Read Movimientos religiosos modernos Online
Authors: Alberto Cardín
Tags: #Ensayo,Referencia,Religión
Con la difusión de la ciencia a través de la enseñanza universitaria, a lo largo del siglo
XIX
, y con su objetivación mediante el método experimental, el secreto que ligaba a los sabios entre sí sobre la posesión de un saber exclusivo dejó de tener funcionalidad. Y, con tal pérdida de funcionalidad, los ritos y el saber transmitidos en las logias comenzaron a fosilizarse, convirtiéndose en puro ritualismo y fórmulas vacías, mientras la estructura de las sectas iba llenándose de un nuevo contenido político y conspiratorio, que fue el que primó, sobre todo en la masonería, a lo largo del siglo
XIX
y el primer tercio del
XX
, principalmente en aquellos países todavía no suficientemente democratizados.
La organización de la teosofía sobre el modelo de las logias masónicas y rosacruces, durante el último cuarto del pasado siglo, dio un nuevo cariz a este tipo de organización eclesial: los saberes secretos se cargaban de nuevos contenidos orientalistas, a la vez que el contenido religioso se ampliaba y se fijaba en ciertos dogmas.
Sería, sin embargo, la organización creada por Gurdieff en 1922, el Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, la que daría la pauta del nuevo tipo de sectas o escuelas filosóficas surgidas desde esa fecha al amparo de la crisis de la ciencia académica y como solución al desamparo del individuo frente a un mundo cada vez más cruel, incomprensible y complejo. La organización de Gurdieff experimentará una gran difusión, y a través de importantes personalidades intelectuales extenderá por círculos cada vez más amplios su nuevo estilo de enseñanza: mezcla de saberes religiosos orientales, egipcios y cristianos gnósticos, así como pautas tomadas de la
Cábala
judía, las astrologías tradicionales de Occidente y China, y algunas de las nuevas aportaciones de la parapsicología
científica
.
Si a este tipo de corriente religiosa, cuya última plasmación se da en agrupaciones como Nueva Acrópolis o La Comunidad, lo calificamos de
humanismo gnóstico
es porque no se presenta como una religión, sino más bien como una filosofía general, trascendental —cosmovisionaria, a lo sumo—, que intenta dar sentido a la vida del hombre, explicando las razones últimas de su existencia; y no mediante una explicación sectorial e hipotética del universo y la sociedad, a la manera de las ciencias sociales y naturales académicas, sino mediante la transmisión de una sabiduría global y omniexplicativa, similar a la gnosis, al saber arcano de las religiones antiguas, de cuyas fuentes pretenden beber.
Asociaciones como las dos citadas, o como la AGEACA (Asociación Gnóstica de Estudios de Antropología y Ciencia), la Gran Fraternidad Universal y tantas otras que continuamente aparecen anunciadas por vallas y paredes, son perfectamente reconocibles por el elenco de saberes que exhiben como reclamo, en el que pueden verse todos los tópicos de la teosofía clásica y gran parte de los actuales problemas debatidos de la parapsicología y las terapias psicosociales.
Tales tópicos y la organización del grupo en dos niveles —adeptos y oyentes, discípulos del círculo interior y
exóteros
o discípulos circunstanciales— vinculan a tales grupos o sectas con la masonería y los rosacruces tradicionales, si bien su publicidad es mayor y la difusión del tesoro de los arcanos mucho menos secretista que en las sectas secretas clásicas: como si el intento de reforma social y mental inscrito en el programa de aquéllas quisiera hacerse ahora siguiendo el modelo de la educación popular, y no el de la educación de minorías selectas que presidía el proyecto de las clásicas.
S
ECTAS CATÓLICAS
Hablar de
sectas católicas
puede parecer un contrasentido, en la medida en que lo católico se concibe precisamente como superación de la diversidad, y porque es justamente la Iglesia que se da a sí misma el título de católica la única entre todas las cristianas que admite en su seno «la multiplicidad de dones del Espíritu» como fundamento de la existencia de ritos y agrupaciones específicas.
Al revés que las Iglesias protestantes en sus primeros tiempos y que las sectas de Occidente en general, la Iglesia católica ha tendido siempre a integrar la diversidad, luchando en cada escisión sectaria o doctrinal por limar aristas y conservar en su comunión incluso a aquéllos cuasicismáticos, cuyos planteamientos no chocaban excesivamente con las formulaciones doctrinales del momento.
Dada su capacidad integradora, puede decirse que los dogmas católicos son el fruto de compromisos entre una pureza doctrinal, que se pretende sea rigurosa, y un deseo de reconocer una cierta verdad en la inspiración cismática. Lo que desde un punto de vista exterior y puramente sociológico podría considerarse una política hábil, orientada a conservar el máximo de efectivos humanos, es de hecho un afán de comunión en la diversidad, cuyo único límite es que ésta no sea extremada y se reconozca, hasta cierto punto, la autoridad de la jerarquía.
