Mi familia al derecho y al revés (9 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Se busca un ratón.

UN BIBERÓN PARA EL MININO

T
ODOS tenemos nuestras debilidades. Algunos beben, otros han sucumbido al demonio del juego, otros son mujeriegos o ministros de finanzas. Mi mujer, la mejor de todas las esposas, no sólo ama a los ratones, sino que es también una amante de los gatos. Pero los gatos que ella ama no son productos nobles, de pura raza, de Siam o de Angora, sino bestezuelas muy corrientes, vulgares incluso, que merodean por las calles y con sus quejumbrosos maullidos dan a entender que se sienten abandonados. Tan pronto como la mejor de todas las esposas ve a una de esas desgraciadas criaturas se le parte el corazón, los ojos se le llenan de lágrimas, toma en sus brazos al animalito, lo trae a casa, lo rodea de amor y de cuidados y lo atiborra de leche. Hasta la mañana siguiente.

La mañana siguiente, todo ello se le ha hecho ya demasiado aburrido, y le habla asía a su marido:

—¿No podrías ayudarme un poco? Yo no puedo hacerlo todo. Anda, muévete.

Y así sucedió también con
Pussy
. Lo había descubierto el día anterior en una esquina y lo adoptó sin tardanza. Cuando lo tuvo en casa, puso delante de
Pussy
un gran plato con leche azucarada y procedió a contemplar con satisfacción maternal cómo lo iría vaciando con la lengua.

Pero
Pussy
no hizo nada de eso. Olfateó brevemente la leche y dio media vuelta.

La mamá adoptiva se quedó de una pieza. Si
Pussy
no tomaba la leche, se moriría de hambre. Había que hacer algo enseguida. ¿Pero qué?

En el curso de la deliberación que ahora se inició, descubrimos que
Pussy
pertenecía a la grande y feliz familia de los mamíferos y que, por consiguiente, se le podía hacer beber leche de una botella.

—Muy buena idea —dije yo—. Después de todo, para nuestro segundo hijo, Amir, tenemos en casa no menos de ocho biberones esterilizados y…

—¿Qué dices? ¿Los biberones de nuestro Amirín para un gato? ¡Ve enseguida a la farmacia y compra un biberón para
Pussy
!

—Tú no puedes pedirme eso.

—¿Por qué no?

—Porque me da vergüenza. Un hombre hecho y derecho, que además es un escritor reconocido, al que en toda la región conocen, incluso personalmente, no puede ir a la farmacia y pedir un biberón para un gato.

—¡Pamplinas! —replicó mi esposa—. Anda, vete, no te entretengas.

Fui con la firme resolución de mantener en secreto el verdadero destino de la botella.

—Un biberón, si me hace el favor —le dije al farmacéutico.

—¿Cómo está el pequeño Amir? —me preguntó.

—Bien, gracias. Ya pesa doce libras.

—¡Estupendo! ¿Cómo ha de ser el biberón?

—El más barato que tenga —dije yo.

A mi alrededor se produjo un silencio de mal agüero. Las personas que había en la tienda (unas cinco o seis) se apartaron claramente de mí y me miraron con ojos hostiles. «Fijáos el tipo ése —decían sus miradas—. Bien trajeado, con gafas, conduciendo un gran automóvil, pero para su hijito compra el biberón más barato. Es vergonzoso».

También del rostro del boticario se había esfumado la sonrisa amistosa.

—Como usted desee —dijo muy tieso—. Yo sólo querría advertirle que estos biberones baratos se rompen con gran facilidad.

—¡No importa! —dije yo—. Volveré a pegar los trozos.

El farmacéutico se alejó encogiéndose de hombros y volvió luego con un gran surtido de biberones. Eran productos magníficos de la industria biberonera internacional. Solamente al final del surtido, vergonzosamente oculto, había un biberón pequeño, feo, ridículo, de color marrón. Reuní todas mis fuerzas y dije:

—Deme usted el marrón.

