Momo (14 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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En realidad se trataba de una callejuela estrecha. Las casas que se alineaban a derecha e izquierda parecían pequeños palacios de cristal, llenos de torrecitas, galerías y terrazas, que hubieran pasado muchísimo tiempo en el fondo del mar y de pronto hubieran salido a la superficie, cubiertos de algas, moluscos y corales. Y todos de colores suaves, nacarados.

La callejuela se encaminaba a una sola casa, que la cerraba y que formaba un ángulo recto con todas las otras. Tenía un gran portal verde cubierto de figuras artísticas.

Momo miró el cartel de la calle, que se hallaba en la pared, encima de donde ella estaba. Era de mármol blanco y ponía en él, con letras doradas:

Calle de Jamás

Al mirar y deletrear, Momo no había perdido más que unos instantes, pero aun así, la tortuga ya estaba muy lejos, casi al final de la callejuela, delante de la última casa.

—¡Espérame, tortuga! —gritó Momo, pero curiosamente no pudo oír su propia voz.

La tortuga, en cambio, pareció haberla oído, porque se paró y se volvió a mirarla. Momo quiso seguirla, pero al entrar en la calle de Jamás fue como si, de repente, caminara debajo del agua y tuviera que avanzar contra la corriente, o como si tuviera que avanzar contra un viento muy fuerte pero insensible que la echara hacia atrás. Se inclinó contra la presión enigmática, se agarró a los salientes de las paredes y avanzó, a ratos, a cuatro patas.

—¡No puedo contra ella! —gritó finalmente a la tortuga, a la que veía, pequeñita, al extremo de la calle—. ¡Ayúdame!

La tortuga volvió lentamente. Cuando finalmente estuvo delante de Momo, apareció en su caparazón el consejo de: «Anda de espaldas».

Momo lo intentó, se dio la vuelta y caminó hacia atrás. De pronto logró avanzar sin ningún esfuerzo. Pero era muy extraño lo que le ocurría. Pues mientras caminaba hacia atrás, también pensaba hacia atrás, respiraba hacia atrás, sentía hacia atrás; en resumen: vivía hacia atrás.

Por fin se topó con algo duro. Se dio la vuelta y se vio ante la última casa, la que cerraba la calle. Se asustó un tanto, porque, vista desde aquí, la puerta de metal verde, cubierta de figuras, le pareció gigantesca.

«¿Podré abrirla?», pensó Momo, dudosa.

Pero en el mismo momento se abrieron solos los dos grandes batientes.

Momo se quedó parada un momento, porque encima de la puerta había descubierto otro cartel. Lo llevaba un unicornio blanco y en él se leía:

La Casa de Ninguna Parte

Como Momo no sabía leer demasiado aprisa, los dos grandes batientes ya estaban cerrándose cuando acababa de deletrearlo. Tuvo el tiempo justo para pasar, antes de que los batientes se cerraran tras ella con un suave trueno.

Se hallaba ahora en un pasillo alto, muy largo. A izquierda y derecha había, a tramos regulares, hombres y mujeres de piedra, desnudos, que parecían soportar el techo. Aquí no se notaba la misteriosa corriente contraria.

Momo siguió a la tortuga a través del largo pasillo. En el extremo, el animal se paró ante una puertecita, justo lo suficientemente grande como para que Momo pudiese pasar por ella agachada.

«Hemos llegado» ponía en el caparazón de la tortuga.

Momo se agachó y vio, justo delante de su nariz, un cartelito en la pequeña puerta:

Maestro Segundo Minucio Hora

Momo inspiró profundamente y giró, decidida, el pomo de la puertecita. Cuando se abrió, se pudo oír un tictac y un ronquido y un susurro y un repiqueteo musical, a muchas voces. La niña siguió a la tortuga y la puertecita se cerró tras ellas.

Cuando los malos tratan de
hacer de lo malo lo mejor…

A
la luz cenicienta de interminables pasillos, los agentes de la caja de ahorros de tiempo corrían y se susurraban unos a otros, excitados, la última noticia: todos los señores del consejo de administración se habían reunido en una sesión extraordinaria.

Eso sólo podía significar que se avecinaba un gran peligro, deducían unos. Eso sólo podía querer decir que se habían planteado posibilidades nuevas, desconocidas, de ganar tiempo, concluían otros.

En la gran sala de sesiones estaban reunidos los señores grises del consejo de administración. Estaban sentados, uno al lado de otro, alrededor de una mesa casi interminable. Cada uno de ellos llevaba, como siempre, su cartera gris plomo y cada uno fumaba su pequeño cigarro gris. Sólo se habían quitado los bombines, por lo que se veía que todos eran totalmente calvos.

El ambiente, en la medida en que entre esos hombres se puede hablar de ambiente, era bastante pesado.

El presidente, en la cabecera de la larga mesa, se levantó. Se acabaron los murmullos y dos filas interminables de caras grises se volvieron hacia él.

—Señores —comenzó—, la situación es seria. Me veo obligado a ponerlos a todos en conocimiento de los hechos amargos, pero irremediables.

