Momo (17 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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Era un largo camino, pero finalmente dejó a Momo en el suelo. Su cara estaba cerca de la de ella, la miró con fijeza y puso un dedo en sus labios. Se enderezó y dio unos pasos atrás.

La rodeaba una penumbra dorada.

Poco a poco, Momo se fue dando cuenta de que se hallaba bajo una cúpula inmensa, totalmente redonda, que le pareció tan grande como todo el firmamento. Y esa inmensa cúpula era de oro puro.

En el centro, en el punto más alto, había una abertura circular por la que caía, vertical, una columna de luz sobre un estanque igualmente circular, cuya agua negra estaba lisa e inmóvil como un espejo oscuro.

Muy poco por encima del agua titilaba en la columna de luz algo así como una estrella luminosa. Se movía con lentitud majestuosa, y Momo vio un péndulo increíble que oscilaba sobre el espejo oscuro. Flotaba y parecía carecer de peso.

Cuando el péndulo estelar se acercaba lentamente a un extremo del estanque, salía del agua, en aquel punto, un gran capullo floral. Cuanto más se acercaba el péndulo, más se abría, hasta que por fin quedaba totalmente abierto sobre las aguas.

Era una flor de belleza tal, que Momo no la había visto nunca. Parecía componerse solamente de colores luminosos. Momo nunca había sospechado que esos colores siquiera existieran. El péndulo se detuvo un momento sobre la flor y Momo se ensimismó totalmente en su visión, olvidando todo lo demás. El aroma le parecía algo que siempre había deseado sin saber de qué se trataba.

Pero entonces, muy lentamente, el péndulo volvió a oscilar hacia el otro lado. Y mientras, muy poco a poco, se alejaba, Momo vio consternada, que la maravillosa flor comenzaba a marchitarse. Una hoja tras otra caía y se hundía en la negra profundidad. Momo lo sentía con tal dolor, como si desapareciera para siempre de ella algo totalmente irrepetible.

Cuando el péndulo hubo llegado al centro del estanque, la extraordinaria flor había desaparecido del todo. Pero al mismo tiempo comenzaba a salir, al otro lado del estanque, del agua negra, otro capullo. Y mientras el péndulo se acercaba lentamente a él, Momo vio que el capullo que comenzaba a abrirse era mucho más hermoso todavía. La niña dio la vuelta al estanque para verlo de cerca.

Era totalmente diferente a la flor anterior. Tampoco los colores de ésta los había visto jamás Momo, pero le pareció que era todavía más rica y preciosa que la anterior. Tenía un olor completamente diferente, más maravilloso, y cuanto más la miraba Momo, más detalles extraordinarios descubría.

Pero de nuevo volvió el péndulo estelar, y toda esa maravilla se disolvió y se hundió, hoja a hoja, en las inescrutables profundidades del estanque oscuro.

Lentamente, muy lentamente, el péndulo volvió al otro lado, pero no alcanzó exactamente el lugar anterior, sino que había avanzado un corto trecho. Y allí, a un paso del punto anterior, comenzaba a emerger y abrirse nuevamente un capullo.

Esa flor era, realmente, la más hermosa, según le pareció a Momo. Era la flor de las flores, un milagro.

Momo hubiera querido llorar cuando tuvo que ver que también esa perfección comenzaba a marchitarse y a hundirse en las oscuras profundidades. Pero recordó la promesa que le había hecho al maestro Hora, y calló.

También al otro lado había avanzado un paso el péndulo, y de las negras aguas comenzaba a surgir una nueva flor.

Momo se fue dando cuenta de que cada nueva flor era totalmente diferente a la anterior y que la que estaba floreciendo le parecía cada vez la más hermosa.

Paseando todo el rato alrededor del estanque, miraba cómo nacía y se marchitaba una flor tras otra. Y le parecía que nunca se cansaría de este espectáculo. De pronto se dio cuenta de que, además, al mismo tiempo estaba pasando otra cosa, algo que no había notado hasta entonces.

La columna de luz que irradiaba desde el centro de la cúpula no sólo era visible: Momo estaba empezando a oírla.

Al principio era como un susurro, como el que, de lejos, produce el viento en las copas de los árboles, pero después el bramido se hizo más potente, hasta que se pareció al de una catarata o al tronar de las olas del mar contra una costa rocosa.

Y Momo escuchó, cada vez con mayor claridad, que ese estruendo se componía de incontables sonidos que cada vez se ordenaban de nuevo entre sí, se transformaban y formaban cada vez nuevas armonías. Era música y, al mismo tiempo, otra cosa. Y, de pronto, Momo lo reconoció: era la música que a veces oía, muy bajito y como de muy lejos, mientras escuchaba el silencio de la noche estrellada.

