Añadí que ya sabía que aún no había ninguna novedad, pero pensé que quizá pudiera haberla.
El doctor dijo algo evidentemente desagradable, en ruso, y me dejó plantado.
Una vez en la calle, me acordé de lo que me había olvidado. Desde hacía veinticuatro horas no había tomado alimento alguno. Corrí a casa para comer algo. Pero por alguna u otra razón, la comida se me atragantaba y tuve que ayudarla en su recorrido con algunas copas de coñac. Luego me deslicé dentro de mi pijama y me acosté.
Me hubiera gustado saber por qué el nacimiento de esa criatura se retrasaba tanto.
¿Me gustaría saberlo? Ya lo sé. Serán mellizos. Es más que seguro. Mellizos. Está bien. Entonces habrá que comprar todo lo que necesiten al por mayor. Haré que tengan una educación práctica. Entrarán en el ramo textil y no carecerán nunca de nada. Pero estaría bien que cesaran de una vez estas terribles vibraciones que siento en la nuca. Y el cuarto ya no debería seguir dando vueltas. Un cuarto oscuro y que, a pesar de ello, da vueltas, resulta muy desagradable.
El portero finge no saber nada. ¡Ojalá se muriera el muy bandido! Tan pronto como haya nacido mi hija, le ajustaré las cuentas. Ya verá.
Misteriosamente han vuelto a terminárseme los cigarrillos. ¿Dónde comprarlos a estas horas de la noche? Probablemente sólo en la clínica.
Corrí hacia la parada del autobús, pero me alcanzó un vecino y me hizo ver que no me había puesto los pantalones.
—¡Qué tonto soy y qué chiquillo! —dije riendo.
Corrí otra vez a casa a ponerme los pantalones y sin poder dejar de reír. Sólo cuando estaba cerca de la clínica, me acordé de Dios. En general, no rezo, pero ahora me salió de los labios, como algo natural:
—Señor, que estás en el cielo, te ruego que me ayudes sólo por esta vez. Haz que la niña sea un niño, y a ser posible normal, no por mí, sino por razones nacionales. Necesitamos pioneros jóvenes, sanos…
Unos transeúntes nocturnos me indicaron que podía pillar un resfriado si permanecía arrodillado tanto rato sobre el mojado pavimento de la calle.
Cuando me vio el portero, ya esbozó desde lejos el arrogante gesto de una negativa.
Con precipitada carrera me abalancé hacia la enrejada puerta del ascensor, entré, cerré y subí, mientras oía los rugidos del monstruo allá abajo…Ruge cuanto quieras, oprobio del siglo… El que ahora intente detenerme, será responsable de su propia muerte…
—¡Doctor! ¡Doctor!
Mi voz resonaba trémula por los pasillos envueltos en la oscuridad de la noche. Y entonces vi al médico que se acercaba corriendo.
—¡Si vuelvo a verle por aquí, haré que vengan a salvarle los bomberos! ¡Tendría que darle vergüenza! ¡Tómese un tranquilizante si es que está histérico!
¿Histérico? ¿Histérico yo? El tío ese debe dar gracias a su buena estrella de que yo perdiera mi navaja poco después de salir del «Bar Mizwah", porque, de lo contrario, ahora mismo lo degollaba. Y dice que es médico. Un salteador de caminos con bata blanca, esto es lo que es. Un asesino camuflado, nada más. Escribiré una carta al Gobierno poniéndolo al corriente de todo lo que aquí ocurre. Y de este banco junto a la portería no me aparto ni tanto así hasta que no me entreguen a mi hijo. ¿Tendrá quizás un cigarrillo alguno de estos señores? Al portero ya no puedo comprarle ninguno, porque le sobrevienen convulsiones nerviosas, sólo de verme. Bueno. Claro que estoy excitado. ¿Quién no lo estaría en mi lugar? Después de todo, hoy es el nacimiento de mi hijo. Aunque el vestíbulo siga girando velozmente en derredor y no quieran cesar las vibraciones que siento en la nuca…
Pronto será medianoche, y todavía nada. ¡Qué suerte tiene mi mujer de haberse ahorrado toda esta excitación! Santo Dios… y ahora es posible que hayan descubierto que ni siquiera estaba embarazada, sino que sólo tiene hinchado el estómago de tanto comer palomitas de maíz. Esos embaucadores. No, Rafael no abrazará carrera diplomática. La chica será maestra de jardín de infancia. O quizás los envíe a los dos a un
kibbutz
. Mi hijo pagará por mis pecados, ya lo veo venir. Yo iría a un
kibbutz
para impedirlo, pero ya no tengo cigarrillos. Por favor, un cigarrillo, caballeros, un último cigarrillo.
