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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

Mi familia al derecho y al revés (5 page)

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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—¿Todavía está usted ahí?

—Termino enseguida…

—Es increíble. ¡Yo corro hasta perder el aliento y usted ahí cómodamente sentado y sobrado de tiempo!

—Enseguida termina —dijo viniendo en mi auxilio la mejor de todas las esposas.

—No sé por qué me hacen venir, si de todos modos se quedan ustedes en casa.

—No nos quedamos en casa. Pero, naturalmente, la pagaríamos a usted, aun cuando…

—¡Esa observación está completamente fuera de lugar! —dijo la señora Popper irguiéndose en toda su mayestática corpulencia—. Yo no cobro por un trabajo no realizado. La próxima vez les ruego que piensen ustedes primero si me necesitan o no.

Para evitar más discusiones, cogí la máquina de escribir y salí corriendo de casa, y corriendo me siguió también mi mujer. En la pequeña pastelería de enfrente terminé de escribir las cartas. El tecleteo de la máquina de escribir llamó al principio un poco la atención, pero las personas que allí había se acostumbraron luego. Aquella noche ya no fuimos al cine. Mi mujer (no sólo la mejor de todas las esposas, sino dotada también de una gran iniciativa) propuso llenar el mínimo de tiempo que aún nos quedaba, unas tres horas, dando un paseo. De noche Tel Aviv es una ciudad muy bella. Especialmente la playa, el barrio septentrional de quintas, la antigua Jaffa y la llanura de Abu Kebir ofrecen panoramas que valen la pena contemplar.

Poco antes de la medianoche, estábamos de nuevo en casa, cansados, hechos polvo, con ampollas en los pies.

—¿Cuándo van ustedes a necesitarme de nuevo? —inquirió la señora Popper mientras le entregábamos la suma convenida de 5,75 libras.

Se requería una decisión rápida y clara, como corresponde al marido. Por otro lado, no se podía acordar nada sin antes reflexionar, porque, dado que la señora Popper no tiene teléfono, cualquier acuerdo era irrevocable.

—¿Pasado mañana? —preguntó la señora Popper— ¿A las ocho?

—Pasado mañana es miércoles —murmuré yo—. Sí, nos va muy bien. Quizás vayamos al cine…

El hombre propone, pero Dios dispone. El miércoles, a las siete de la tarde, comenzó a dolerme la espalda. Un repentino sudor me postró en cama. No había duda: tenía fiebre. La mejor de todas las esposas se inclinó sobre mí, preocupada:

—Levántate —dijo, golpeándome impacientemente con los dedos—. La Popper puede estar aquí dentro de un momento.

—No puedo. Estoy enfermo.

—No seas quejica, por favor. ¿O quieres exponerte a que nos encuentre todavía en casa y pregunte por qué otra vez la hacemos recorrer para nada el largo camino desde Tel Giborim? Anda, levántate.

—Me encuentro mal.

—Yo también. Toma una aspirina y ven.

La máquina de precisión suiza que sentó sus reales en Israel con el nombre de Popper, apareció puntualmente a las ocho, respirando fatigosamente.


Shalom
—dijo como un silbido—. Otra vez tampoco ningún…

Con la prisa inspirada por el pánico, me vestí. Si ella hubiese venido en un scherut, quizá se la habría podido hacer mudar de parecer. Pero, después de un largo viaje en un autobús, en medio del calor asfixiante, y una marcha a pie probablemente aún más larga, su mera aparición ahogaba en germen toda resistencia. Abandonamos la casa con la rapidez que me permitieron mis piernas debilitadas por la fiebre. Cuando estuvimos fuera, tuve que apoyarme en una pared. No acababa de superar el vértigo cuando me sobrevinieron escalofríos. Ir al cine, como habíamos planeado, ni pensarlo. A duras penas, apoyándome en el brazo de mi mujer, me arrastré hasta el interior de nuestro coche, para poder estirarme un poco. Yo soy desde siempre alto de estatura y nuestro coche es desde siempre pequeño.

