Read Movimientos religiosos modernos Online
Authors: Alberto Cardín
Tags: #Ensayo,Referencia,Religión
La parapsicología y la ufología, ampliamente difundidas a través de las películas pertenecientes a los géneros llamados de catástrofes, de exorcismo y de encuentros en la tercera fase, han adquirido en los últimos años una credibilidad realmente notable, tal vez por su intento de explicar, mediante fenómenos paranormales y visitas de civilizaciones extragalácticas en el pasado, muchos de los fenómenos hasta hoy sin explicación de la historia humana. Dichas creencias constituyen en la actualidad la más clara muestra de un tipo de religiosidad amorfa y difusa, que no llega aún a declararse como tal, pero cuyo fundamento es el rechazo de la ciencia actual, con la esperanza de una humanidad mejor, paradójicamente traída por seres del más allá de ese infinito universo descubierto por la moderna astronomía.
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AS IGLESIAS
ESTABLECIDAS
La situación más paradójica, frente a todo el conjunto de fenómenos que hemos expuesto anteriormente, es la que ocupan las Iglesias
establecidas
, esto es, aquellas iglesias de origen cristiano que disponen de una estructura jerárquica formalmente constituida y gozan de un reconocimiento social bien asentado.
Esta especificación resulta pertinente, frente a la realidad de las sectas modernas, por dos razones: en primer lugar, porque las grandes religiones no cristianas no constituyen verdaderas Iglesias en el sentido occidental del término, dado que carecen de estructura jerárquica y de sistema dogmático, y no se hallan bien diferenciadas ni de las sectas que pululan en su interior ni de la sociedad en la que aparecen inscritas; en segundo lugar, porque el reconocimiento social de que gozan —hasta llegar al oficialismo de la Iglesia anglicana en Inglaterra, o al semioficialismo de la católica en España, Francia e Italia— hace que las iglesias establecidas, además de sus funciones religiosas expresas, presenten un fuerte carácter de legitimación social implícita que las convierte en modelos de determinados comportamientos de tipo moral y pedagógico.
En este sentido, en países como Estados Unidos —donde no existe ninguna iglesia oficial u oficiosa, pero donde para adquirir respetabilidad social es muy importante pertenecer a una de las Iglesias, confesiones o sectas que gozan de prestigio social añejo— la distinción que los sociólogos de la religión suelen establecer entre iglesia, confesión y secta carece de pertinencia sociológica, en la medida en que, aunque las confesiones no tengan jerarquía sacerdotal propiamente dicha ni las sectas sacramentos, todas por igual cumplen la misma función de modelar la sociedad según ciertas pautas, en tanto sean reconocidas como
respetables
, es decir, dotadas de estabilidad e institucionalidad probadas.
Por otro lado, la mayor parte de las confesiones e Iglesias protestantes se hallan agrupadas desde 1948 en el Consejo Ecuménico de las Iglesias, que mantiene estrechos lazos con las ortodoxas y buenas relaciones de amistad con la católica desde los días del concilio Vaticano II.
Estos lazos de fraternidad y concordia entre las Iglesias cristianas establecidas, olvidando pasadas rencillas, con decidida voluntad de resaltar la fe común, son consecuencia directa de los cambios que han experimentado en su confrontación con el secularismo y el ateísmo modernos. Frente a ellos, las Iglesias cristianas han tenido que despojarse de una serie de elementos hasta hace no mucho considerados como imprescindibles para la supervivencia misma de las Iglesias y que la experiencia histórica llegó a demostrar que resultaban ser accidentales.
Las críticas dirigidas por las corrientes laicas y librepensadoras, desde principios del pasado siglo, contra las Iglesias cristianas por su falta de acomodo a las nuevas condiciones sociales y políticas instauradas por la revolución burguesa y por su apego a valores del pasado, hicieron que aquéllas iniciaran un proceso de autocrítica con la vista puesta en sus orígenes, en un intento de separar lo esencial de la doctrina y de las formas rituales de lo que eran meras adherencias históricas.
El ateísmo, por su parte, sobre todo el de cuño marxista, con su insistencia en la necesidad de instaurar una sociedad libre de explotación y de ignorancia, en la que no fuera preciso fijar la vista en el más allá para la felicidad, descubrió a las Iglesias establecidas la obligatoriedad moral de luchar por una justicia y una paz plenamente terrenas, como realización y precondición de la que hasta entonces habían venido predicando sólo para el
otro mundo
.
Este doble despojamiento, que volvía a hacer presente la simplicidad del primitivo cristianismo, escasamente jerarquizado y sin demasiados dogmas, tuvo, sin embargo, el efecto de poner en crisis elementos que parecían esenciales para mantener la especificidad de las Iglesias como instituciones no puramente mundanas o políticas, especialmente las formas litúrgicas, las formulaciones doctrinales y las relaciones de dependencia jerárquicas.
