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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (13 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Aquí volvemos a encontrarnos con el problema de la famosa tregua de Abderramán y Ordoño III, de la que hemos hablado en capítulos anteriores. Sobre este asunto hay que decir que sobra cualquier afirmación categórica: no conocemos ni el contenido de las negociaciones ni cuáles eran las intenciones reales de los firmantes. Hay quien sostiene, tomando pie en textos árabes, que el tratado de paz incluía la cesión por parte cristiana de ciertas fortalezas en el Duero, que pasarían a manos de Córdoba, pero esto es altamente improbable, y más bien debe referirse a tratados posteriores. Lo que sí puede asegurarse, por cómo se desarrollaron los acontecimientos después, es que Sancho ignoró la tregua y pretendió tomar la iniciativa militar.Y que el balance de la operación fue tan desdichado como las demás medidas de este rey.

No sabemos dónde atacó Sancho. Sí sabemos dónde golpearon los moros. Las fuentes cordobesas señalan dos campañas en el verano de 957. Una la mandó el general Galib —al que ya conocemos— contra algunas fortalezas fronterizas del Reino de Pamplona, pasando las guarniciones a cuchillo, desmantelando las aldeas circundantes y arrasando los campos. La otra la dirigió Ahmad ibnYala contra la región leonesa, seguramente contra algún área rural, dado el balance que las fuentes moras ofrecen sobre el combate: cuatrocientos cristianos decapitados —una barbaridad, pero pocas bajas si las comparamos con aceifas anteriores— y, sobre todo, un enorme botín en caballos y bestias de carga.

Ni la expedición de Galib ni la de Ibn Yala fueron particularmente gravosas, pero era la gota que colmaba el vaso. Si el crédito político de Sancho ya era escaso, este revés militar hizo su situación simplemente insostenible. A finales de enero del año 958, un inusitado movimiento agita el palacio real. León vive un golpe de Estado.

Exercitus coniuratione, dice la Crónica de Sampiro. Estamos ante un golpe militar. Hasta ahora el Reino de León había vivido, alguna vez, conflictos entre bandos armados opuestos: unos intentaban derrocar al rey, otros le protegían. Esta vez, sin embargo, nadie defenderá a Sancho. Ni huella quedaba ya de aquellos Fdeles regis que un siglo antes habían salvado a Alfonso II el Casto del encierro. Es toda la guardia palatina, al parecer, la que se levanta contra Sancho. El rey, apurado, tiene que huir. Se dirigirá a Pamplona.

¿Y nadie defendió a Sancho el Gordo? Nadie.Y si hubo alguien, no debió de hacerse notar mucho, porque la crónica no ha dejado recuerdo de ello.Todos los que pintaban algo en el reino dejaron caer a Sancho. Los magnates gallegos, los nobles leoneses, los condes castellanos… Nadie movió un dedo para evitar que se depusiera al rey gordo: tan bajo había caído su crédito político. Ni siquiera Fernán González, su aliado de otro tiempo, con el que compartía lazos familiares e intereses políticos, se apiadó de Sancho. Ciertas interpretaciones aseguran que Fernán estaba metido en la conspiración. ¿Por qué? Porque un año antes había dado la mano de su hija Urraca, viuda del rey Ordoño III, a otro Ordoño que inmediatamente reinará. Pero, por otro lado, Fernán firma en mayo de 958 un diploma donde sigue reconociendo al ya derrocado Sancho como rey. ¿Cuál era la posición precisa del conde de Castilla en todo este asunto? Sólo podemos decir esto: si no hizo nada contra el rey gordo, tampoco hizo nada a su favor. El rey se había quedado solo.

Es marzo de 958. Un nuevo rey de León aparece en Santiago de Compostela. Le flanquean multitud de magnates gallegos y leoneses, tanto laicos como eclesiásticos. El nuevo rey se llama Ordoño; Ordoño IV. Pasará a la historia como Ordoño el Malo.Y ahora veremos por qué.