—¡Oh, Señor! —suspiré—. ¿Por qué, Señor, tengo que estar aquí encogido, en vez de estar acostado en la cama, en mi casa?

Pero el Señor no dio respuesta alguna.

Mi estado iba empeorando de cuarto de hora en cuarto de hora. Creía asfixiarme dentro del coche angosto y que aún quemaba de tanto tiempo de estar estacionado al sol. Tampoco me proporcionó ningún alivio la incipiente oscuridad.

—Déjame volver a casa, mujer —susurré.

—¿Ahora? —resonó anunciando desastres la voz de la mejor de todas las esposas—. ¿Cuándo apenas hace una hora y media que salimos? ¿Crees que por una hora y media va venir Regine Popper expresamente de Tel Giborim?

—No creo absolutamente nada. No quiero morir por Regine Popper. Todavía soy joven y la vida es hermosa. Quiero vivir. Quiero irme a casa.

—Espera aún veinte minutos. O treinta, por lo menos.

—No, ni siquiera media hora. Ya estoy harto. Yo me voy.

—¿Sabes qué podemos hacer? —me preguntó cuando estábamos cerca de la puerta de la casa apuntalándome para que no me cayera—. Vamos a entrar a escondidas, para que no nos oiga, nos quedaremos en el dormitorio y esperaremos…

La propuesta era razonable a medias. Asentí. Con cuidado abrimos la puerta de la casa y nos deslizamos al interior. De mi gabinete de trabajo salía un rayo de luz. En él se había instalado, pues, la señora Popper. Interesante. Continuamos de puntillas nuestro camino, en lo cual nos fue de gran utilidad el conocimiento del terreno. Pero poco antes de alcanzar el objetivo, nos traicionó un crujido de entarimado.

—¿Quién está ahí? —oímos que preguntaba una voz desde el gabinete de trabajo.

—¡Somos nosotros!

Mi mujer encendió rápidamente la luz y me hizo entrar de un empujón.

—Es que Ephraím se ha olvidado del regalo.

¿Qué regalo? ¿Cómo se le había ocurrido tal idea? ¿Qué quería decir? Pero he aquí que, lanzándome una venenosa mirada de soslayo, la mejor de todas las esposas se acercó a la estantería de libros más próxima y sacó
Historia del Teatro inglés desde Shakespeare
, un pesado volumen de formato de diccionario que enseguida depositó en mis trémulos brazos. Después de habernos disculpado ante la señora Popper por la molestia, salimos de nuevo.

Una vez en la calle, me derrumbé definitivamente. De mi frente corría a mares el sudor y ante mis ojos veía por primera vez en mi vida centellear unos puntos rojos diminutos. Hasta entonces, había considerado esto como una imagen barata estereotipada, pero en realidad, los diminutos puntos rojos existen. Y centellean de verdad ante los ojos. Sobre todo cuando uno se halla sentado a la puerta de una casa y está llorando.

La mejor de todas las esposas puso en mis sienes sus refrescantes manos:

—No había otra posibilidad. ¿Cómo te sientes?

—Si Dios me permite sobrevivir esta noche —dije yo—, nos iremos a vivir a Tel Giborim. Lo mejor será en la misma casa en que vive la señora Popper.

Media hora más tarde había recobrado ya tanto mis fuerzas que pudimos atrevernos a un nuevo intento. Esta vez salió todo bien. Después de todo, ya teníamos práctica. Sin hacer ruido se abrió la puerta, sin crujido alguno pasamos por delante del rayo de luz que salía del gabinete de trabajo y, sin ser descubiertos, llegamos hasta el dormitorio y nos echamos en la cama vestidos. Todavía nos quedaban tres horas.

Sobre la laguna que a continuación se produjo en mi memoria, no puedo decir nada, naturalmente.

—¡Ephraím! —como de una gran lejanía llegó a mi oído la voz de mi mujer—. —¡Son las cinco y media! —¡Ephraím, las cinco y media!

