—Lo tienes todo planificado, ¿eh?
—Pues, no. No estoy ni casada ni embarazada, así que todo es todavía muy hipotético. Y además, soy flexible. Si las circunstancias cambian, sabré adaptarme.
Él dijo algo, pero me pilló en medio de un bostezo y no le entendí.
—¿Qué has dicho? —le pregunté, cuando pude hablar.
—No importa —dijo, y me besó en la sien—. Ya te estás durmiendo. Creí que la píldora tardaría más o menos una media hora en hacer efecto.
—Anoche no dormí mucho —dije, entre dientes—. Efecto acumulativo. —Él era el motivo por el que no había dormido demasiado la noche anterior, porque no paraba de despertarme cada dos horas para seguir dándole. El recuerdo hizo que se me retorcieran los dedos de los pies y, por un instante, pensé en cómo me sentía cuando tenía su enorme cuerpo encima de mí. Vaya, ahora no tenía ni una pizca de frío.
Me dieron ganas de montarme encima de él y ocuparme del asunto, pero le había dicho que nada de relaciones sexuales, de modo que no podía violar mi propia prohibición. Tendría que haberme puesto ropa interior antes de meterme en la cama con él, porque la camisa se me había subido hasta la cintura. Es lo que pasa cuando duermes con una camisa. Wyatt se había portado como un caballero, no me había manoseado ni nada, pero sólo porque estaba herida. Pensé que aquello cambiaría, porque eso de portarse como un caballero seguramente lo estresaba. No es que no tuviera buenos modales, que los tenía, sino que sus instintos eran agresivos y competitivos. Era lo que lo había convertido en un atleta tan bueno. Además de sus habilidades físicas, tenía el implacable impulso de montarse encima. Me preguntaba cuánto le durarían los escrúpulos con mi brazo.
Me dormí con ese pensamiento y di con la respuesta hacia las seis de la mañana, cuando él me dio suavemente la vuelta y se instaló entre mis piernas. Yo apenas estaba despierta cuando empezó, pero muy despierta cuando acabó. Tuvo mucho cuidado con mi brazo, pero se portó despiadadamente con mi cuello.
Cuando finalmente me dejó levantarme, me fui hacia el baño a grandes zancadas.
—¡Eso no ha sido justo! —Delicioso, pero no justo—. ¡Ha sido un ataque vil!
Mientras se estaba riendo, cerré de un portazo. Y, para sentirme segura, corrí el pestillo. Que usara otro baño.
Me sentía mucho mejor esa mañana. Ya no temblaba tanto y el dolor en el brazo era más bien como un pulso débil. Me miré en el espejo y vi que ni siquiera estaba pálida. ¿Cómo iba a estarlo, si Wyatt acababa de estar conmigo? Tenía las mejillas encendidas, y no era debido a la fiebre.
Me lavé, y busqué con una sola mano en mi bolsa, que seguía en medio del cuarto de baño. Encontré unas bragas limpias y conseguí ponérmelas. Luego me lavé los dientes y me cepillé el pelo. Era todo lo que podía hacer sola. Mi ropa limpia estaba arrugada y debería pasarla por la secadora pero, aunque hubiera estado recién planchada, no habría conseguido ponérmela. Ni siquiera me podía poner el sujetador. Ahora podía mover el brazo con más facilidad, pero no lo suficiente como para vestirme.
Abrí la puerta y salí como un trueno. A Wyatt no se le veía por ninguna parte. ¿Cómo esperaba que le echara la bronca si no se quedaba para escucharme?
Furiosa, recogí mi ropa limpia con el brazo derecho y bajé. Las escaleras llegaban a una sala grande con un techo de al menos tres metros, muebles de cuero y el consabido televisor con pantalla gigante. No había ni una sola planta.
El olor del café me hizo girar a la izquierda, hacia la mesa del desayuno y la cocina. Wyatt, descalzo y desnudo de la cintura para arriba, estaba ocupado en la cocina. Me quedé mirando su espalda fibrosa y sus brazos musculosos, la profunda marca de la columna y la ligera hendidura en ambos lados, justo por encima de la cintura de sus pantalones vaqueros, y el corazón volvió a darme un vuelco. Estaba metida en un problema grave, y no era sólo porque había un asesino que me buscaba para matarme.
—¿Dónde está el lavadero? —le pregunté.
Me señaló una puerta que daba al pasillo del garaje.
—¿Necesitas ayuda?
—Ya me arreglo yo. Solo quiero quitarle las arrugas a mi ropa. —Fui hasta la habitación de la lavadora, metí la ropa en la secadora y la puse en marcha. Luego volví a la cocina y me dispuse a seguir la batalla. Vale, primero me serví una taza de café en la taza que él me había preparado. Una mujer tiene que estar alerta cuando trata con un hombre tan turbio y traicionero como Wyatt Bloodsworth.
—Tienes que dejar de hacer eso.
—¿Hacer qué? —preguntó, mientras daba la vuelta a un crepe de alforfón.
—Esos ataques por la espalda. Te he dicho que no valen.