Una cierta perplejidad ha venido invadiendo durante las últimas dos décadas a los grupos progresistas y las autoridades jerárquicas de las Iglesias cristianas: ni éstas se atreven ya a condenar de manera tajante prácticas y opiniones que hasta hace veinte años habrían sido consideradas heréticas, ni los círculos de activistas y renovadores ven del todo clara la necesidad de prescindir de las estructuras eclesiales y los ritos.
Y esto que para los renovadores resulta ser una situación fructífera, por lo que tiene de fluida y dialogante, ha tenido como consecuencia, en el seno de la Iglesia católica sobre todo, el surgimiento de grupos tradicionalistas que consideran la actual situación de crisis como un ambiente de anarquía y disolución y que se niegan a aceptar ningún tipo de cambio que altere la tradición.
E
L EQUÍVOCO ILUSTRADO
Todo lo dicho hasta aquí, como rápido bosquejo del contexto actual de los movimientos religiosos, difícilmente podría entenderse sin remontarnos a la época en que se gestan los equívocos que en la situación actual han salido a la luz como perturbaciones, contradicciones y disfunciones. Tales perturbaciones y disfunciones se hallaban ya presentes en el momento de promulgarse la ideología de las Luces —en el siglo
XVIII
—, sólo que entonces no aparecían como tales, debido a los beneficios generales que tal ideología aportaba a las gentes de aquella época. Puede decirse incluso, sin exagerar demasiado, que se hallaban ya presentes desde el surgimiento de la vida urbana en el Neolítico, si bien no adquieren fuerza de verdadera contradicción latente hasta el momento en que, bajo la égida ideológica del cristianismo, Europa entera empezó a compartimentarse en Estados territoriales, en cuyo interior la vida y la ideología urbanas —burguesas— oscurecían por completo la existencia de vastas zonas rurales que, si en buena parte vivían de sus intercambios comerciales con los núcleos urbanos, no participaban más que superficialmente de sus modos de vida y pensamiento.
Y aun podría decirse que, en el interior mismo de la red de núcleos urbanos, sólo una minoría participaba plenamente de los beneficios a la vez materiales e ideológicos de este nuevo modo de vida burgués, limitándose la mayoría de los pobladores de las ciudades meramente a vivir en ellas.
Esta primera contradicción vendría a complicarse a partir del descubrimiento de América, con la inclusión, dentro de la red ampliada de núcleos urbanos, de nuevas, múltiples y cada vez peor integradas masas de poblaciones rurales, que suponían la incrustación de otros tantos
cuerpos extraños
dentro del mapa general de la civilización urbana europea.
La cohesión de dicho mapa, así pues, era una ilusión de la pequeña minoría dirigente de los núcleos urbanos europeos, ilusión que le servía para movilizarse y movilizar a las masas que de modo tan superficial iba integrando bajo un mismo proyecto unificador: la idea de civilización cristiana y de sus beneficios técnicos.
Esta civilización, como puede verse, tenía al menos tres niveles bien diferenciados: una clase dirigente, plenamente cristianizada y urbanizada; una clase subsidiaria, bastante más amplia, urbanizada a medias y menos que superficialmente cristianizada —lo que podríamos llamar primer proletariado urbano—, y una amplia masa de elementos suburbanizados y plenamente rurales, al margen de la red urbana europea en expansión —lo que Arnold Toynbee, quizás un tanto abusivamente, ha dado en llamar el «proletariado exterior».
Todos estos niveles, según las regiones, presentaban mezclas y gradaciones variadas, en las que aparecían combinados en mayor o menor medida rasgos tomados de la cultura rural a la que ésta se había superpuesto: fue así como, a lo largo del siglo
XVI
, la civilización urbana europea fue dando lugar en la propia Europa a los diversos tipos de
nacionalidades
, hechos de retazos de las culturas regionales rurales respectivas y elevados a rasgos de estilo por la ideología urbana desarrollada en la región sobre tal base. Y durante ese mismo siglo y el siguiente, dichas culturas nacionales, una vez sedimentadas —y esta sedimentación la habían realizado bajo la forma religiosa de las diversas Iglesias y sectas protestantes—, empezaron a crear colonias en las tierras por las que se extendieron.
Cuando en el siglo
XVIII
las minorías dirigentes de las naciones más avanzadas —Alemania, Francia, Holanda, e Inglaterra— decidieron promulgar como ideología e ideal de toda la humanidad la imagen que de sí mismos se hacían como individuos libres de cualquier atadura atávica o religiosa; móviles, audaces y dominantes, estaban creando sin saberlo un equívoco que habría de durar dos siglos: el de que aquella masa heterogénea, apenas urbanizada, y a la que ni tan siquiera conocían en su totalidad —aún grandes partes del globo estaban sin explorar, y siguieron estándolo hasta principios de este siglo—, tenía sus mismas características, aficiones, inclinaciones e ideales.
