja, no está en mi mano la felicidad que suele acompañar a la simpleza. En cambio entonces, vivía entre una gente que tenía muchos problemas, en una época en que saltaban a la vista las secuelas de la guerra; pero era joven, también un poco insustancial, y vivir me resultaba fácil.

Pero la felicidad no fue la única consecuencia del gesto de Genoveva. Su forma de tratarme me dio además prestigio, y las vacas tontas del establo comenzaron a tratarme como si yo fuera importante. Así las cosas, las mieles de Balanzategui me resultaban cada vez más dulces, y ya no me acordaba de La Vache para casi nada. Únicamente reparaba en ella cuando, con objeto de oír uno de los discos de Genoveva o por algún otro motivo especial, aparecía por el establo. Llegaba siempre de noche, y se iba a su rincón sin cruzar una palabra con nadie. Una vez allí, levantaba la cabeza y nos lanzaba una larga mirada de desprecio:

—¡Cosa más tonta que una vaca tonta! —significaba aquella mirada.

Al principio, me costaba mucho aceptar su comportamiento, porque, con la cabeza de mosca que tenía entonces, no podía entenderlo: lo atribuía al mal carácter de La Vache, y pensaba que era muy mala amiga. Pero, naturalmente, las cosas eran justo al revés, era yo la mala amiga, era yo la que la desairaba a ella. Como he confesado antes, nunca iba de visita al molino, y no demostraba ninguna intención de seguir hablando sobre la guerra.

Poco a poco, me fui olvidando de todo. Gafas Verdes y los dos dentudos que había visto en el tejado del molino se me antojaban personajes de una pesadilla de otros tiempos; las historias acerca del fin o no fin de la guerra, historias tan viejas como el mismo Encorvado; el avión que había caído en los alrededores o las cruces del pequeño cementerio, objetos sin significado. Sin embargo, aquel olvido —que, de haber continuado, habría apagado la amistad surgida entre La Vache y yo— no llegó a ser total. Todo comenzó a arreglarse un día de otoño en que las vacas fuimos llamadas para uno de aquellos famosos banquetes de Balanzategui.

Estaba yo en el bosque junto con las otras vacas, tumbada sobre la hojarasca y descansando un poco, y de pronto aparecieron Genoveva y El Encorvado.

—¡Arriba todas! ¡Arriba todas! —decía El Encorvado azuzándonos con una vara.

—¡Venga! ¡Rápido! —insistía Genoveva más seria que nunca. Como vacas que somos, nos costó lo nuestro levantarnos, pero al fin nos arrimamos al sendero y fuimos para casa. Cuando todo el grupo estuvo frente al establo, El Encorvado comenzó a contarnos:

—¡Once! —dijo después de haber dado una palmada a todas y cada una de las vacas que estábamos allí—. ¿Cuál nos falta? —le preguntó a Genoveva.

—¡Pues quién va a faltar! ¡Esa vaca arrogante y medio contrahecha! —comentó por lo bajo la vaca rojiza llamada Bidani, la misma que me explicó la historia del Ángel de la Guarda.

—¿Por qué lo dices? La Vache qui Rit no es arrogante —exclamé.

—¡Claro que lo es! Si no es arrogante, ¿por qué se hace llamar así? ¡La Vache qui Rit! Pero ¡si su verdadero nombre es Cabezona! Además, ¿por qué anda siempre aparte del grupo? Porque es una arrogante y una estúpida —replicó Bidani.

Aunque normalmente no era tan desagradable, la impaciencia para saber para cuál de los grupos iba a ser el banquete —si para las rojizas como ella, o para nosotras las negras— afilaba y ensuciaba su lengua.

Por mi parte, no hice ni dije nada. Me dolió oír aquellas palabras de Bidani, pero la idea de que debía defender a La Vache no cruzó por mi cabeza; por mi cabeza de mosca, se entiende. Realmente, fue vergonzoso, un comportamiento que todavía me pesa. Porque, naturalmente, a la gente que se aprecia hay que defenderla siempre y contra todo: contra los lobos, contra las vacas tontas, contra las malas lenguas, contra los miserables que devuelven mal por bien, contra todos. Ahora, a mis años, no le fallo a nadie, y defiendo a mi gente, a Pauline Bernardette por ejemplo, incluso en contra de su voluntad.

Recuerdo, al hilo de esto que acabo de decir, algo que no hace mucho sucedió en el couvent. Aquel día, Pauline Bernardette hizo algo que nunca se permite en una comunidad de monjas de clausura: abrir las puertas y dejar entrar a gente de fuera en nuestro jardín. Eran seis jóvenes, con mochilas y botas, que aparecieron en el pórtico de la capilla y pidieron permiso para plantar su tienda de campaña.

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