—No me dijiste que no mientras lo hacía. Dijiste algunas cosas interesantes, pero
no
no estaba en la lista.
Me sonrojé, pero lo remedié con un gesto de la mano.
—Lo que diga mientras lo hacemos no vale. Es ese cuento de la química, y no deberías aprovecharte de ello.
—¿Por qué no? —inquirió él. Se apartó y cogió su propia taza. Me miró sonriendo.
—Es casi como violar a alguien en una cita.
Wyatt escupió el café por todo el suelo. Gracias a Dios que se había apartado de los crepes. Me miró, indignado.
—No vayas por ese camino porque no tiene nada de divertido. ¿Violar a alguien en una cita? Y una mierda. Tenemos un trato, y tú lo sabes. Lo único que tienes que hacer es decir no, y yo pararé. Hasta ahora, no lo has dicho.
—Ya he dicho un no muy claro de antemano.
—Esas no son las reglas de nuestro compromiso. No puedes pararme antes de que empiece. Tienes que decirlo después de que me haya acercado a ti, para demostrar que de verdad no me quieres. —Seguía con el ceño fruncido, pero se giró para rescatar los crepes antes de que se quemaran. Les puso mantequilla y, con una toalla de papel, limpió el café. Luego volvió tranquilamente a la sartén que estaba utilizando y le puso otro poco de mantequilla.
—Eso es lo que pasa. No dejas de sabotearme el cerebro, y no es justo. Yo no puedo hacer lo mismo contigo.
—Quieres apostar.
—Entonces, ¿por qué ganas tú y yo pierdo?
—Porque me deseas y te estás portando como una testaruda.
—Ja. Con esa lógica, tu cerebro debería estar igual de hecho polvo que el mío si estuviéramos en pie de igualdad, y en ese caso no siempre ganarías tú. Pero ganas siempre, lo cual significa que no me deseas. —Sí, ya sé que el argumento tenía sus vacíos, pero era lo único en lo que podía pensar para despistarlo.
Él inclinó la cabeza a un lado.
—Espera un momento. ¿Acaso me estás diciendo que yo follo contigo porque no te deseo?
Ahora ya se podía confiar en que él vería enseguida los vacíos y arremetería contra el argumento con su artillería verbal. Yo no veía dónde podía llegar con eso, así que eché marcha atrás.
—Lo que pasa es que, sea cual sea el razonamiento, no quiero tener más relaciones sexuales. Y tú deberías respetar eso.
—Lo haré. Cuando digas que no.
—Ahora te estoy diciendo que no.
—Ahora no cuenta. Tienes que esperar hasta que yo te toque.
—¿Quién se ha inventado esas reglas estúpidas? —exclamé, frustrada y del todo descontrolada.
—Yo —dijo él, sonriendo.
—Pues bien, no pienso regirme por ellas, ¿me has oído? Dale la vuelta a las crepes.
Él miró la sartén y les dio la vuelta.
—No puedes cambiar las reglas sólo porque vas perdiendo.
—Sí que puedo. Me puedo ir a casa y no verte nunca más.
—No te puedes ir a casa porque hay alguien que intenta matarte.
Y no había nada más que decir. Furiosa, me senté a la mesa donde él ya había dispuesto los dos servicios.
Él se acercó con la espátula en la mano y me besó en la boca, un beso cálido.
—Todavía tienes miedo, ¿eh? De eso trata todo este asunto.
Ya se enteraría Papá cuando volviera a verlo. Pensaba decirle un par de cosas a propósito de dar información al enemigo.
—Sí. No. No importa. Sigo teniendo un argumento válido.
Me revolvió el pelo y volvió a los crepes.
Me di cuenta de que discutir con él no daría ningún resultado. De alguna manera, tendría que mantener la cabeza lo bastante fría para decirle que no cuando volviera a empezar, pero ¿cómo conseguirlo si él no paraba de asaltarme mientras yo dormía? Cuando estaba lo bastante despierta para pensar, ya era demasiado tarde porque para entonces ya no
quería
decir no.
Sacó el tocino del microondas, lo repartió entre los dos platos y puso las crepes mantecosas. Antes de sentarse, volvió a llenar nuestras tazas de café, y también cogió un vaso de agua para mí. Luego me puso los antibióticos y el analgésico.
Me tomé las dos pastillas. A pesar de que el brazo estaba mejor, quería evitarme el dolor.
—¿Qué voy a hacer hoy? —le pregunté, atacando el desayuno—. ¿Me quedo aquí mientras tú vas a trabajar?
—No. No hasta que puedas usar ese brazo. Te llevaré a casa de mi madre. Ya la he llamado.
—Vale. —Su madre me caía bien, y tenía muchas ganas de conocer el interior de la vieja mansión victoriana en que vivía—. Supongo que puedo hablar con mi familia cuando quiera, ¿no?
—No veo por qué no. Pero no puedes ir a verlos, y tampoco quiero que ellos te vengan a ver a ti porque podrían conducir a ese tipo hasta donde estás.
—No entiendo por qué os está costando tanto descubrir quién es. Tiene que ser un antiguo novio.
