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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (18 page)

BOOK: Morir de amor
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—¿
S
abes una cosa? —dije, cuando Wyatt me llevaba a su casa después de habernos detenido a comprar los medicamentos de mis recetas—, ese tipo vio tu coche, y a tu coche sólo le falta llevar escrita la palabra «poli» por todas partes. Si no, ya me dirás quién más conduce un Crown Vic, quiero decir, qué personas menores de sesenta años conducen un Crown Vic si no son polis.

—¿Y?

—Me besaste en el aparcamiento, ¿recuerdas? Así que no le costará nada entender que hay algo entre nosotros, que tú eres poli y, a partir de ahí, sacar sus conclusiones. No puede ser tan difícil.

—En el Departamento de Policía trabajan más de doscientas personas. Llegar a saber cuál de todos ellos soy yo podría llevarle un tiempo. Luego tendría que encontrarme. Mi número de teléfono no figura en la guía y te aseguro que nadie en el departamento daría información sobre mí ni sobre cualquier otro poli. Si alguien quiere ponerse en contacto conmigo por cuestiones de trabajo, llama aquí —dijo, y dio unos golpecitos en su móvil—. Y está registrado como teléfono del ayuntamiento.

—De acuerdo —convine—. Estoy más segura en tu casa. No totalmente segura, pero más segura. —
Alguien intentaba matarme
. A pesar de todos mis esfuerzos para no pensar en ello en ese momento, la dura realidad comenzaba a hacer mella en mí, y sabía que tendría que enfrentarme a ella tarde o temprano, como por ejemplo, al día siguiente. De alguna manera, me lo esperaba… aunque, en realidad, no, si bien la posibilidad me rondaba el pensamiento… aunque todavía no acababa de asumir el impacto de haber sido víctima de un disparo. Aquello era del todo inesperado.

De repente, sin más, tras un ¡buum!, había perdido el control sobre mi vida. No podía ir a casa, no tenía mi ropa y me dolía todo. Me sentía débil y temblorosa y sólo Dios sabía qué pasaría con mi negocio. Tenía que recuperar ese control.

Miré a Wyatt. Después de salir de la ciudad y dejar atrás la iluminación, sólo podía verle la cara por las luces del salpicadero, y tuve como un estremecimiento al ver lo duro que parecía. Toda aquella situación también era un descontrol para él. Yo había hecho todo lo posible para ponerle freno y sólo había conseguido irme con él a su casa. Al ver la oportunidad, se había lanzado sobre ella, aunque no dejaba de sorprenderme, teniendo en cuenta lo cabreado que estaba después de ver mi lista.

¿Quién habría pensado que una cosa tan banal lo molestaría tanto? Qué sensible, por Dios. Y ahí estaba yo, completamente a su merced. No habría nadie más para ver…

Me vino un pensamiento horrible a la cabeza.

—¿Qué tal se te da peinar?

—¿Qué? —preguntó, como si le hubiera hablado en otra lengua.

—Peinar. Tendrás que peinarme.

Le lanzó una mirada rápida a mi pelo.

—El jueves por la noche lo llevabas recogido en una coleta. Eso lo puedo hacer.

Vale, aquello era aceptable, y probablemente era lo mejor hasta que yo empezara a valerme por mí misma.

—Con eso bastará. En cualquier caso, ni siquiera tengo mi secador de pelo. Todavía está en el coche.

—Tengo tu bolsa. En el maletero, con la mía.

Me bajó un alivio tan grande que podría haberlo besado. Desde luego, la mayoría de las cosas de la bolsa tenían que lavarse aunque, para más seguridad, había llevado a la playa una muda extra. Tenía mi ropa interior, algo con que dormir, e incluso mi maquillaje, en caso de que quisiera ponerme algo. Gracias a Dios, también llevaba mis píldoras, aunque supuse que esa noche estaría a salvo de él. Pensándolo bien, las cosas no estaban tan mal. Hasta que Siana pudiera coger algo más de ropa para mí y encontrarse con Wyatt al día siguiente, me las podía arreglar con lo que tenía.

Habíamos recorrido varios kilómetros, y ahora no había nada a nuestro alrededor excepto alguna que otra casa, pero apartadas las unas de las otras. Empezaba a sentirme impaciente por llegar y ver qué tal iría todo.

—¿Dónde diablos vives?

—Casi hemos llegado. Quería asegurarme de que nadie nos siguiera, así que he dado algunas vueltas. Vivo justo en los límites de la ciudad.

Me moría de ganas de ver su casa. No sabía qué esperar, y por un lado me imaginaba la típica madriguera de un hombre soltero. Era verdad que había ganado dinero en la liga profesional, y pensé que podría haberse construido cualquier cosa, desde una cabaña hasta un falso
château
.