De hecho, el rigor dogmático impuesto por el papado durante el último siglo y medio, y que alcanzó su máxima expresión en la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia por Pío IX, fue el fruto de una sensación de cerco por parte de la Iglesia jerárquica, que veía que el libre pensamiento del siglo
XIX
iba penetrando en ella hasta el punto de correr el peligro de disolverse en el mundo, lo que por supuesto ninguna institución puede consentir, y menos si se cree llamada a perdurar más allá de los siglos.
El dogma de la infalibilidad produjo el último cisma importante de los tiempos modernos, el de los viejos católicos, ligados posteriormente a la llamada Iglesia Católica Liberal, de la que uno de los principales discípulos de la Blavatsky, Leadbeater, llegaría a ser obispo.
El camino posteriormente seguido por la Iglesia fue de una cautela extrema en lo doctrinal, intentando adecuarse lentamente a los nuevos avances del conocimiento científico, mientras la mutación de los fieles comunes y los teólogos avanzaba mucho más rápidamente que la de la jerarquía; ésta tuvo que ponerse al día, dentro de los límites de su habitual prudencia, con el concilio Vaticano II.
La libertad de palabra y crítica que dicho concilio permitió —desconocida en la Iglesia católica desde los tiempos del concilio de Florencia (1442), en el que se plantearon puntos doctrinales básicos con vistas a la posible reunificación de católicos y ortodoxos— dio lugar a una eclosión de formas comunitarias, experimentos litúrgicos y posiciones doctrinales que dejaron igualmente perplejos a los miembros de la jerarquía y a los cabecillas de las nuevas posiciones críticas: los teólogos alemanes y holandeses, fundamentalmente.
El anatema que tan pródigamente había manejado Roma, por motivos puramente mundanos, durante la Edad Media, y con el que había amenazado duramente, por motivos doctrinales, durante los papados que sucedieron al de Pío IX, tuvo que reservarse por puros motivos de prudencia a partir de Juan XXIII.
A Pablo VI se lo acusó de hamletiano, y del papa Luciani —Juan Pablo I— llegó a decirse que había muerto de puro terror ante el mare mágnum de dudas y perplejidades en que se debatía la Iglesia; sin embargo, el supuestamente autoritario Juan Pablo II no ha hecho otra cosa que amonestar, sin crear nuevos herejes por vía del anatema.
La Iglesia católica, por eso mismo, tiene hoy el aspecto de un mare mágnum de corrientes, contrapuestas entre sí en varios casos y bordeando claramente la violación de la norma dogmática y disciplinaria en no pocos: movimientos como el de los curas casados o el de los curas homosexuales contravienen claramente la disciplina, pero no el dogma; mientras que posiciones de tipo doctrinal, como las sostenidas en torno a la infalibilidad pontificia, la divinidad de Jesucristo o la virginidad de María por parte de muchos de los nuevos teólogos, aunque chocan frontalmente contra el dogma, pueden ponerse claramente en la cuenta de la necesidad de traducción que determinadas fórmulas dogmáticas requieren para hacerse aceptables al hombre de nuestros días.
El problema de si estos teólogos, o movimientos como Cristianos para el Socialismo —que difícilmente parecen aceptar la especificidad institucional de la Iglesia—, constituyen verdaderas sectas o no, resulta desde un punto de vista tanto sociológico como doctrinal punto menos que imposible de definir, dado que la norma de la Iglesia en el momento presente, con relación a la aceptación o no de determinados fieles o grupos de fieles, parece ser la laxitud y el compás de espera.
Ni siquiera un obispo en abierta rebeldía como Lefebvre puede considerarse cismático en estos momentos, a pesar de seguir ordenando presbíteros —suspendido como está
a divinis
— y disponiendo de una organización eclesial paralela: la Fraternidad de Sacerdotes San Pío X; el contencioso que Roma y él mantienen es, de hecho, disciplinar y jurídico más que dogmático, y sólo por eso no se excomulga actualmente a nadie.
Sectas, en el sentido estricto de la palabra, sólo pueden considerarse aquellas que compiten directamente con la Iglesia romana, bien sea por tener jerarquía propia, como es el caso de la Iglesia del Palmar de Troya, o por rechazar frontalmente la jerarquía actual, como en el caso de Sede Vacante, organización que no reconoce la validez de ninguna elección papal después de Pío XII.
Éstas y la Iglesia Católica Gay Americana, cuyas peculiaridades sexuales básicas la sitúan claramente al margen de la Iglesia institucional católica o grupúsculos de fines oscuros, como la Orden de la Tercera Carta de Fátima, o Los Tres Sagrados Corazones, son las únicas que en medio de la actual perplejidad doctrinal y dogmática católica podrían considerarse sectas concurrentes con la Iglesia católica por lo que se refiere al uso de tal adjetivo, que evidentemente pierde en ellas su sentido etimológico de universal.
