—¿Cómo es que sabes todo eso —preguntó de nuevo— lo de nuestras pancartas y lo de los hombres grises?
—Los observo constantemente, a ellos y todo lo que se refiere a ellos —le explicó el maestro Hora—. De modo que también os observé a ti y a tus amigos.
—Pero si nunca sales de casa.
—No es necesario —dijo el maestro Hora, mientras de nuevo se volvía cada vez más joven—, para eso tengo mis gafas de visión total.
Se quitó las gafas y se las pasó a Momo.
—¿No quieres mirar un poco?
Momo se las puso, pestañeó, y dijo:
—No veo nada de nada.
Porque sólo veía un torbellino de colores, luces y sombras difuminados que le daban mareos.
—Sí —oyó la voz del maestro Hora—, siempre cuesta un poco al principio. En seguida te acostumbrarás a mirar con las gafas de visión total.
Se levantó, se colocó tras la silla de Momo y puso con suavidad ambas manos sobre el puente de las gafas en la nariz de Momo. La imagen se aclaró en seguida.
Al principio, Momo vio el grupo de hombres grises con los tres coches al borde de aquel barrio de extraña luminosidad. En aquel momento estaban empujando los coches hacia atrás.
Después miró más allá y vio otros grupos en las calles de la ciudad que hablaban, agitados, entre sí, gesticulando ampliamente con las manos y que se parecían transmitir una noticia.
—Están hablando de ti —dijo el maestro Hora—. No pueden explicarse todavía cómo puedes haberte escapado.
—¿Por qué tienen la cara tan gris? —preguntó Momo, mientras seguía mirando.
—Porque viven de algo muerto —contestó el maestro Hora—. Tú sabes que viven del tiempo de los hombres. Pero ese tiempo muere literalmente cuando se lo arrancan a su verdadero propietario. Porque cada hombre tiene
su propio tiempo
. Y sólo mientras siga siendo suyo se mantiene vivo.
—Así, pues, ¿los hombres grises no son hombres de verdad?
—No. Sólo han adoptado forma humana.
—¿Qué son entonces?
—En realidad no son nada.
—¿De dónde vienen?
—Nacen porque los hombres les dan posibilidad de nacer. Con eso basta para que existan. Y ahora los hombres les dan, encima, la posibilidad de dominarlos. Y también eso basta para que ocurra.
—¿Y si no pudieran robar más tiempo?
—Tendrían que volver a la nada de la que han nacido.
El maestro Hora le quitó a Momo las gafas y se las guardó.
—Pero, por desgracia, ya tienen muchos ayudantes entre los hombres —continuó al acabo de un ratito—. Eso es lo peor.
—Yo —dijo Momo, decidida— no dejaré que nadie me robe mi tiempo.
—Así lo espero —contestó el maestro Hora—. Ven, Momo, te enseñaré mi colección.
De repente volvía a parecer un anciano.
Tomó a Momo de la mano y la llevó a la gran sala. Allí le mostró sus relojes, hizo sonar los carillones, le explicó los planetarios y fue rejuveneciendo a la vista de la alegría que mostraba la niña ante todas esas maravillas.
—¿Te gustan los acertijos? —le preguntó, como quien no quiere la cosa, mientras seguía su camino.
—¡Sí! ¡Mucho! —contestó Momo—. ¿Sabes alguno?
—Sí —dijo el maestro Hora, mirando sonriente a Momo—, pero es muy difícil. Muy pocos saben resolverlo.
—Eso está bien —dijo Momo—, así me lo aprenderé más tarde y se lo repetiré a mis amigos.
—A ver si lo adivinas —contestó el maestro Hora—. Atiende:
Tres hermanos viven en una casa:
son de veras diferentes;
si quieres distinguirlos,
los tres se parecen.
El primero no está: ha de venir.
El segundo no está: ya se fue.
Sólo está el tercero, menor de todos;
sin él, no existirían los otros.
Aun así, el tercero sólo existe porque
en el segundo se convierte el primero.
Si quieres mirarlo
no ves más que otro de sus hermanos.
Dime pues: ¿los tres son uno?,
¿o sólo dos?, ¿o ninguno?
Si sabes cómo se llaman
reconocerás tres soberanos.
Juntos reinan en un país
que ellos son. En eso son iguales.
El maestro Hora miró a Momo y agitó la cabeza, dándole ánimos. Había escuchado con mucha atención. Como tenía muy buena memoria, repitió el acertijo palabra por palabra.
—¡Uy! —exclamó entonces—. Sí que es difícil. No tengo ni idea de lo que podría ser. Ni siquiera sé por dónde empezar.
—¡Inténtalo! —dijo el maestro Hora.
Momo volvió a murmurar el acertijo desde el principio hasta el fin. Entonces movió la cabeza.
—No puedo —se resignó.
Mientras tanto se había acercado la tortuga. Estaba al lado del maestro Hora y miraba atentamente a Momo.
—Y bien, Casiopea —le preguntó el maestro Hora—, tú lo sabes todo media hora antes. ¿Sabrá Momo resolver el acertijo?