—Me sorprende que no vivas con tu madre —le dije, y era verdad. La señora Bloodsworth era una señora mayor muy simpática y con un endiablado sentido del humor, y era evidente que tenía suficiente espacio para acomodar a la mitad de los habitantes de la manzana en esa vieja casa victoriana que tanto amaba.

—¿Por qué? Tú no vives con tu madre —señaló.

—En el caso de las mujeres es diferente.

—¿Y eso, por qué?

—No necesitamos a nadie que nos cocine o que vaya recogiendo detrás de nosotros o que nos lave la ropa.

—Te daré una noticia de última hora, querida. Yo tampoco lo necesito.

—¿Te lavas tú la ropa?

—Tampoco es una cuestión de alta tecnología, ¿no? Sé leer las etiquetas y puedo programar una lavadora.

—¿Y cocinar? ¿Sabes cocinar de verdad? —Aquello empezaba a ilusionarme.

—Nada especial, pero sí, me las apaño. —Me miró de reojo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Piensa, teniente. ¿Recuerdas haber ingerido algo en las últimas… —Miré el reloj en el salpicadero—. cinco horas? Me estoy muriendo de hambre.

—Me enteré de que habías comido galletas.

—Galletas de higo. Me comí cuatro, y era una emergencia. A eso no se le puede llamar comer.

—Son cuatro galletas más de las que he comido yo, de manera que sí se le puede llamar comida.

—Eso no tiene nada que ver. Tu deber ahora es alimentarme.

Vi que se le torcía la boca.

—¿Mi deber? ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Te has apropiado de mí, ¿no?

—Alguien podría pensar que se trataba más bien de salvarte la vida.

—Son detalles. Mi madre me habría alimentado de maravilla. Tú me arrancaste de su lado, por lo cual tendrás que estar a la altura.

—Una mujer interesante, tu madre. Al parecer, adoptaste esa actitud genuina de ella, ¿no?

—¿Qué actitud? —pregunté, desconcertada.

Él estiró el brazo y me dio unos golpecitos en la pierna.

—No tiene importancia. Tu padre me contó su secreto cuando se trata de lidiar contigo.

—¡Anda, él nunca haría eso! —Me sentí sacudida. Papá no se habría pasado al bando enemigo, ¿no? Desde luego, él no sabía que Wyatt era el enemigo, y éste podría haberle dicho que éramos pareja o algo así, lo cual explicaría por qué Papá no había dicho ni pío cuando él dijo que me llevaría a su casa.

—Claro que me lo contó. Ya sabes, los hombres tenemos que ayudarnos entre nosotros.

—¡Él no haría eso! A Jason nunca le contó ningún secreto. No hay ningún secreto. Acabas de inventártelo.

—No me lo he inventado.

Saqué mi móvil y empecé a teclear furiosamente el número de mis padres. Wyatt lanzó un zarpazo y se apoderó limpiamente del aparato, pulsó la tecla de «Desconectar» y se lo metió en el bolsillo.

—¡Devuélvemelo! —Estaba gravemente impedida por mi brazo herido, ya que él iba sentado a mi izquierda. Intenté girarme en el asiento, pero apenas podía mover el brazo, que más bien parecía un estorbo, hasta que di con el hombro contra el respaldo del asiento. Por un momento, vi estrellitas.

—Tranquila, cariño, tranquila. —La suave voz de Wyatt llegó hasta mí a pesar del dolor, pero me llegó desde la derecha, lo cual me desorientó bastante.

Respiré hondo un par de veces y abrí los ojos. Vi que la voz venía de la derecha porque él estaba apoyado en el coche, de pie junto a la puerta del pasajero. El coche se había detenido en una entrada. El motor seguía encendido y, en medio de la oscuridad, vi una casa ante nosotros.

—Espero que no te me irás a desmayar —dijo, mientras me enderezaba en el asiento.

—No, pero puede que te vomite encima —contesté, y era verdad. Dejé ir la cabeza hacia atrás y volví a cerrar los ojos. Las náuseas y el dolor empezaron a remitir.

—Intenta no hacerlo.

—Probablemente ha sido una falsa alarma. Recuerda, no he comido nada.

—Exceptuando las cuatro galletas de higo.

—Hace rato que desaparecieron. Estás a salvo.

Me pasó la mano por la frente.

—Me parece bien —dijo. Cerró la puerta, rodeó el coche y se puso al volante.

—¿Ésta no es tu casa? —le pregunté, confundida. ¿Acaso se había detenido en la primera casa que había visto?

—Claro que sí, pero aparcaré en el garaje. —Pulsó un botón de un mando a distancia pegado a la visera del parabrisas. Se encendió una luz exterior y la puerta de doble hoja del garaje empezó a abrirse hacia arriba. Avanzó, hizo un giro a la derecha, entró y aparcó el coche. Volvió a pulsar el botón y la puerta comenzó a cerrarse.