El silencio que de nuevo se produjo, más fatídico aún que el primero, fue interrumpido por una gruesa dama:

—A mí no me va nada —dijo—, y no quiero inmiscuirme en sus asuntos privados. Pero debería usted pensárselo bien. Un hijo es el mayor tesoro que Dios puede concedernos. Si usted anda tan apurado, caballero, que se ve obligado a ahorrar, ahorre en otras cosas, no en su hijito. Para un hijo, lo mejor es precisamente lo que se merece. ¡Crea usted a una que es varias veces madre!

Yo hice como si no hubiese oído nada y me informé de los precios de las diversas botellas. Oscilaban entre cinco y ocho libras israelíes. El mayor, en el que había recaído mi elección, sólo costaba 35
aguroth
.

—Mi pequeñín es muy temperamental —dije yo tartamudeando un poco—. Un verdadero diablillo. Rompe todo cuanto va a parar a sus manos. Sería absurdo comprarle un biberón más caro. Enseguida lo echaría a perder.

—¿Por qué habría de hacerlo? —inquirió el boticario—. Si usted con la mano izquierda le sujeta la cabecita por la nuca… fíjese usted… así… mientras usted con la mano derecha le va dando la leche, todo va bien. ¿O es que le parece que no vale la pena hacer este esfuerzo?

Ante mis ojos mentales se me apareció
Pussy
, envuelto en limpios pañales, apoyado en mi mano izquierda y sorbiendo ansiosamente el contenido de la botella. Moví la cabeza para ahuyentar la visión.

—Seguramente no sabe usted cómo hay que tratar a un niño pequeño, ¿verdad? —dijo la gruesa y múltiple madre—. Sí, sí, los jóvenes matrimonios de hoy… Pero, entonces, tendrán ustedes al menos una niñera, ¿no?

—No… Bueno, es decir…

—¡Yo voy a proporcionarle a usted una niñera muy buena! —decidió la gorda—. La forma como trata usted a su bebé puede causarle a éste un trauma para toda su vida… Espere… Aquí tengo casualmente el número de teléfono…

Y ya estaba mi benefactora al teléfono, para contratarme una niñera. Yo miré a mi alrededor, desesperado. La puerta de la calle sólo estaba a una distancia de tres metros. Si los dos hombres rechonchos que evidentemente advirtieron mi mirada, no hubiesen bloqueado la salida, yo de un salto me habría plantado en medio de la calle y me habría perdido en la niebla dando gritos. Pero era demasiado tarde.

—Debería usted estar agradecido a esa señora —me recomendó el farmacéutico—. Tiene cuatro niños y gozan de la mejor salud. Confíe usted en ella. Ella le proporcionará una niñera excelente que curará al pequeño Amir de sus estados nerviosos.

Al llegar a este punto debo advertir que mi segundo hijo, Amir, es el niño más normal de todo el Próximo Oriente y que no tiene ningún «estado» del que alguien debiera curarle. Sólo me restaba la esperanza de que la experta niñera no estuviera en casa, al otro extremo del teléfono.

La dama gorda que no quería inmiscuirse en mis asuntos privados me comunicó triunfalmente que la señorita Myriam Kussevitzky, nurse diplomada, estaba dispuesta a hablar mañana conmigo.

—¿Le va bien a las once de la mañana? —inquirió el monstruo.

—No —respondí yo—. A esa hora tengo que hacer.

—¿Y a la una?

—Tengo lección de esgrima.

—¿Su esposa también?

—Mi esposa también.

—Entonces, ¿quizá a las dos?

—Dormimos la siesta.

—¿A las cuatro?

—Aún estamos durmiendo. La esgrima produce sueño.

—¿A las seis?

—A las seis esperamos invitados.

—¿Y a las ocho?

—A las ocho vamos al museo.