«Sabrá» apareció en el caparazón de Casiopea.
—¡Lo ves! —le dijo el maestro Hora a Momo—. Lo resolverás. Casiopea no se equivoca nunca.
Momo arrugó la frente y volvió a pensar esforzadamente. ¿Qué tres hermanos había que vivieran juntos en una casa? Estaba claro que no se trataba de hombres. En los acertijos, los hermanos siempre eran semillas de manzana o dientes, o cosas así, pero siempre cosas de la misma especie. Pero aquí se trataba de tres hermanos que, de alguna manera, se convertían el uno en el otro. ¿Qué cosas había que se convirtieran la una en la otra? Momo miró alrededor. Allí había, por ejemplo, las velas con sus llamas inmóviles. En ellas, la cera se transformaba en luz a través de la llama. Sí, eso eran tres hermanos. Pero no, no valía, porque los tres estaban allí. Y dos de ellos
no
debían estar. Quizá podía ser algo así como flor, fruto y semilla. Era verdad, había muchas cosas que concordaban. La semilla era el menor de los tres. Y cuando ella estaba, los otros dos no estaban. Y sin ella no existirían los otros. Pero no valía. Porque a la semilla se la podía mirar perfectamente bien. Y el acertijo decía que, de querer mirar al menor, sólo se veía alguno de los otros dos.
Los pensamientos de Momo revoloteaban locos. No encontraba la menor pista. Pero Casiopea había dicho que encontraría la solución. De modo que volvió a empezar por el principio y repitió lentamente las palabras del acertijo.
Cuando llegó al lugar que decía: «El primero
no
está: ha de venir…» vio que la tortuga le guiñaba un ojo. Sobre su caparazón aparecieron las palabras «Lo que sé», para desaparecer de nuevo al instante.
—¡Calla, Casiopea! —dijo sonriente el maestro Hora, que no la había mirado—. No se lo soples. Momo sabe hacerlo sola.
Claro que Momo había visto las palabras en el caparazón de la tortuga, y empezó a pensar qué querían decir. ¿Qué era lo que sabía Casiopea? Sabía que Momo resolvería el acertijo. Pero eso no resolvía nada.
¿Qué más sabía? Siempre sabía qué iba a ocurrir. Sabía…
—¡El futuro! —gritó Momo—. El primero
no
está: ha de venir… Es el futuro.
El maestro Hora asintió.
—Y el segundo —prosiguió Momo—
no
está: ya se fue… Es el pasado.
El maestro Hora asintió y sonrió encantado.
—Pero ahora —dijo Momo pensativa—, ahora se vuelve difícil. ¿Quién es el tercero? Es el menor de todos, sin él no existirían los otros, dice. Pero es el único que está.
Reflexionó y exclamó de repente:
—¡Es ahora! ¡Este instante! El pasado son los instantes que ya han sido y el futuro son los que han de venir. Así que los dos no existirían si no hubiera presente. Eso es verdad.
A Momo empezaban a encendérsele las mejillas por el esfuerzo. Continuó:
—¿Pero qué significa lo que viene ahora? «Aun así, el tercero sólo existe porque en el segundo se convierte el primero…». Eso quiere decir que el presente sólo existe porque el futuro se convierte en pasado.
Miró, sorprendida, al maestro Hora.
—¡Es verdad! Nunca se me había ocurrido. Pero entonces, en realidad, no existe el instante, sólo el pasado o el futuro. Porque ahora, por ejemplo, este instante… cuando hablo de él ya ha pasado. Ahora entiendo lo que quiere decir: «Si quieres mirarlo, no ves más que otro de sus hermanos». Y ahora entiendo también lo demás, porque se puede pensar que sólo existe uno de los tres hermanos: o el presente, o el futuro o el pasado. O ninguno, porque cada uno de ellos debe su existencia a la de los demás. Se le revuelve a uno la cabeza.
—Pero el acertijo no ha terminado todavía —dijo el maestro Hora—. ¿Cuál es el país en que los tres reinan juntos y que ellos mismos son?
Momo le miró perpleja. ¿Qué podría ser eso? ¿Qué eran juntos, el pasado, el presente y el futuro?
Paseó la vista por la inmensa sala, a lo largo de los millares de relojes, y de repente cruzó sus ojos un relámpago.
—¡El tiempo! —exclamó, mientras batía palmas—. ¡Sí, es el tiempo! ¡Es el tiempo!
—Dime todavía cuál es la casa en la que viven los tres hermanos —le exigió el maestro Hora.
—Es el mundo —contestó Momo.
—¡Bravo! —exclamó el maestro Hora, mientras también daba palmadas—. Te felicito, Momo. Tú sí que sabes resolver acertijos. Me has dado una gran alegría.
—A mí también —contestó Momo, que se sorprendía un poco de por qué le daba tanta alegría al maestro Hora el que ella supiera resolver el acertijo.
Siguieron paseando por la gran sala y el maestro Hora le fue enseñando más cosas todavía, pero Momo todavía estaba pensando en el acertijo.
—Dime —dijo al final—, ¿qué es el tiempo, de verdad?