El garaje estaba muy ordenado, lo cual me impresionó. Los garajes suelen convertirse en cuartos trasteros, hasta que ya no queda lugar para el coche al que estaba destinado. El de Wyatt no lo era. A mi derecha había un banquillo de herramientas, como los que tienen los mecánicos, y en la pared un despliegue de martillos, sierras y otras herramientas que usan los tíos, colgadas ordenadamente. Me las quedé mirando, preguntándome si él sabría qué hacer con todo ese instrumental. Los hombres y sus juguetes.

—Yo también tengo un martillo —dije.

—Claro que sí.

Detesto que alguien se muestre condescendiente conmigo. Ya se veía que en su opinión mi martillo no le llegaba ni a los tobillos a los suyos.

—Es de color rosa —dije.

Iba a bajar del coche, pero se quedó inmovilizado, mirándome con expresión horrorizada.

—Eso es una perversión. Eso sí que no debería ser.

—Por favor, no hay ninguna ley que diga que las herramientas tienen que ser feas.

—Las herramientas no son feas, son sólidas y funcionales. Su aspecto dice que están a la altura de la faena. Pero no son
rosa
.

—Mi martillo es rosa, y es igual de bueno que los tuyos. No es tan grande, pero sirve. Supongo que también estás en contra de que haya mujeres policías, ¿no?

—Desde luego que no. ¿Qué tiene que ver eso con un puñetero martillo rosa?

—La mayoría de las mujeres son más guapas que los hombres y generalmente no tan grandes, pero eso no significa que no puedan hacer su trabajo, ¿no?

—¡Estamos hablando de martillos, no de personas! —Salió del coche, dio un portazo y se acercó a grandes zancadas por el otro lado.

Abrí la puerta y hablé en voz alta para que me oyera.

—Creo que sientes aversión por las herramientas que son bonitas y funcionales a la vez… Mmmf. —Le lancé una mirada de odio a pesar de la mano con que me había tapado la boca.

—Será mejor que te des un respiro. Ya hablaremos de martillos cuando estemos seguros de que no te vas a desmayar. —Frunció una ceja como preguntando, a la espera de que yo me mostrara conforme, y esperó sin quitarme la mano de la boca.

Asentí con un gesto de la cabeza, malhumorada, y él quitó la mano, me desabrochó el cinturón y me sacó del coche con mucho cuidado. No se lo había pensado bien, porque si lo hubiera hecho habría abierto la puerta de la casa antes de cogerme en brazos. Pero lo consiguió con un ligero malabarismo. Yo no podía ayudarle, porque mi brazo derecho estaba aplastado entre los dos y mi brazo izquierdo estaba inutilizado. Al día siguiente podría servirme de él, pero sabía por experiencia propia que después de sufrir un trauma, los músculos sencillamente no obedecen.

Entramos y encendió las luces con el codo y me dejó sentada en una silla en un rincón de la cocina.

—No intentes levantarte bajo ningún pretexto. Sacaré las bolsas del coche y luego te llevaré a donde quieras estar.

Desapareció por el breve pasillo que conducía al garaje. Me pregunté si el médico le había dicho algo acerca de mi estado que no me hubieran comunicado a mí, porque era perfectamente capaz de caminar. Cierto que me había mareado en el coche, pero eso era por el golpe que me había dado en el brazo. Aparte de sentirme un poco grogui (y de que el brazo me dolía un horror), estaba bien. Esa sensación de temblor habría pasado al día siguiente, como cuando donaba sangre. No era un temblor exagerado, era sólo un pequeño temblor. Así que ¿a qué venía eso de «No intentes levantarte bajo ningún pretexto»?

Ya lo tenía. El teléfono.

Eché una mirada y vi que tenía un teléfono de verdad en la pared, con un cable muy largo que llegaría a cualquier lugar de la cocina. Por favor. ¿Por qué no tener un inalámbrico? Son aparatos mucho más bonitos.

Ya había marcado el número y el teléfono estaba sonando cuando apareció Wyatt con las dos bolsas al otro lado del pasillo. Le lancé una mirada y una mueca de «A mí no me engañas», y él entornó los ojos.

—Papi —dije, cuando mi padre contestó. Le llamo «Papi» cuando se trata de cosas serias, como quien usa el nombre completo de una persona—. ¿Qué fue, exactamente, lo que le contaste a Wyatt, porque cree conocer un secreto que le permitirá saber cómo tratarme? ¿Cómo has podido? —Al acabar, mi tono era de franca e indignada queja.

Mi padre se echó a reír.

—No es nada, criatura. —Mi padre nos llama a todas «criatura» porque, bueno, antes éramos sus criaturas. Nunca le llama así a Mamá. Ya sabe lo que le conviene—. No es nada que vaya a perjudicarte. Sólo se trata de algo que él quería saber en ese momento.

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