El gordo, el malo… y la abuela

Hemos llegado a una situación realmente explosiva. En el año de Nuestro Señor de 958, un golpe militar ha expulsado del trono al efimero Sancho 1 el Craso y ha colocado en su lugar a un nuevo rey, Ordoño IV el Malo. Adelantemos ya que Ordoño no va a correr mejor suerte que su predecesor, y que uno y otro van a protagonizar turbios años de lucha desesperada por el poder. Lo que estaba pasando en el Reino de León era verdaderamente lamentable.

¿De dónde había salido este nuevo Ordoño, si los hijos de Ordoño III aún eran menores y Sancho 1 no tenía descendencia, ni había otros hermanos en pugna por la corona? Sobre el origen de Ordoño IV el Malo hay una cierta discusión. Para seguir sus pasos hay que echar la vista atrás.Y vale la pena orientarse en el bosque genealógico, porque nos ayudará a tomar perspectiva sobre las vicisitudes del reino.

Recordemos. Retrocedamos cuarenta y cinco años. A la muerte de Alfonso III el Magno, en 911, el reino se reparte entre sus hijos y quedan Ordoño (II) como rey en León y Fruela como rey en Asturias. Cuando muere Ordoño II, sus hijos —los Ordóñez— pelean por el trono, pero el hermano del rey, aquel Fruela asturiano, se queda con la corona. Ahora bien, este nuevo rey muere muy pronto, y entonces los Ordóñez pelean con el hijo de Fruela, Alfonso Froilaz, llamado el jorobado, al que derrotan. El mayor de los Ordóñez, que también se llamaba Alfonso y será Alfonso IV, reina en León, pero la muerte de su esposa le sume en depresión, deja la corona e ingresa en un convento, por lo que se le llamará Alfonso el Monje.

¿Se ha hecho usted un lío? No se preocupe, a todo el mundo le pasa. El caso es que así llega al trono Ramiro II, el cual, por su parte, tendrá que pelear con los dos Alfonsos: su primo el jorobado, que no había perdido sus aspiraciones al trono, y su hermano el Monje, que se arrepintió de su decisión y trató de recuperar la corona.Aquí ya hemos visto que Ramiro se impuso sobre sus rivales. De la línea de Ramiro II saldrán los reyes que hemos conocido en los últimos capítulos: Ordoño III y Sancho 1. Pero los otros, ambos Alfonsos, el jorobado y el Monje, los derrotados, también tuvieron hijos, y aquí es donde hay que buscar a nuestro Ordoño IV el Malo.

Unos, en efecto, sostienen que Ordoño el Malo era hijo de Alfonso Froilaz, el jorobado: el linaje del último Fruela, confinado en las Asturias de Santillana, asomaría así de nuevo la cabeza para volver al trono. Otros, por el contrario, dan a Ordoño como hijo del otro Alfonso, el Monje. Parece que hay más razones para dar por buena esta segunda hipótesis, sobre todo después de que Lacarra desempolvara las Genealogías navarras de Roda, donde se dice expresamente que este Ordoño Alfónsez era hijo de la princesa navarra Onega, la mujer cuya muerte llevó al rey Alfonso al convento. Así que nuestro Ordoño el Malo y el gordo Sancho eran primos carnales, hijos de sendas hermanas pamplonesas, y sobrinos por tanto de Fernán González, casado con otra de las hermanas, hijas todas ellas de doña Toda de Pamplona. Este libro de familia es una auténtica jungla, pero no hay que perderlo de vista: aquí las cuestiones de parentesco son decisivas.

Y a todo esto, ¿por qué al pobre Ordoño le llamaban el Malo? ¿Era un mal tipo? En realidad, tan desagradable apodo se debía a la mala salud del nuevo rey, al que se pinta como enfermizo, débil, un poco cobarde y, según las fuentes moras, jorobado. Sobre esa pintura, la tradición ha añadido otros rasgos no más brillantes: mezquino, egoísta y torpe. De la vida de este caballero antes de ser rey sabemos muy poco. Sólo que nació hacia 925 o 926 y que creció y vivió en León. Su nombre aparece en ciertos diplomas regios de su tío Ramiro II y, después, de Ordoño III, en un periodo que abarca desde 927 hasta 956. Eso indica que estaba integrado en la corte, pero en una posición evidentemente subordinada.