—Si acabas de descubrirlo tú misma —le contestó el maestro Hora.
—No —dijo Momo—, quiero decir el tiempo mismo. Tiene que ser una cosa u otra. Existe. ¿Qué es en realidad?
—Sería bonito —contestó el maestro Hora— que también a esto pudieras contestar tú misma.
Momo reflexionó largo rato.
—Está ahí —dijo, hundida en sus pensamientos—, eso es seguro. Pero no se le puede tocar. Ni retener. ¿Acaso sea algo parecido a un olor? Pero también es algo que siempre pasa. Así que tiene que venir de algún lugar. ¿Acaso es algo así como el viento? O no. Ya lo sé. Quizá sea una especie de música que no se oye porque suena siempre. Aunque creo que yo la he oído alguna vez, muy bajito.
—Lo sé —asintió el maestro Hora—, por eso pude hacerte venir hasta aquí.
—Pero aún tiene que ser algo más —continuó Momo, que seguía persiguiendo sus pensamientos—, porque la música venía de muy lejos, pero sonaba muy dentro de mí. Puede que con el tiempo ocurra lo mismo —calló, trastornada, y añadió, perpleja—. Quiero decir, como las olas se originan en el agua por el viento. Bah, no estoy diciendo más que tonterías.
—Creo —dijo el maestro Hora—, que lo has dicho de un modo muy bonito. Por eso te voy a confiar un secreto: de aquí, de la casa de Ninguna Parte, en la calle de Jamás, viene el tiempo de todos los hombres.
Momo le miró, admirada.
—¡Oh! —dijo en voz baja—. ¿Lo haces tú mismo?
El maestro Hora volvió a sonreír.
—No, querida niña. Yo sólo soy el administrador. Mi obligación es dar a cada hombre el tiempo que le está destinado.
—¿No podrías organizarlo de tal manera —preguntó Momo—, que los ladrones de tiempo no pudieran robar más a los hombres?
—No, eso no puedo hacerlo —contestó el maestro Hora—, porque lo que los hombres hacen con su tiempo, tienen que decidirlo ellos mismos. También son ellos quienes han de defenderlo. Yo sólo puedo adjudicárselo.
Momo recorrió con la mirada la sala y preguntó:
—Para eso tienes tantos relojes, ¿no? ¿Uno para cada hombre?
—No, Momo —contestó el maestro Hora—. Esos relojes no son más que una afición mía. Sólo son reproducciones muy imperfectas de algo que todo hombre lleva en su pecho. Porque al igual que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón para percibir, con él, el tiempo. Y todo el tiempo que no se percibe con el corazón está tan perdido como los colores del arco iris para un ciego o el canto de un pájaro para un sordo. Pero, por desgracia, hay corazones ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir.
—¿Y si un día mi corazón dejara de latir? —preguntó Momo.
—Entonces —replicó el maestro Hora—, el tiempo se habrá acabado para ti, mi niña. También se podría decir que eres tú quien vuelve a través del tiempo, a través de todos tus días y noches, tus meses y años. Regresas a través de tu vida hasta llegar al gran portal de plata por el que una vez entraste. Por allí vuelves a salir.
—¿Y qué hay al otro lado?
—Entonces has llegado al lugar de donde procede la música que, muy bajito, ya has oído alguna vez. Pero entonces tú formas parte de ella, eres un sonido dentro de ella.
Miró, inquisitivo, a Momo.
—Pero eso no podrás entenderlo todavía, ¿verdad?
—Sí —contestó Momo—, creo que sí.
Recordó su camino a través de la calle de Jamás, en la que lo había vivido todo al revés, y preguntó:
—¿Eres tú la muerte?
El maestro Hora sonrió y calló un rato antes de contestar:
—Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie podría robarles, nunca más, su tiempo de vida.
—No hace falta más que decírselo —propuso Momo.
—¿Tú crees? —preguntó el maestro Hora—. Yo se lo digo con cada hora que les adjudico. Pero creo que no quieren escucharlo. Prefieren creer a aquellos que les dan miedo. Eso también es un enigma.
—Yo no tengo miedo —dijo Momo.
El maestro Hora asintió lentamente. Miró largo rato a Momo para preguntarle:
—¿Quieres ver de dónde procede el tiempo?
—Sí —murmuró.
—Yo te conduciré —dijo el maestro Hora—. Pero en aquel lugar hay que callar. No se puede preguntar ni decir nada. ¿Me lo prometes?
Momo asintió, muda.
El maestro Hora se agachó hacia ella, la levantó y la retuvo fuertemente en sus brazos. De repente le pareció muy grande e indefiniblemente viejo, pero no como un anciano, sino como un árbol centenario o una roca. Le cubrió los ojos con la mano y le pareció que caía sobre su cara nieve levísima y fresca.
A Momo le pareció que el maestro Hora caminaba con ella por un largo pasillo oscuro. Pero se sentía totalmente protegida y no tenía miedo. Al principio creyó oír los latidos de su propio corazón, pero después le pareció que era, más bien, el eco de los pasos del maestro Hora.