Pero ahora, los sonidos se volvían más y más claros y brillantes. Momo intuyó que era esa luz sonora la que hacía nacer de las profundidades del agua negra cada una de las flores de forma cada vez diferente, única e irrepetible.

Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferentes, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante, entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos. Y en esos nombres estaba decidido lo que hacen y cómo colaboran todos para hacer nacer y marchitarse cada una de esas flores horarias.

Y, de pronto, Momo comprendió que todas esas palabras iban dirigidas a
ella
. Todo el mundo, hasta las más lejanas estrellas, estaba dirigido a ella como una sola cara de tamaño impensable que la miraba y le hablaba.

Y le sobrevino algo más grande que el miedo.

En ese momento vio al maestro Hora, que le hacía señas con la mano. Se lanzó hacia él, que la tomó en sus brazos, y ocultó la cara en su pecho. De nuevo, sus manos se posaron con la lentitud de la nieve sobre sus ojos, se hizo oscuridad y silencio y se sintió protegida. Volvió a recorrer de regreso todo el largo pasillo.

Cuando volvieron a estar en la pequeña habitación entre los relojes, la tendió en el sofá.

—Maestro Hora —murmuró—, nunca pensé que el tiempo de todos los hombres es… —buscó la palabra adecuada, sin encontrarla—… tan grande —dijo por fin.

—Lo que has visto y oído, Momo —respondió el maestro Hora—, no era el tiempo de todos los hombres. Sólo era tu propio tiempo. En cada hombre existe ese lugar, en el que acabas de estar. Pero sólo puede llegar a él quien se deja llevar por mí. Y no se puede ver con ojos corrientes.

—¿Dónde estuve, pues?

—En tu propio corazón —dijo el maestro Hora, y le acarició el revuelto pelo.

—Maestro Hora —volvió a murmurar Momo—, ¿puedo traerte también a mis amigos?

—No —contestó—, no puede ser, todavía.

—¿Cuánto tiempo puedo quedarme contigo?

—Hasta que tú misma quieras volver con tus amigos.

—Pero, ¿puedo contarles lo que han dicho las estrellas?

—Puedes, pero no serás capaz.

—¿Por qué no?

—Porque todavía han de crecer en ti las palabras.

—Pero quiero hablarles de eso, a todos. Quiero poder cantarles las voces. Creo que entonces todo volvería a estar bien.

—Si de verdad lo quieres, Momo, tendrás que saber esperar.

—No me importa esperar.

—Esperar, mi niña, como una semilla que duerme toda una vuelta solar en la tierra antes de poder germinar. Tanto tardarán las palabras en crecer en ti. ¿Quieres eso?

—Sí —murmuró Momo.

—Pues duerme —dijo el maestro Hora, pasándole la mano por los ojos—, duerme.

Y Momo tomó aliento, profundamente feliz, y se durmió.

TERCERA PARTE:
Las flores horarias
Allí un día y aquí un año

M
omo despertó y abrió los ojos.

Tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba. Le trastornó un poco encontrarse en las gradas de piedra, cubiertas de hierba, del viejo anfiteatro. ¿No acababa de estar hacía unos momentos en la casa de Ninguna Parte con el maestro Hora? ¿Cómo había venido a parar aquí?

Estaba oscuro y hacía fresco. Sobre el horizonte oriental empezaba a alborear el día. Momo tiritó y se apretó más su chaquetón demasiado grande.

Recordaba con toda claridad todo lo que había vivido, la marcha nocturna a través de la ciudad detrás de la tortuga, el barrio con la luz sorprendente y las casas blancas, relucientes, la calle de Jamás, la sala con los incontrolables relojes, el chocolate y los panecillos con miel, cada una de las palabras de su conversación con el maestro Hora y el acertijo. Pero sobre todo se acordaba de su experiencia bajo la cúpula dorada. No tenía más que cerrar los ojos para volver a ver ante sí la maravilla de color nunca vista de las flores. Y las voces del sol, la luna y las estrellas seguían resonando en su oído con tal claridad que incluso podía canturrear la melodía.