»Durante la caza de Momo hemos empleado a casi todos nuestros agentes disponibles. En total, la persecución duró seis horas, trece minutos y ocho segundos. Mientras tanto, todos los agentes participantes tuvieron que abandonar, necesariamente, su razón de ser, es decir, aportar tiempo. A esa pérdida hay que añadir el tiempo consumido por nuestros agentes durante la búsqueda. De esos dos puntos negativos resulta una pérdida de tiempo calculada muy exactamente en tres mil setecientos treinta y ocho millones doscientos cincuenta y nueve mil ciento catorce segundos.

»Señores, eso es más que toda una vida humana. Creo que no hace falta que explique lo que ello significa para nosotros.

Se interrumpió y señaló con gesto majestuoso hacia una gran puerta de acero con numerosos cerrojos y combinaciones en la pared frontal de la sala.

—Nuestros almacenes de tiempo, señores —dijo, alzando la voz—, no son inagotables. ¡Si la persecución, por lo menos, hubiera sido fructuosa! Pero se trata de tiempo perdido con toda inutilidad. La niña Momo se nos ha escapado.

»Señores, no puede volver a pasar por segunda vez un asunto de esta índole. Me opondré con todas mis fuerzas a cualquier otra empresa de proporciones tan costosas. Tenemos que ahorrar, señores, no malversar. Por eso les ruego que hagan todos los planes futuros en este sentido. No tengo más que decir. Muchas gracias.

Se sentó y expelió densas nubes de humo. Recorrieron la sala unos excitados murmullos.

Al otro extremo de la mesa se levantó un segundo orador, y todas las caras se volvieron a él.

—Señores —dijo—, a todos nos importa por igual el buen funcionamiento de nuestra caja de ahorros de tiempo. Pero me parece totalmente innecesario que nos intranquilicemos por este asunto o tratemos de convertirlo en una especie de catástrofe. Nada es menos cierto. Todos sabemos que nuestros almacenes de tiempo albergan ya tal cantidad de reservas, que incluso un múltiplo de la pérdida de la que se trata no nos pondría en peligro serio. ¿Qué es una vida humana? ¡Una pequeñez!

»No obstante, estoy de acuerdo con nuestro presidente en que no debería repetirse un asunto así. Pero un suceso como el ocurrido con la niña Momo es totalmente irrepetible. Nunca antes ha ocurrido nada parecido y es altamente improbable que vuelva a ocurrir.

»El señor presidente ha censurado, con razón, que la niña Momo se nos haya escapado. Pero, ¿qué otra cosa queríamos, sino deshacernos de la niña? Y eso lo hemos conseguido. La niña ha desaparecido, ha huido del alcance del tiempo. Nos hemos librado de ella, creo que podemos estar satisfechos con este resultado.

El orador se sentó, sonriendo con autosuficiencia. Desde algunos lados se oyeron débiles aplausos.

Entonces se levantó un tercer orador de en medio de la larga mesa.

—Seré breve —comenzó—. Considero irresponsables las palabras tranquilizadoras que acabamos de oír. Esa niña no es una niña corriente. Todos sabemos que dispone de facultades que pueden llegar a ser muy peligrosas para nosotros. El que el suceso no haya ocurrido antes de ahora no significa que no pueda repetirse. Debemos estar vigilantes. No podemos darnos por satisfechos antes de tener a esa niña realmente en nuestro poder. Sólo así podremos estar seguros de que no nos volverá a dañar. Porque si ha abandonado el alcance del tiempo, puede volver a él en cualquier momento. ¡Y volverá!

Se sentó. Los demás señores del consejo de administración agacharon la cabeza y quedaron encogidos.

—Señores —tomó la palabra un cuarto orador, sentado enfrente del que había hablado antes—, espero que me perdonen, pero debo decirlo con toda claridad: nos estamos yendo por las ramas. Tenemos que enfrentarnos al hecho de que una potencia extraña se ha inmiscuido en nuestros asuntos. He calculado con exactitud todas las posibilidades. La probabilidad de que un ser humano pueda abandonar vivo y por sus propias fuerzas el alcance del tiempo es, exactamente de uno a cuarenta y dos millones. Dicho de otro modo: es prácticamente imposible.

Un murmullo expectante recorrió las filas de los miembros del consejo de administración.

—Todo apunta —prosiguió el orador, cuando los murmullos se hubieron acallado— a que la niña Momo ha sido ayudada a escapar de nuestra detención. Todos saben de quién estoy hablando. Se trata de aquel maestro Hora.

Al oír este nombre, la mayor parte de los hombres grises se encogieron como si los hubieran pegado, otros se levantaron y empezaron a gritar, a la vez, como energúmenos.