Aunque de sangre regia, la verdad es que nadie se acordaba de este Ordoño IV. De entrada, parece claro que él no peleó por la corona: ni se sentía con fuerzas para ello, ni tenía razones para pensar que alguien pudiera prestarle esas fuerzas que le faltaban. Pero a la altura de 956, tras la muerte prematura e inesperada de Ordoño III, había pocos nombres más que pudieran exhibir pedigrí real. Seguramente por eso Fernán González, el conde de Castilla, pensó en él para otorgarle la mano de su hija Urraca cuando ésta enviudó de Ordoño III. Urraca cambiaba de Ordoño y Fernán cambiaba de caballo en sus apuestas. Aun así, podemos imaginar la cara de estupefacción de nuestro Ordoño el Malo, seguramente entregado a la rutinaria comodidad de una vida señorial, pero modesta, cuando alguien fue a decirle que podía ser rey. ¿Quién acudió a buscarle para proponerle la corona? Lo ignoramos. Lo que sabemos es que la elección se tomó en los círculos de la nobleza leonesa y gallega.Y que Ordoño Alfónsez, pronto Ordoño IV, contestó que sí.

A partir de aquí, Ordoño el Malo va a cumplir exactamente todas las expectativas que se habían depositado en él, a saber: la absoluta nulidad. Porque, en efecto, no se trataba de otra cosa, los magnates necesitaban un rey manejable y débil, y Ordoño era el candidato idóneo.Ya hemos con tado aquí la evolución de la estructura social y política leonesa, donde el poder de los nobles había ido creciendo a expensas del cetro regio. Hacían falta unas virtudes sublimes, como las de Ramiro II y Ordoño III, para meter en cintura a los grandes linajes del reino. Sin ellas, la inercia del entramado político de León conducía de manera natural hacia la merma de la autoridad del rey en beneficio de los nobles.Y ahora éstos habían encontrado lo que necesitaban, un rey que no debía la corona a la herencia de otro rey, sino a la voluntad de los nobles. Ordoño IV el Malo estaba en manos de quienes le habían puesto en el trono.

Podemos suponer que la situación del rey no sería nada cómoda.Y podemos suponer también que Ordoño, a pesar de todos sus defectos, intentaría afianzar su autoridad. No es fácil hacer un retrato psicológico de alguien cuyos pensamientos desconocemos, pero, a poco que rasquemos, nos resultará un cuadro desalentador. Tenemos como monarca de León, en efecto, al hijo de alguien que fue rey, perdió la corona y, cuando quiso recuperarla, fue derrotado, apresado y cegado; un personaje, Ordoño, crecido en la corte de quien venció a su padre; un hombre de linaje, pero relegado a un puesto subordinado y en no pocos aspectos humillante; un segundón al que de repente visita la fortuna por obra de un matrimonio de conveniencia, primero, y de una conjura nobiliaria después. Con esos antecedentes, lo más probable es que el pecho de Ordoño el Malo fuera un nido de resentimiento.Y que, cuando empuñó el cetro, lo hiciera con el secreto pensamiento de «ahora se van a enterar de quién soy yo».

¿Y quién era él? Un cero a la izquierda. Carente de experiencia de gobierno, inédito en el campo de batalla, ayuno de vínculos eficaces con los grandes del reino, ninguneado en el plano exterior —porque el Reino de Pamplona no podía profesarle otra cosa que hostilidad— y sin virtudes personales para compensar todas esas carencias, Ordoño el Malo es un fracaso desde el mismo día en que pisa el trono. El nuevo rey pronto entra en conflicto con los magnates que le han elegido. Por donde pasa va dejando una estela de descontento. Poco a poco, a ritmo constante, los nobles le van abandonando, lo mismo en Galicia que en Castilla. En general se le acusa de falta de tacto.Tradúzcase así: a Ordoño lo habían puesto en el trono para que hiciera la voluntad de los magnates, no para que reinara de verdad. Y Ordoño IV tardará muy poco en quedarse tan solo como antes lo estuvo Sancho el Gordo, su predecesor.