Ya pasó. Ha sucedido algo espantoso. Lo adivino. Mi instinto jamás me ha engañado. Esto es el fin…
Me arrastro a gatas hacia la portería. No proferí una sola palabra. Miré a mi enemigo con ojos suplicantes.
—Sí —dijo él—. Un varón.
—¿Qué? —dije yo—. ¿Dónde?
—Un varón —repitió el otro—. Tres kilos y medio.
—¿Cómo? —dije yo—. ¿Para qué?
—Óigame —dijo—. ¿Se llama usted Ephraím Kishon?
—Un momento —respondí—. No lo sé exactamente.
Saqué mi documento de identidad y lo miré. Efectivamente: todo indicaba que yo me llamaba Ephraím Kishon.
—¿Por favor? —dije yo—. ¿En qué puedo servirle, amable señora?
—¡Tiene usted un hijo varón! —dijo el portero con voz de trueno—. ¡Tres kilos y medio! ¡Un hijo varón! ¿Comprende usted? ¡Un hijo varón de tres kilos y medio!
Lo estreché entre mis brazos e intenté besar su rostro de peregrina hermosura. La lucha duró unos instantes y resultó indecisa. Entonces brotó de mi garganta un gemido que parecía arrancado de un violín. Salí precipitadamente.
Naturalmente en la calle no se veía un alma. Precisamente ahora, cuando uno necesitaría a alguien, no hay nadie.
Quién habría podido pensar que un hombre de mi edad fuera capaz de dar volteretas.
Apareció un policía y me advirtió que no siguiera perturbando el silencio nocturno. Rápidamente lo abracé y le besé las mejillas.
—¡Tres kilos y medio! —le rugí junto al oído—. ¡Tres kilos y medio!
—¡
Maseltow
! —exclamó el policía—. ¡Enhorabuena!
Y me mostró una foto de su hijita.
T
ODO estreno teatral va ligado a la fiebre de candilejas y a excitaciones de toda índole, pero la primera presentación de un recién nacido a los parientes, una primera representación, por decirlo así, sobrepasa todo cuando pueda imaginarse.
Dado que la mejor esposa de todas se había empeñado en traer al mundo a nuestro hijo Rafi a medianoche, no puede efectuar la inspección paterna hasta el día siguiente. El médico me rogó que fuese solo, deseo muy razonable que yo satisfice de buen grado. Solamente llevé conmigo a mi madre, simplemente porque es mi madre, y además, para evitar discusiones familiares, a los abuelos maternos de Rafi. Naturalmente, hubo que pensar también en la tía Ilka y en el tío Jakob, pero aparte éstos, sólo a los Ziegler, que habían preparado para el nuevo ciudadano de la Tierra un regalo precioso consistente en unos zapatitos blancos de punto en miniatura, una cofia de lo mismo y unas braguitas encantadoras color cielo.
Por lo demás, también la tía Ilka y el tío Jakob se presentaron con idéntico regalo, e igualmente mi madre y cierto número de amigos y conocidos. Y también el lechero. Lástima que con el tiempo nuestro niño va a crecer. De lo contrario, estaría abastecido de ropa hasta el fin de sus días. (Una cosa segura: aquel que en lo sucesivo me invite a una fiesta de circuncisión, ya sé el regalo que voy a hacerle.)