Mientras hacía eso, se formaban en ella las palabras, palabras que realmente expresaban el olor de las flores y los colores nunca vistos. Eran las voces del recuerdo de Momo las que decían esas palabras, pero con el propio recuerdo había ocurrido algo extraordinario. Momo no sólo encontró en él lo que había visto y oído, sino más, y más, y cada vez más. Como de un pozo mágico inagotable surgían mil imágenes de flores horarias. Y con cada flor sonaban nuevas palabras. Momo no tenía más que escuchar con atención hacia adentro para poder repetirlas, incluso cantarlas. Se hablaba de cosas misteriosas y maravillosas, pero mientras Momo repetía las palabras entendía su significado.

Eso es lo que había querido decir el maestro Hora cuando dijo que las palabras tenían que crecer en ella.

¿O es que, al fin, todo había sido un sueño? ¿No había ocurrido nada de verdad?

Mientras Momo pensaba esto vio moverse algo en la plazuela redonda del fondo. Era la tortuga que buscaba, con toda tranquilidad, hierbas comestibles.

Momo descendió a toda prisa hasta ella y se acurrucó en el suelo a su lado. La tortuga sólo levantó la cabeza, miró a la niña con sus ojos negros, antiquísimos, y siguió comiendo tranquilamente.

—Buenos días, tortuga —dijo Momo.

No apareció ninguna respuesta en el caparazón.

—¿Fuiste tú —preguntó Momo— quien me llevó esta noche a casa del maestro Hora?

No hubo respuesta. Momo suspiró, desencantada.

—Lástima —murmuró—. Así que sólo eres una tortuga normal y no la… ¡Ay! He olvidado su nombre. Era un nombre bonito, pero largo y raro. No lo había oído nunca antes.

«Casiopea» relució débilmente, de pronto, en el caparazón de la tortuga. Momo lo descifró, encantada.

—¡Sí! —batió palmas—. ¡Éste era el nombre! ¿Así que sí eres tú? Eres la tortuga del maestro Hora, ¿verdad?

«Quién si no»

—Pero, ¿por qué no me contestaste antes?

«Desayuno», se pudo leer en el caparazón.

—¡Perdona! —se disculpó Momo—. No te quería interrumpir. Sólo quisiera saber cómo es que vuelvo a estar aquí.

«Tu deseo», apareció como respuesta.

—Es curioso —murmuró Momo—, no puedo acordarme de eso. Y tú, Casiopea, ¿por qué no te has quedado con el maestro Hora, sino que has venido conmigo?

«Mi deseo», rezaba el caparazón.

—Muchas gracias —dijo Momo—, es muy amable por tu parte.

«De nada», fue la respuesta. Con eso, la conversación parecía haber terminado para la tortuga, porque siguió su camino para proseguir con su desayuno interrumpido.

Momo se sentó sobre las gradas de piedra y se alegró por esperar a Beppo, Gigi y los niños. Volvió a escuchar la música que no dejaba de sonar en su interior. Y aunque estaba sola y nadie la escuchaba, cantó en voz cada vez más alta y con más ánimo las melodías y palabras, directamente hacia el sol naciente. Y le pareció que los pájaros y los grillos y los árboles e incluso las viejas piedras la escuchaban esta vez.

No sabía que, durante mucho tiempo, no tendría otros oyentes. No podía saber que esperaba en vano a sus amigos, que había estado fuera mucho tiempo y que, mientras tanto, el mundo había cambiado.

Con Gigi Cicerone a los hombres grises les había resultado muy fácil.

La cosa había empezado cuando, hacía cosa de un año, poco después de que Momo hubiera desaparecido sin dejar rastro, apareció en un periódico un largo artículo sobre Gigi. «El último narrador auténtico», afirmaba el titular. Además se decía dónde y cuándo se le podía encontrar y que era una atracción que no se debía pasar por alto.

Como resultado de ello, cada vez venía más gente al viejo anfiteatro para ver y oír a Gigi. Gigi, claro está, no tenía nada que oponer. Como siempre, contaba lo que se le ocurría y después pasaba la gorra, que cada vez quedaba más llena de monedas y billetes. Pronto le contrató una agencia de viajes que le pagaba, además, una buena suma por el derecho de poder enseñarle como un monumento. Los turistas llegaban en autocares, y Gigi tuvo que atenerse pronto a un horario estricto para que todos los que habían pagado por ello pudieran oírle.

Ya entonces comenzó a echar de menos a Momo, porque sus cuentos ya no tenían alas, aunque seguía negándose firmemente a contar dos veces la misma historia, incluso cuando se le ofrecía, por ello, el doble de dinero.

A los pocos meses ya no necesitaba actuar en el viejo anfiteatro y pasar la gorra. Le contrató la radio y después la televisión. Allí contaba ahora sus historias tres veces por semana ante millones de oyentes y ganaba montones de dinero.

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