Pero, a todo esto, ¿dónde estaba Sancho?

Sí: ¿dónde estaba mientras tanto el rey depuesto, este Sancho I el Craso, el Gordo? Estaba en Pamplona, enjugando una vez más sus cuitas en las faldas de su poderosa abuela, doña Toda.Y la anciana pero incombustible reina viuda —más de ochenta años ya—, supersuegra de España, hacedora de reyes y reinas, gran componedora del mapa de la cristiandad, no iba a dejar que su pequeño Sancho, su nieto favorito, fuera expulsado del trono así como así. Era verdad, no obstante, que Sancho no podía volver a León de aquella manera, tan gordo e inútil: sólo conseguiría que los nobles del reino volvieran a defender al inepto Ordoño. Se imponía un cambio. Pero ella lo haría.

Atención, porque vamos a asistir a la primera campaña política de imagen que conocería la cristiandad española. Su protagonista: Sancho. La autora de la idea: doña Toda, por supuesto.Y sus pasos les llevarán a Córdoba, nada menos.

La férrea debilidad de una abuela

A la anciana doña Toda, reina viuda de Pamplona, le habían hecho una sucia jugada: los nobles de León habían descabalgado del trono a su nieto favorito, Sancho el Craso, para poner a otro en su lugar. Pero, si los magnates leoneses pensaban que la vieja iba a quedarse quieta, se equivocaban. Doña Toda no tardó en maquinar un contraataque.Y la abuela de Sancho, la suegra de todos los grandes linajes de la cristiandad, iba a dejar al mundo con la boca abierta.

Porque a doña Toda, en efecto, no se le ocurrió mejor cosa que buscar socorro en su sobrino Abderramán, el califa de Córdoba. Visto que ningún partido del Reino de León iba a apoyar a Sancho, sólo cabía pedir refuerzos lejos de la corte leonesa.Y de paso, ¿quién sabe?, quizá los afamados médicos de Abderramán pudieran solucionar el problema de Sancho, aquella obesidad patológica que le impedía montar a caballo y manejar un arma.

Dicho y hecho. En la primavera de 958, doña Toda manda un mensaje a Abderramán: necesita su ayuda. El califa, por supuesto, estaba completamente al corriente de cuanto ocurría en León; el tráfico de espías e información era intenso a ambos lados de la frontera, al menos desde un siglo atrás. Córdoba no ignoraba el conflicto entre Sancho el Gordo y Ordoño el Malo. El mensaje de doña Toda dio a Abderramán la oportunidad de meter la cuchara en ese caldero. «Divide y vencerás», debió de pensar Abderramán III: las carambolas del poder en León le estaban poniendo en bandeja una maniobra política de la que sólo podía cobrar beneficios. Incluso en el caso de que la apuesta por Sancho fallara, el caos interno iba a ser lo suficientemente intenso como para que el califato pudiera sacar tajada sin hacer el menor esfuerzo.Y el califa, como es natural, aceptó la llamada de su tía, doña Toda, la reina viuda de Pamplona.

Así, en algún momento de la primavera de 958, surca España de sur a norte un interesante personaje: el judío Hasday ibn Isaac ibn Saphrut, médico y diplomático ya le hemos visto antes, capítulos atrás, negociando la tregua con Ordoño III—, al que, según algunas fuentes, Abderramán había nombrado príncipe de las comunidades judías de Al-Ándalus. Hasday viaja a Pamplona como médico, para examinar a Sancho, pero viaja también como negociador, para explorar las posibilidades que aquel singular episodio brinda a Córdoba.Y el diagnóstico de Hasday fue inequívoco. En lo médico, Sancho tenía curación, pero tendría que ser en Córdoba.Y en lo político, aquello merecía un tratado de paz al más alto nivel, tratado que sólo podían firmar Abderramán, Sancho y doña Toda, y ello, por supuesto, en sede cordobesa.

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