—No me digas cómo tengo que hacer mi trabajo —advirtió—. Nicole no tenía relaciones exclusivas con nadie. Hemos comprobado con los tíos con que salía, y todos están descartados. Estamos explorando otras posibilidades.
—No eran drogas ni ese tipo de cosas —dije. Ignoré su comentario rudo acerca de no decirle cómo hacer su trabajo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —me preguntó, levantando la mirada.
—Nicole era cliente de Cuerpos Colosales, ¿recuerdas? No se observaba en ella ninguna de las típicas señales y estaba en buena forma. No era nada del otro mundo. No podría haber hecho un mortal hacia atrás ni aunque le fuera la vida en ello, pero tampoco era una drogota. Tiene que ser un novio. Se metía con todos los hombres, así que pienso que es una historia de celos. Puedo hablar con mis empleados, averiguar si habían notado alguna cosa…
—No, no te metas. Es una orden. Ya hemos hablado con todos tus empleados.
Me sentí ofendida porque descartaba todas mis opiniones sobre el tema, y acabé de comer en silencio. A él, como típico hombre, tampoco le gustó eso.
—Deja de enfurruñarte.
—No estoy enfurruñada. Darse cuenta de que no tiene sentido hablar no es lo mismo que estar enfurruñada.
Sonó el timbre de la secadora y yo recogí mi ropa mientras él despejaba la mesa.
—Ya puedes subir —dijo—. Yo iré en un minuto para ayudarte a vestirte.
Subió mientras yo me estaba cepillando los dientes por segunda vez, ya que las crepes me los habían dejado pegajosos. Se situó a mi lado junto al lavabo y utilizó el otro para hacer lo mismo. Ver que nos cepillábamos los dientes juntos despertó en mí un sentimiento extraño. Era algo que hacían las parejas casadas. Me pregunté si algún día me cepillaría los dientes todos los días en ese cuarto de baño o si habría otra mujer en mi lugar.
Él se agachó y me sujetó los pantalones capri para que me los pusiera y yo aguanté el equilibrio apoyando una mano en su hombro mientras me los ponía. Él los cerró y abrochó los botones, luego me quitó su camisa, me puso el sujetador y me lo abrochó.
Mi blusa era sin mangas, lo cual estaba bien, pero el vendaje era tan grueso que el hueco apenas era lo bastante grande. Wyatt tuvo que tirar del género, con lo cual empecé a hacer muecas de dolor y a agradecerle mentalmente al doctor MacDuff haberme recetado los analgésicos. Entonces me abrochó los pequeños botones que cerraban la blusa y luego me senté en la cama para ponerme las sandalias. Seguí sentada ahí, observándolo mientras se vestía. El traje, la camisa blanca, la corbata. La funda de la pistola. La placa. Las esposas prendidas en la parte de atrás del cinturón y el móvil sujeto por delante. Dios mío, el corazón se me había desbocado con solo mirarlo.
—¿Estás lista? —me preguntó.
—No, todavía no me has peinado. —Podría haberlo llevado liso, ya que ese día no iba a trabajar, pero seguía enfadada con él.
—De acuerdo. —Cogió el cepillo y yo me giré para que me recogiera el pelo en una coleta. Cuando lo tenía agarrado con una mano, me preguntó:
—¿Y qué uso para sujetarlo?
—Un coletero.
—¿Un cole qué?
—Un coletero. No me digas que no tienes coleteros.
—Ni siquiera sé qué coño es un coletero.
—Es lo que se usa para sujetar las coletas. Bobo.
—Hace bastante tiempo que no llevo coleta —dijo él, seco—. ¿Una goma elástica no bastará?
—No, las gomas rompen el pelo. Tiene que ser un coletero.
—Y ¿de dónde saco un coletero?
—Mira en mi bolso.
Se quedó muy quieto detrás de mí. Al cabo de unos segundos, me soltó el pelo y entró en el lavabo. Ahora que no podía verme, sonreí para mis adentros.
—¿A qué diablos —dijo un minuto más tarde— se parece un coletero?
—Es como una goma grande forrada de tela.
Siguió otro momento de silencio. Finalmente salió del lavabo con mi coletero blanco en la mano.
—¿Es esto?
Empezó de nuevo la operación de recogerme el pelo.
—Ponte el coletero en la muñeca —le sugerí—, así lo podrás deslizar alrededor de la coleta.
Tenía la muñeca tan gruesa que estiró mi coletero hasta el límite, pero enseguida entendió la teoría y consiguió hacerme una coleta decente. Entré en el baño y comprobé el resultado.
—Está bien. Creo que hoy no me pondré pendientes, si a ti no te importa.
Él entornó los ojos mirando al cielo.
—Gracias, Señor.
—Deja los sarcasmos. ¿Tengo que recordarte que esto ha sido idea tuya?
Mientras bajábamos las escaleras, lo oí farfullar:
—Vaya con la mierdecilla.
Volví a sonreírme. Estaba bien que supiera que me había vengado porque, de otro modo, ¿qué sentido tendría?