Hasta entonces no me di cuenta de que me estaba sacudiendo sin cesar por los hombros.

La luz del nuevo día me cegaba. Hacía tiempo, mucho tiempo, que el sueño no me había resultado tan reparador. Sin embargo, desde el punto de vista estratégico, estábamos en mala situación. ¿Cómo debíamos hacer salir a la señora Popper de su posición fortificada?

—Espera —dijo la mejor de las esposas y desapareció.

De pronto, de la habitación de Rafi se percibió la voz estridente de un niño que pega berridos a alta frecuencia. Poco después, mi mujer volvió junto a mí.

—¿Le has pellizcado? —le pregunté.

Respondió afirmativamente con un gesto desde la puerta entreabierta a través de la cual vimos ahora cómo la figura corpulenta de la señora Popper pasaba corriendo por delante de nosotros en dirección a Rafi.

Esto nos dio tiempo para abandonar la casa y volver a entrar enseguida con un sonoro y alegre: «¡Buenos días!\1.

—¡Vaya una hora de llegar a casa! —comentó en tono de reproche la señora Regine Popper, meciendo en sus carnosos brazos al pequeño Rafi que poco a poco había ido calmándose—. ¿Dónde estuvieron tanto tiempo?

—En una orgía.

—Dios mío, estos jóvenes de hoy…

La señora Regine Popper movió la cabeza, puso en su camita a Rafi, que ahora volvía a dormir pacíficamente, cobró sus honorarios y salió hacia la fresca mañana para ver si encontraba algún scherut.

PEQUEÑA LIMPIEZA DE PRIMAVERA

A
NTES de la fiesta de Passah, o también Pessah o también Pascua o Fiesta del Paso, que se celebra para conmemorar nuestra primera salida de Egipto, los judíos ortodoxos limpian su casa desde el sótano hasta el tejado para eliminar cualquier resto de levadura. Dado que mi familia y yo no pertenecemos a la clase ortodoxa, no hacemos nada de todo eso. Lo que hacemos en casa puede desprenderse de las páginas siguientes de mi Diario:

DOMINGO
. Hoy, durante el desayuno, la mejor de todas las esposas ha hablado así:

—Pascua o no, ha llegado el momento de hacer la limpieza de primavera. Pero este año no pienso poner toda la casa patas arriba. La limpieza general no sólo cuesta muchísimo dinero. Además, podría poner en peligro el crecimiento de Rafi. Por consiguiente, como que, aparte de todo, somos una familia limpia y sólo nos ocupamos del aseo una vez al año con pretextos religiosos, no haremos más que quitar bien el polvo y barrer de arriba abajo. Sólo te pido que compres dos escobas nuevas. Las viejas están ya inservibles.

—Con mucho gusto —respondí yo y corrí a la tienda correspondiente. Allí adquirí dos magníficas escobas artísticamente confeccionadas y me sentí lleno de gratitud por la económica discreción de mi esposa.

Cuando volví, encontré nuestra casa inundada por un murmullante riachuelo. La mejor de todas las esposas había tomado la inteligente resolución de humedecer un poco el suelo antes de quitar el polvo, y para tal fin había contratado los servicios de una asistenta, y luego los de otra que actuaba como transportadora de agua.

—En un día habremos terminado —dijo la mejor de todas las esposas.

Me alegré de todo corazón, puesto que por razones técnicas, aquella noche sólo había para cenar huevos pasados por agua y esto no se conciliaba muy bien con el alto nivel de vida a que estoy acostumbrado. Por lo demás, por la tarde se quitaron también los postigos de las ventanas, los cuales crujían cuando soplaba el viento. El cerrajero dijo que necesitábamos unos goznes nuevos para las ventanas, porque los viejos estaban doblados, y que yo debía ir a comprarlos a la ferretería de Fuhrmann, en Jaffa. Como no podía pedirle realmente que hiciese él mismo esta compra, me fui a Jaffa a comprar los goznes para las ventanas.