Ahora bien, no sucedió que yo, pensando en el recién nacido, me hubiese olvidado de la madre, en modo alguno. Demasiado bien me acordaba de la solemne promesa que le hice durante las graves horas que precedieron al alumbramiento y en la que aparecían una y otra vez las palabras «aderezo de brillantes» y «visón». Sin embargo, tras la llegada, felizmente efectuada, de nuestro Rafi, comencé a considerar la situación con algo más de alma y me pareció ridículo, ahora que se acercaba el verano, comprar un abrigo de pieles. Me contenté con mirar si encontraba una joyería en mi camino hacia la clínica. Mis ojos se posaron en una pulsera de oro guarnecida de diamantes y luego en el precio. Con esto quedaba despachado el asunto. Una cosa así no puede exigírmela mi mujer. ¿Quién se imagina que soy? ¿Un segundo Onassis? ¿Sólo porque ha traído un bebé al mundo? Ya lo han hecho otras mujeres antes que ella. Compré, pues, un precioso ramo de claveles rojos atado con hilo de oro y un plátano para Rafi. Además, me puse mi mejor traje oscuro para mostrar de ese modo el respeto que sentía por la labor realizada por mi esposa. Quería demostrarle que no le guardaba rencor por los tormentos infernales que por causa de ella había sufrido la noche pasada. No le hablaría de ello en absoluto. No quería que ella tuviera remordimientos de conciencia por mi culpa.
Por el camino mi madre nos advirtió que debíamos guardar entre nosotros y el bebé una distancia de por lo menos metro y medio para que no entrase en contacto con los virus, microbios y bacilos que llevábamos. El consejo no encontró una acogida demasiado favorable. Tía Ilka, por ejemplo, consideraba más importante que al bebé se le ahorrase (sobre todo de parte de los abuelos) aquella estúpida conversación que suele resultar en giros como «kuchilimuchili». Este sería el primer paso para una educación completamente equivocada.
Con un estado de ánimo algo excitado llegamos a la clínica.
El portero, que evidentemente tenía tras de sí una agotadora noche de partos, estaba en aquel momento descabezando una siestecita, de suerte que pudimos pasar por delante de él sin dificultad alguna. Una enfermera nos indicó el camino para llegar hasta la madre de Rafi.
Conteniendo la respiración, llamamos a la puerta, entramos… y nos encontramos en una habitación vacía.
El tío Jakob, que puede invocar los dos semestres de farmacia que ha estudiado, nos explicó que probablemente se estaba efectuando el examen de las secundinas.
En aquel momento resonó por el pasillo la voz triunfal de la tía Ilka que gritaba:
—¡Aquí! ¡Aquí!
Salimos precipitadamente de la habitación y allí, en una especie de cochecito-bar, un poco abultado en la parte inferior, blanco sobre blanco…
—¡Dios mío, el pequeño! —susurró la abuelita materna—. ¡Qué lindo, qué lindo!
También mi madre pudo sólo proferir con dificultad algunas palabras:
—Oh, mi pequeñín… mi querido pequeñín…
—Lo siento, pero yo no veo nada —afirmé.
—Claro que no —me instruyó la tía Ilka—, el pequeño está completamente envuelto en pañales.
Con cuidado retiró un poco el blanco lienzo y se desmayó.
Allí estaba Rafi.
Lo que yo dije no fue exagerado. Era un ángel barroco. En torno a su delicada cabecita parecía flotar como una dorada aureola de santo.
La abuelita se echó a llorar:
—Es la estampa misma de Oskar. Mi hermano Oskar, que en paz descanse, copiado y calcado. La boca…y la nariz…
—¿Y qué hay de las orejas? —trató de informarse el abuelito.
—¡Las ha heredado de mí!
—Tonterías —replicó el tío Jakob—. A quién se le parece un niño se sabe por la barbilla. Y tiene la misma barbilla que Viktor. Exactamente igual es la forma como Viktor lleva hacia delante su barbilla cuando pierde una partida de bridge.