—¡Esto es lo que le ocurre a una cuando quiere ayudar a alguien desinteresadamente! —gritó la ayudadora desinteresada con voz trémula por la ira y colgando con rabia el auricular—. Y sin embargo, esta visita de información no le habría ocasionado a usted ningún gasto, como seguramente, en su avaricia, estaba usted temiendo. Es realmente inaudito.

En sus labios apareció una ligera espuma. Las otras personas que se hallaban presentes estrecharon su cerco de acero a mi alrededor. Parecía amenazarme la justicia de Lynch.

Del fondo surgió la voz glacial del boticario:

—¿De modo que debo envolverle la botella marrón? ¿La más barata?

Me abrí paso hacia él y asentí con la cabeza, sin decir una palabra. Mentalmente prometí que si salía de allí sano y salvo fundaría un orfelinato para gatos abandonados.

El farmacéutico hizo un último intento de conversión:

—Fíjese en este barato cierre de goma, arriba de la botella. Es de calidad tan mala, que al poco tiempo de usarla se ensancha. El niño podría ahogarse, que Dios no lo quiera.

—Bueno —repuse con mis últimas fuerzas—. Entonces haremos otro.

Del cerco que me amenazaba y que entonces me envolvía de nuevo, se destacó un sujeto rechoncho, el cual se me acercó y me agarró por la solapa de la chaqueta.

—¿No se da usted cuenta —me rugió a la cara— que con esos biberones tan baratos no se crían bebés, sino gatos?

Aquello era demasiado. Me encontraba al final de mi capacidad de resistencia.

—Deme el mejor biberón que tenga —dije con voz débil al farmacéutico.

Abandoné el establecimiento con uno de los llamados biberones «Super-Pyrex» al que acompañaba una tabla exacta del tiempo y de la cantidad, así como una garantía por dos años y otra contra incendios, inundaciones y terremotos. Precio: 8,50 libras.

—¿Por qué, idiota —me preguntó la mejor de todas las esposas, cuando hube desempaquetado aquella preciosidad—, por qué tenías que comprar el biberón más caro?

—Porque un hombre consciente de su responsabilidad debe ahorrar en todo menos tratándose de sus gatos —le respondí.

LA VOZ DE LA SANGRE

E
S un hecho generalmente conocido que mi mujer y yo tratamos nuestros asuntos familiares con suma discreción y que a mí jamás se me ocurriría, por ejemplo, explotarlos literariamente. Después de todo, a nadie puede interesarle lo que sucede en nuestra casa.

Tomemos, por ejemplo, al niño Amir, que en realidad todavía es un bebé, y ciertamente un bebé extraordinariamente bien desarrollado. En opinión de los médicos, a los que consultamos de vez en cuando, su nivel de inteligencia está por encima del 30-35 por ciento del mínimo absoluto, y los restantes 65-70 por ciento habrán de agregarse aún con el tiempo. Amir tiene ojos azules, como los tenía el rey David, y cabellos rojos, como el rey David los tenía asimismo. Esto puede constituir una coincidencia fascinante, aunque para el público carece de importancia.

Sin embargo, a veces ocurre en la vida de la criaturita un acontecimiento que es imposible pasar por alto en silencio. También en este caso. Un día, Amir se puso en pie y permaneció en pie. Sobre sus dos piernas.

¿No se lo creen? Bueno, ya sé que, tarde o temprano, todos los niños aprenden a sostenerse sobre sus piernas. Pero es que Amir se sostenía sobre las dos piernas sin haberlo aprendido nunca, sin anuncio previo o preparación.

Serían las cinco de la tarde, cuando del cuarto de los niños se oyó un grito completamente inesperado, un grito de triunfo. Corrimos allá y, efectivamente, el pequeño Amir estaba de pie agarrado a los barrotes de sus andaderas. Se sostenía sobre sus dos piernas, a diferencia de la economía de exportación del Estado de Israel. Nuestro gozo fue inmenso.