LUNES
. Hacia el mediodía he vuelto de la ferretería de Fuhrmann. Por 27 libras he comprado goznes para ventanas auténticamente belgas. Fuhrmann me dijo que también los tenía fabricados en Israel por 1,20, pero que no valían nada. —Los belgas le durarán toda la vida —me aseguró—. Si tiene usted cuidado, pueden durarle incluso cinco años.

Entretanto, el murmurante riachuelo se había convertido en un torrente. No pude entrar por la puerta de la vivienda, porque el empapelador había amontonado las sillas y sillones de toda la casa en el vestíbulo, los muebles del vestíbulo se encontraban en la cocina, los utensilios de la cocina en el cuarto de baño y lo del cuarto de baño en la terraza. Entré en la casa saltando por la ventana y fui a caer en un barreño que contenía cal viva.

Mi mujer me dijo:

—He pensado que en esta ocasión debíamos blanquear también las paredes, porque en su estado actual ofrecen un estado desastroso. Tal como están, es imposible recibir a nuestro tío Egon.

Segura de mi aprobación, me presentó al pintor y me encargó que me las entendiese con él. Después de todo, yo era el dueño de la casa. Quedamos en 500 libras, incluidas las puertas.

El cerrajero inspeccionó los goznes de ventana de Fuhrmann y encontró que sólo medían dos pulgadas. ¿Es que yo no sabía que tenían que ser de tres pulgadas? Me mandó otra vez a la ferretería.

La mejor de todas las esposas durmió con Rafi en la estantería, al pie de la Encyclopaedia Brittanica. Yo dormí en la cuna. Una horma de zapato extraviada me mantuvo despierto muchas horas. Para cenar tuvimos huevos revueltos con sal.

MARTES
. Fuhrmann me aseguró que los goznes de ventana medían tres pulgadas y me mandó a casa. En el jardín, me metí en un charco de barniz recién preparado y tuve que limpiarme dificultosamente en el vestíbulo, donde ahora se encontraba el cuarto de baño, porque en el cuarto de baño se estaban cambiando los azulejos de las paredes por otros de color azul turquesa (350 libras). Mi esposa opinaba, y tenía razón, que estas pequeñeces tienen que arreglarse de una vez por todas. El electricista, al que habíamos llamado para que nos solucionara un cortocircuito, nos comunicó que debíamos cambiar los interruptores «Bergmann», los contactos «Fleischmann» y los seguros «Goldfisch» (150 libras). El cerrajero admitió que los goznes de ventana belgas medían efectivamente tres pulgadas, pero pulgadas alemanas. Y me envió de nuevo a la ferretería Fuhrmann.

Cuando el pintor hubo llegado a la mitad del techo de la cocina, elevó de golpe su precio y nos dio esta clara explicación:

—En las semanas anteriores a Pascua, yo soy siempre algo más caro, porque todo el mundo dice que no quiere esperar a Pascua, porque en Pascua todos reflexionan y por esto todo es más caro y por ello vienen siempre ya unas semanas antes de Pascua y por esto yo en las semanas antes de Pascua soy siempre algo más caro.

Además, me pidió una clase especial de chapas de madera que sólo se fabrican en Chadera. También me pidió un barniz muy determinado de antes de la guerra, dos cajetillas de cigarrillos y un sombrero de paja italiano. El conjunto de sus ayudantes había ascendido entretanto a cuatro y, mientras trabajaban, entonaron un alegre cuarteto.

El problema de dormir se solucionó sin inconvenientes. Cogí todos los vestidos de nuestro gran armario y los metí en la nevera, luego puse tendido el armario vacío en el balcón, boca arriba, y me hundí en un sueño profundo, envuelto en nubes de naftalina. Soñé que me había muerto. El cortejo fúnebre iba encabezado por una delegación de artesanos que llevaba una brocha de longitud extraordinaria.

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