L
A ERA DE LAS REVOLUCIONES
Las masas populares —germen del futuro proletariado—, que en 1789 se arrojaron a la calle bajo las consignas de los ideólogos ilustrados, tardarían poco menos de medio siglo en descubrir que sus intereses eran bien diferentes de los de los grupos a los que habían ayudado a instalarse en el poder. 1848 supone para los historiadores socialistas la fecha clave que marca la aparición del proletariado como clase autoconsciente. Habían surgido, entretanto, en buena parte de Europa central, grandes complejos fabriles que, al organizar a los antiguos y dispersos artesanos en cadenas laborales concentradas en determinadas zonas de las áreas urbanas, habían contribuido a hacer patente su diferencia.
Las agrupaciones surgidas al amparo de estas nuevas condiciones comenzaron a generar un tipo de ideología que denunciaba como una mixtificación de clase —es decir, fundada en los propios intereses vitales de los grupos minoritarios que la habían formulado— la ideología de la igualdad, la libertad y la fraternidad universales propia de la Ilustración. Frente a ella proponían un nuevo tipo de libertad, fundada no ya en una igualdad y fraternidad abstractas de quienes tienen intereses diferentes, sino en una verdadera comunidad de intereses: los generados en el proceso de trabajo que crea las condiciones de vida de la gente. Se veían apoyados' en la justeza del tal formulación por una constatación que entonces parecía exacta: las masas que trabajaban en condiciones miserables eran infinitamente más numerosas que las minorías dirigentes —
«La classe la plus nombreuse et la plus pauvre»
, había dicho el conde de Saint-Simon, teórico francés considerado precursor del socialismo científico. El proceso histórico marchaba además en el sentido de una polarización cada vez más violenta, por cuanto que se producía una concentración cada vez mayor de poder en manos de un menor número de personas; en consecuencia, no tardaría en ser una minoría insignificante la que el proletariado habría de derrocar para conseguir la verdadera libertad e igualdad universales.
Vuelta la mirada hacia la historia pasada de Europa, veían un proceso de clarividencia histórica creciente, en el que grupos cada vez más amplios de población iban tomando conciencia de sus intereses a partir de sus condiciones de vida: el hecho de que las primeras revoluciones populares europeas —incluido el mismo cristianismo, considerado como religión principalmente de esclavos en sus orígenes— se hicieran bajo la égida de ideologías políticas y socioeconómicas les hizo descubrir una especie de clave de la historia.
Esta clave, verificada por medio de estudios históricos y económicos, adquirió carácter de ley científica, y la formulación por parte de Marx y Engels de la ideología correspondiente recibió el nombre de socialismo científico: por primera vez en la historia de la humanidad los hombres creían ser rigurosamente conscientes de su pasado y podían prever con ciertos visos de probabilidad su futuro; ello llevaría a Karl Marx a proclamar, en el prólogo a la
Contribución a la crítica de la economía política
, escrito en 1858, el fin de la prehistoria de la humanidad.
Para Karl Marx y Friedrich Engels dicha prehistoria estaba marcada «por la escasez y las brumas de la religión», mientras que la nueva historia que se abría ante la humanidad empezaba a estar dominada por el control de la naturaleza, gracias al desarrollo técnico, y por el control de la sociedad mediante la autoconciencia de todos y cada uno de los individuos, gracias a la comprensión científica del mundo. Desgraciadamente, tales previsiones sólo eran válidas en aquel momento para una reducida parte de la humanidad —en realidad, sólo para Inglaterra, Francia, Estados Unidos y, en parte, Alemania. Pero, incluso para estos países, las previsiones de los padres del socialismo científico eran exageradas, en la medida en que se apoyaban en los presuntos logros de una ciencia y una técnica cuyos brillantes resultados apenas empezaban a despuntar.
El socialismo científico, reducido con el paso del tiempo a la condición de todas las ideologías anteriores por él estudiadas —es decir, a ser la toma de conciencia teórica de unas condiciones históricas concretas: las de la segunda mitad del siglo
XIX
—, pasó a ser ideología de lucha en muchas naciones atrasadas —de Europa primero, y luego de todo el mundo—, las cuales, mediante la aplicación forzada de los estadios de desarrollo enunciados para Europa por Marx y Engels, pensaban poder modernizarse. El socialismo científico, que sostenía que al basarse en principios fundamentalmente científicos tenía en sí mismo las condiciones de su propia autocorrección, logró ir adecuándose al paso del tiempo en alguno de los sectores intelectuales que lo habían adoptado como instrumento de análisis —en Europa occidental sobre todo—; pero en aquellos países donde llegó a instalarse como instrumento de control político, con vistas a la reforma de las condiciones existentes, acabó convirtiéndose en dogma intocable, de claro carácter religioso.