L
A MASA TENEBROSA
Dentro del conjunto de los movimientos religiosos surgidos de la contracultura, hay cuatro en concreto que despiertan entre el público biempensante una abierta animosidad, que en ocasiones ha llegado a traducirse en persecuciones legales y campañas de prensa.
Dos de ellas —ambas de origen oriental, pero libérrimamente abiertas a integrar cualquier otra doctrina: la secta Moon, o Asociación para la Unificación del Cristianismo Mundial, y la Misión de la Luz Divina, de Maharah Ji— tienen distribuidos por todo el mundo millares de adeptos, y disponen de abundantes fondos, rentablemente invertidos, por lo que la agresividad que despiertan podría deberse en principio al peligro real que representan unos movimientos masivos que pueden ser considerados fanáticos. Las otras dos —los llamados Niños de Dios, de David Berg, alias Moisés David o Mo, y el Hare Krisna— disponen en cambio de escasísimos adeptos, lo que hace que su peligrosidad sea mínima y, sin embargo, son perseguidas con no menos inquina por las asociaciones de padres de familia y hasta por organismos paraoficiales o ministeriales en ciertas partes de Centroeuropa.
Los puntos clave de la crítica que se les hace giran en torno a su carácter oscurantista, anulador de la personalidad, y los turbios fines que parecen presidir el conjunto de su actuación. Estos fines, sin embargo, van simplemente dirigidos a la conservación institucional y económica de las respectivas sectas, para lo que exigen de sus adeptos una entrega total que incluye una completa disponibilidad tanto del cuerpo como de la mente del sujeto. Entrega que, doctrinalmente, se funda en el hecho de que, tanto en la secta Moon, como en la
Misión
de Maharaj Ji, los respectivos líderes son considerados encarnaciones de la Divinidad —de Jesucristo en el primer caso; del «Verbo, la Luz, el Néctar y la Música Celestial», en el segundo. Y que en el caso de los restantes líderes —los sucesores de Bhativedanta Swami, desde que éste muriera, y la persona de Mo, para los Niños de Dios— se funda en el carácter profético de los mismos.
Todos ellos, por igual, ofrecen la salvación, la paz y la seguridad de espíritu mediante la entrega absoluta y personal al jefe de la secta, y arropan al adepto mediante una organización comunitaria de tipo familiar: familia, con padre y madre adoptivos en la secta Moon, colonias de
corderos
, con su respectivo
pastor
en los Niños de Dios; y
ashrams
de vida común y oración en Hare Krisna y la
Misión
de Maharaj Ji.
Los jóvenes descarriados, aburridos, solitarios, suelen ser las presas típicas del proselitismo de dichas sectas, y las personas que han perdido todo sentido de finalidad en su vida, las que
motu proprio
buscan integrarse en ellas. Lo más curioso del caso es que las acusaciones de secuestro mental y anulación de la conciencia que suelen verterse sobre las sectas obvien precisamente estos dos aspectos: el de la búsqueda personal de seguridad en una estructura comunitaria y ritual, y el del convencimiento a que el individuo puede ser llevado por una determinada prédica, lo cual no se explicaría sino por una necesidad de coordenadas, tanto vitales como mentales.
Un caso escandaloso y trágico —el del suicidio colectivo en Guyana, en 1979, de todos los miembros de la secta El Templo del Pueblo, con su líder, el reverendo Jones a la cabeza— suele esgrimirse como la amenaza inmediata y el más claro ejemplo de los resultados en los que tal tipo de sectas pueden desembocar. El caso, sin embargo, no guarda paridad con ninguna de las sectas encartadas, dado que no sólo Jones gozaba de gran prestigio social en las altas esferas estadounidenses, sino que se habían dado en el terrible desenlace de esta experiencia comunitaria una serie de extraños hechos encadenados, entre ellos las características paranoides del jefe de la secta.
El
contagio
, por lo demás, de este tipo de adhesiones ideológicas no suele producirse, salvo en escalas muy limitadas, como el mismo historial de entradas y salidas de sectarios puede demostrar en cada una de las citadas sectas. Los casos que suelen exhibirse de desprogramados ejemplares, casos verdaderamente patológicos, no deberían servir de modelo, o deberían serlo dentro del contexto de su propio desarrollo psíquico.
El problema, pues, de estas sectas concebidas como oscuros cenáculos de raptores de conciencias parece ser más bien el de que son síntoma de una serie de procesos sociales que no suelen manifestarse sino en ellas, y ya entonces con ciertas características morbosas: los problemas, en concreto, que afectan a la libertad del individuo, a su integración familiar, a su reinserción social, a sus elecciones profesionales y a sus modelos de pensamiento.