—¡Por favor, señores! —gritó el cuarto orador con los brazos extendidos—. Les ruego encarecidamente que se dominen. Sé perfectamente, como todos ustedes, que la mención de ese nombre no es del todo decente. Yo mismo he tenido que vencerme, pero tenemos que ver las cosas con claridad. Si aquél…
Alguien
ha ayudado a Momo, tendrá sus razones. Y esas razones, me parece evidente, están dirigidas contra nosotros. En resumen, señores: tenemos que prever que aquel
Alguien
no devolverá simplemente a la niña, sino que la armará contra nosotros. Entonces se nos convertirá en un peligro mortal. Lo que significa que no sólo debemos estar dispuestos a sacrificar el tiempo de una vida humana una vez más, o un múltiplo de ello; no, señores, si es necesario tenemos que estar dispuestos a arriesgarlo todo, repito, todo. Porque en ese caso cualquier ahorro podría costarnos muy caro. Creo que entienden a qué me refiero.

La excitación creció entre los hombres grises, todos hablaban a la vez. Un quinto orador se puso de pie encima de su silla y agitó vehementemente las manos.

—¡Orden! ¡Orden! —gritaba—. El orador anterior se limita, lamentablemente, a insinuar toda clase de eventualidades catastróficas. Pero parece ser que ni él mismo sabe qué hacer contra ellas. Dice que debemos estar preparados para cualquier sacrificio: ¡Está bien! Debemos estar decididos a todo: ¡Está bien! No debemos ser demasiado tacaños con nuestras reservas: ¡Está bien! Pero todo eso no son más que palabras vacías. Que nos diga qué podemos hacer. Nadie de entre nosotros sabe cómo armará
Alguien
a la niña Momo. Nos enfrentamos a un peligro totalmente desconocido. ¡Ése es el problema que hay que resolver!

El ruido imperante en la sala creció hasta ser tumultuoso. Todos chillaban a la vez, algunos daban puñetazos en la mesa, otros se escondían la cara entre las manos. Había estallado el pánico.

Con muchas dificultades pudo hacerse oír un sexto orador.

—¡Pero, señores! —repetía una y otra vez, apaciguador, hasta que se hizo el silencio—. ¡Pero, señores! Debo rogarles, encarecidamente, que mantengan la calma. Eso es lo más importante, ahora. Supongamos que la niña Momo vuelve armada con lo que sea de aquel
Alguien
; no tenemos que enfrentarnos personalmente al combate. Nosotros no estamos demasiado bien preparados para ese enfrentamiento, como lo prueba el triste destino del agente BLW/553/c, actualmente disuelto. Pero tampoco es necesario. Tenemos ayudantes más que suficientes entre los hombres. Si usamos a éstos de modo discreto, señores, podemos eliminar a la niña Momo, y el peligro que significa, sin arriesgarnos personalmente. Actuar así resultaría ahorrativo, no supondría ningún peligro para nosotros y resultaría, a todas luces, efectivo.

Los miembros del consejo de administración dieron un suspiro de alivio. Esta propuesta les parecía clara. Posiblemente hubiera sido aceptada de inmediato, si en el extremo superior de la mesa no hubiera tomado la palabra un séptimo orador.

—Señores —comenzó—, estamos pensando todo el rato en cómo librarnos de la niña Momo. Confesémoslo: el miedo nos impulsa a ello. Pero el miedo es mal consejero. Porque creo que nos estamos dejando escapar una gran oportunidad. ¿No hay un refrán que dice que al que no se puede vencer conviene hacerlo amigo? ¿Por qué no intentamos poner a la niña Momo de nuestro bando?

—¡Oíd, oíd! —gritaron algunas voces—. Explíquese mejor.

—Es evidente —prosiguió el orador— que esa niña ha encontrado, efectivamente, el camino que conduce hacia
Alguien
, el mismo camino que nosotros hemos buscado en vano desde el principio. Seguro que la niña sabría recorrer en cualquier ocasión el mismo camino, así que podría guiarnos. Entonces nosotros podríamos discutir con
Alguien
. Estoy seguro de que pronto nos arreglaríamos con él. Y una vez puestos en su lugar, ya no tendríamos que reunir penosamente horas, minutos, segundos, sino que, de un solo golpe, seríamos dueños de todo el tiempo de todos los hombres. Y quien posee el tiempo de los hombres tiene un poder ilimitado. Para eso podría ayudarnos la niña Momo, a quien todos ustedes quieren eliminar.

Por la sala se había extendido un silencio total.

—Pero usted sabe —gritó uno— que no se le puede mentir a la niña Momo. ¡Acuérdese del agente BLW/553/c! A cualquiera de nosotros le ocurriría lo mismo.

—¿Quien ha hablado de mentir? —contestó el orador—. Claro que a ella le explicaríamos, abiertamente, nuestro plan.

—Pero ella nunca nos ayudaría —gritó otro, gesticulando—. Es totalmente impensable.

—Yo no estaría tan seguro —se mezcló en el debate un noveno orador—. Sólo que tendríamos que ofrecerle algo que le resultara valioso. Pienso, por ejemplo, en prometerle tanto tiempo como quiera…

—Promesa que —interrumpió otro—, naturalmente no cumpliríamos.

—Naturalmente que sí —replicó el noveno orador, sonriendo glacialmente—. Porque si no somos honrados con ella, ella lo oiría.

—¡No! ¡No! —gritó el presidente, golpeando la mesa—. No puedo permitirlo. Si efectivamente le damos tanto tiempo como quiera, nos costaría una fortuna.

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