—¡Estupendo! —exclamamos—. ¡Muy bien, Amir! ¡Bravo! ¡Hazlo otra vez!

Ahora hubo algunas dificultades. El niño había escrutado sin ayuda el misterio de la puesta en pie con asombrosa precocidad, o, en todo caso, no demasiado tarde, pero aún no dominaba la técnica de volver a sentarse. Y como que un niño pequeño no puede pasarse de pie todo el día, la criaturita dio claras muestras de que quería que le ayudásemos a sentarse. Y le ayudamos.

A Amir le gusta mucho levantarse. Diríase que está obsesionado por ello. Al menos setenta veces al día, resuena esta llamada desde su rincón:

—¡Papá! ¡Papá!

Es a mí a quien llama. A mí, a su padre, al que le engendró. Esta idea tiene algo que conmueve profundamente. Su madre se ocupa de él casi ininterrumpidamente, lo alimenta con toda clase de leche y las más diversas especies de papillas, lo cuida y lo atiende con sus mejores energías, pero el maravilloso y casi atávico instinto primitivo del nene percibe con toda exactitud quién es el amo de la casa y a quién debe confiarse. Por esto, cada vez que Amir se pone de pie y no es capaz de volver a sentarse, grita en la misma dirección estas palabras:

—¡Papá! ¡Papá!

Y papá acude. Papá corre al lado de su hijito. No importa lo que esté yo haciendo en aquel momento y en qué posición me encuentre, vertical u horizontal. Cuando mi hijo me llama, lo dejo todo y me planto a su lado. De acuerdo: ello representa un fuerte golpe para el amor propio de mi mujer. Incluso a mí me causa una cierta perplejidad el que el niño, aun cuando en cierto sentido es también de ella, se decida clara e inequívocamente por su padre. Afortunadamente, mi mujer es una persona inteligente e ilustrada y sabe disimular sus celos. Hace unos días, me dio incluso a entender de una manera explícita que no tenía por qué preocuparme:

—Todo va bien, Ephraím —me dijo, cuando regresaba yo una vez más de una de las ceremonias de asentamiento—. El cariño de Amir te pertenece. Debo resignarme a ello.

Cosas así le hacen realmente bien a uno.

Por otro lado, a uno le gustaría también dormir de vez en cuando.

Que el niño se pusiera de pie durante el día constituía algo natural, y ayudarle a sentarse me causaba gozo. Pero cuando me vi obligado, cada vez con mayor frecuencia, a correr en su auxilio hasta las primeras horas de la mañana, un agudo observador habría podido descubrir en mí ciertos indicios de nerviosismo. Yo necesito dormir por lo menos tres horas, de lo contrario, empiezo a tartamudear. Y ni siquiera estas tres horas quería concederme el arrapiezo.

Aquella inolvidable noche de San Bartolomé, yo había tenido que abandonar mi lecho treinta veces para acudir a prestar mis primeros auxilios, mientras la mejor de todas las esposas dormía profunda y apaciblemente, con la respiración acompasada y a veces con una dulce sonrisa en los labios., cuando, en su profundo sueño, llegaba a sus oído la lejana llamada de «¡Papá!». Yo no le tomaba a mal esa sonrisa. Después de todo, mi hijo me había llamado a mí y no a ella. A pesar de ello, consideraba en cierto modo como una injusticia el que yo, el jefe de la casa, que me había matado trabajando durante el día, tuviera que correr sin cesar entre mi cama y el rincón del bebé mientras la madre roncaba tranquilamente a mi lado.

Un sordo rencor contra Amir germinó en mi interior. En primer lugar, ya hace tiempo que debería haber aprendido a sentarse sin ayuda de los demás, como los otros niños mayores. Y en segundo lugar, estaba muy feo por parte de él el portarse tan mal con su madre que se sacrificaba y desvelaba por tenerle bien atendido. El niño, como ya he dicho, es pelirrojo.

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