—Si me lo permitís a mí —intervino la señora Ziegler—, os diré que es el vivo retrato de su madre. Parece que la estoy viendo. Sobre todo los ojos. Los abre y los cierra de la misma manera. Exactamente igual. Abre y cierra, abre y cierra.
Yo, por mi parte, estaba un poco aturdido. A la vista del pequeñín, oí latir fuertemente mi corazón y además una voz que me susurraba: «No es ninguna broma, viejo amigo, es tu hijo, tu retoño, tu primogénito». Yo amé a Rafi desde el primer segundo, lo amé apasionadamente. Y a pesar de ello, no sé cómo podría expresarlo, el niño se parecía más a un viejo corredor de Bolsa que a cualquier otra persona: calvo, desdentado, con unos aros profundos bajo los ojos y la piel enrojecida… Ciertamente, era un lindo y pequeño corredor de Bolsa, no podía negarse. Pero la decepción de que al verme no hubiese exclamado enseguida: «¡Papá! ¡Papá!» me estaba royendo las entrañas.
Ahora abrió la boca y bostezó.
—¿Habéis visto su paladar? —exclamó la tía Ilka—. ¡El tío Emil, sin duda alguna!
Verdaderamente, la Naturaleza obra milagros. ¿O no es maravilloso que una criatura tan diminuta reúna en sí todas las cualidades físicas o psíquicas de sus antepasados? Profundamente conmovidos, rodeábamos a nuestro descendiente.
—Disculpen —dijo una enfermera procediendo a llevarse el cochecito-bar.
—¿Dónde está la señora Kishon? —le pregunté.
—¿Qué señora Kishon?
—La madre. ¿No es éste el hijo de la señora Kishon?
—¿Este bebé? Es de la señora Sharabi. Además, es una niña…
Y se llevó la pequeña y fea meona.
Ya es hora de que se haga algo contra las condiciones anárquicas de nuestros hospitales.
S
E equivocaría el lector si creyera que no tuvimos que enfrentarnos a otros problemas domésticos. Especialmente desde la llegada de nuestro precioso pequeño Rafi, los problemas no se acababan. Desde entonces ha desfilado por nuestra casa una serie inmensa de Sarahs, Miriams y Leas, porque Rafi ha resultado ser un espantacriadas excepcionalmente bien dotado. No bien acababa de trasponer el umbral de nuestra casa una nueva auxiliar femenina, empieza Rafi, impulsado por no sé qué atávicos instintos, a entonar su estridente y persistente canto de guerra, que invariablemente induce a la muchacha a hacer la siguiente observación:
—No sabía que vivieran ustedes tan alejados del centro de la ciudad. Lo siento…
Y un segundo después, desaparece sin dejar rastro.
Pero la Providencia no nos abandonó. Un día lleno de sol y gracias nos obsequió con Latifa, que venía recomendada por su hermana Etroga. Etroga había estado trabajando en nuestra casa hacía tres o cuatro años. Ahora nos enviaba a su hermana, para vengarse. Por la razón que fuese, Rafi abandonó las vulgares manifestaciones con las que solía indicar que estaba despierto. Mientras estábamos en trato con Latifa (y esto duró más de media hora), ningún sonido salió de sus labios. Con indecible alegría por nuestra parte, Latifa aceptó el empleo.
Latifa era una criatura de cara ancha, como de vaca. Su dialecto árabe ofrecía un encantador contraste con el austríaco que hablaba con soltura mi suegra. Pero pronto habríamos de descubrir que con Latifa había entrado también la magia negra en nuestra casa. Sin embargo, Latifa gozó de momento de la estima general, a pesar de que se mostraba muy poco diligente y con cada uno de sus soñolientos movimientos indicaba claramente que habría preferido estar sentada al sol o en el cine en vez de andar cambiando pañales y cosas por el estilo.